• 11 de mayo 2025
  • Menú
    • Opinión
    • Editorial
    • Reflexión
    • Tema del día
    • Columnas
    • Suplementos
    • La Gobernación Informa
    • La Alcaldía Informa
    • La Subgobernación de Cercado informa
    • El SEDEGES informa
    • YPFB Chaco informa
    • Secciones
    • Ecos de Tarija
    • Nacional
    • Internacional
    • Campeón
    • Pura Cepa
    • Crónica
    • Multimedia
    • Merodeos
    • Reportajes
    • El Paisito
    • Búsqueda
    • Listado de autores
    • Semanarios
    • La Mano del Moto
    • La Billetera
    • Cántaro
    • Patria Grande
    • Suscripción Digital
    • Edición
    • Archivo Histórico
    • Archivo Web
    • Despertador / Newsletter
Menú
  • Suscripción Digital
    • Edición
    • Archivo Histórico
    • Archivo Web
    • El Despertador
  • Ads El País
  • Comodín
  • Opinión
    • Editorial
    • Reflexión
    • Tema del día
    • Columnas
  • Suplementos
    • La Gobernación Informa
    • La Alcaldía Informa
    • La Subgobernación de Cercado informa
    • El SEDEGES informa
    • YPFB Chaco informa
  • Secciones
    • Ecos de Tarija
    • Nacional
    • Internacional
    • Campeón
    • Pura Cepa
    • Crónica
    • Multimedia
    • Merodeos
    • Reportajes
    • El Paisito
  • Búsqueda
    • Listado de autores
  • Semanarios
    • La Mano del Moto
    • La Billetera
    • Cántaro
    • Patria Grande
  • Ecos de Tarija
  • Nacional
  • Campeón
  • Edición
  • Comodín

Eustaquio Alonso

Un súbito viento gélido, propio de otro mundo, inició con autoridad el otoño en Entreríos. Para ese entonces, el manto del verano había cubierto el Chaco con su calor sofocante y de nada sirvieron sus ocasionales lluvias con propósitos de alivio, de gruesas y calientes gotas envueltas en...

Cántaro
  • Gonzalo Lema
  • 08/03/2020 00:00
Espacio publicitarioEspacio publicitarioEspacio publicitario
Un súbito viento gélido, propio de otro mundo, inició con autoridad el otoño en Entreríos. Para ese entonces, el manto del verano había cubierto el Chaco con su calor sofocante y de nada sirvieron sus ocasionales lluvias con propósitos de alivio, de gruesas y calientes gotas envueltas en menudas y coloridas margaritas silvestres (que solían flotar haraganas en el cielo): el pueblo languidecía sin remedio hirviendo todo el día en su sopor de caldo y la naturaleza se mostraba exhausta al límite y sin el menor consuelo.
El viento bíblico nació en el seno laberíntico de los matorrales sucios y espinosos de las colinas, y desparramó con violencia la arena roja por los aires quietos del caserío, destrozó de un golpe ladino las telarañas de seda fina de las arañitas besuconas, hizo girones el tosco hogar del zorro astuto y de la gallina montés, y espantó con un manotazo criminal, y para siempre, el color cierto del cielo. De inmediato comenzó el frío.
El carnicero Eustaquio Alonso asomó a la puerta de su negocio para verificar su pálpito. Tenía el mandil blanco ensangrentado, los cuchillos de hoja larga, propios de su nuevo oficio de matarife, con gotas de sangre viva y temblorosa en las puntas, y el viejo sombrero chaqueño, con ala doblada, encajado hasta las cejas tupidas, con las que expresaba su variable estado de ánimo. Un heladísimo escalofrío repentino le había recorrido el espinazo como un relámpago.
-Cambio de estación -dijo, complacido-. Violento como revolución política. Se nos viene un mal año.

[gallery type="slideshow" size="full" ids="538155,538154,538153,538152"]

De vuelta a su mesa de sacrificio, escuchó a su sobrino Rodolfo decir a Juan Bautista, el muchacho toba que fungía de ayudante en la carnicería, que el frío otoño llegó con él desde la lejana ciudad de Tarija, donde había incubado precisamente ayer.
-¡Pendejadas! -sostuvo el carnicero con enojo cívico-. El chaco no tiene ningún negocio con el llano. Somos autónomos hasta en el cambio de estación. Aquí el otoño comienza cuando le da la gana, pu.
Los muchachos se sonrieron ante el repentino mal humor del hombre mayor. Un día atrás, todavía en Tarija, una mano anónima había tocado la vieja puerta de madera agrietada de la casa de Rodolfo con nítida premura. Su madre, que sufría arrebatos de corazón, se llevó la mano de la aguja a la boca y dejó de remendar, en la bombilla quemada, los trajinados calcetines de su hijo. Se quedó trémula, con toda su vida en fatal suspenso.
-Yo voy a ver qué ocurre -dijo él, y se dirigió a la puerta de calle.
Cuando ya llegaba a la chapa, vio deslizarse un papel por las grietas de la madera seca y también escuchó alejarse apuradas, repiqueteando, las suelas de cuero de unos zapatos. Extrañado, suspendió las cejas y dudó un tanto entre alzar el papel o abrir pronto la puerta y observar lo que quedaba del fugitivo. Pensó, con buena lógica, que cuanto aquella persona deseaba decir lo había escrito, y que todo lo demás apenas tenía su importancia. Por eso se alzó de hombros y se desentendió de su marcha precipitada.
Leyó el papel de corrido y quedó desconcertado. En ese instante, una ráfaga de hielo cruzó el verano aplicado de la ciudad, ingresó a su casa por las rendijas de la puerta y le recorrió los huesos menudos de la espalda que, hasta ese instante, estaban cubiertos de una pátina pegajosa de traspiración permanente. Se abrazó el cuerpo con los brazos cruzados para darse calor, pero en ningún momento tuvo conciencia alguna del arribo del otoño sino hasta estar con su tío en Entrenos al día siguiente.
Eustaquio Alonso afiló sus cuchillos entre sí a manera de quitarse el frío. Lo que quedaba del buey sobre la mesa eran las costillas semejantes a la estructura inmensa de un barco español durante los siglos de la Colonia. La cabeza, con sus grandes y macizos cuernos, había sido depositada por el ayudante toba, Juan Bautista, en un rincón oscuro del cuarto, como un tibio y chorreante adorno incómodo todavía sin lugar seguro. Los dos cuartos traseros colgaban de los ganchos de acero empotrados en la pared de barro. Las patas delanteras descansaban en un abollado balde de aluminio junto a dos palos de escoba, y las visceras y menudencias resbalaban a placer por el piso de piedra, en medio mismo del jabón de sus propias aguas.
-Vamos a filetear el lomo -dijo el carnicero.
El toba Juan Bautista hundió los diez dedos en los flancos prietos de la gran bola de carne y la sostuvo contra la mesa apretando con fuerza sus dientes verdes. El carnicero Eustaquio Alonso esbozó una sonrisa falsa: se aproximó a la carne con solemnidad policiaca y, convencido de la eficacia de su número de fantasía, observó con placer parpadear sus cuchillos a la luz mortecina de la tarde. Entonces acercó lentamente el filo de ambos a la carne inerte, se detuvo apenas a un dedo de distancia compasiva, y esperó un brevísimo instante: la carne, pese a la fuerza del muchacho, empezó a temblar descontrolada, fuera de sí.
Su risotada llenó de espanto el pequeño ambiente. Eustaquio Alonso dejó los cuchillos en paz sobre la mesa, se quitó el mandil con sangre seca, e invitó a su ayudante y a su sobrino a matear bajo la sombra de su lapacho, súbitamente desnudo de hojas, en el patio de la casa.
-Cualquier carne tiembla ante el cuchillo -explicó-. Inclusive la que ya está muerta.
Juan Bautista ingresó silente en la cocinay puso a hervir en el fogón una olla de agua recogida en el río. Mientras los dos hombres conversaban en el patio, él trozó con el machete un pedazo de carne seca. De inmediato se puso en puntas de pie y encontró, con la mano en alto, la pequeña bolsa de coca y de galletas de harina de maíz sobre la viga central. Reunió todo sobre una tabla de madera apenas cepillada, junto al mate y su bombilla, y se acuclilló a esperar.
El viento frío y plomizo del otoño provocó fuertes hojarascas en las dos calles únicas del vecindario. A manera de una escoba, recogía las hojas de los almendros y las llevaba por los aires hasta la esquina de la farmacia de Sabaj, en el inicio de la calle de los turcos, y las trituraba haciéndolas girar sin clemencia en su remolino lleno de dientes grandes. Algunos niños observaban divertidos lo que allí pasaba.
Rodolfo había entregado el papel a su madre y esperó todo lo peor de su lectura. Pese a lo conciso del mensaje era imposible que quedara alguna duda. La señora lo leyó y ahogó de milagro un grito. Se llevó la mano de la aguja al corazón y miró a su hijo con ojos de desolación absoluta.
-¡Van a matar a mi hermano! -exclamó-, ¡Debemos advertirle!
Rodolfo asintió. En las dos ocasiones anteriores habían encontrado la solución remitiendo telegramas en clave que alertaron a Eustaquio Alonso y le permitieron internarse a tiempo en el bosque y buscar refugio entre los chiriguanos durante unas semanas. Pero el gobierno ajustó sus mecanismos de represión y captura, y trasladó las oficinas de telegrafía a sus cuarteles.
-Me subo a un camión ahora mismo -dijo él, afanoso.
Viajó montado en una carrocería llena de turriles vacíos de gasolina, temblando de frío y bostezando de aburrimiento. El camión sufría hasta el alma del poco motor que le había quedado de la guerra del Chaco y bufaba en sus tres velocidades. En las cuestas parecía a punto de dar marcha atrás, y en las bajadas intentaba salirse del camino debido al eje quebrado por una granada de aquel tiempo. Cada cierto trecho, el chofer cargaba el radiador humeante con agua turbia del río. Rodolfo lo miraba hacer mientras tiritaba de frío.
Pero cuando llegaron al pueblo, doce horas después de haber salido, Rodolfo se sorprendió de la calidez de su clima y se quitó el abrigo. Debido a que ya era medianoche pensó que su misión bien podía esperar hasta el día siguiente. Caminó hacia la plaza y se distrajo con las largas caravanas de luciérnagas que viajaban entre las sombras gruesas de los árboles. Casi de inmediato tomó la decisión: cruzó la plaza y llegó al frontis de la iglesia y se persignó. Siguió su impulso de amante audaz y bordeó el muro hasta dar con una pequeña puerta en el fondo del callejón. Respiró el aire cálido a pulmón lleno y pensó que la vida iba a regalarle una noche extraordinaria.
Golpeó levemente la puerta. Una voz llena de carácter pareció salirle al frente con ánimo de batalla.
-No estoy. Ya no vivo en este cuarto.
Rodolfo quedó sorprendido.
-Sí, estás -atinó a decir-, porque ya me tienes temblando.
Fue una noche de locura. Guillermina era una mujer nacida del amor tormentoso de un militar de frontera con una india chiriguana. Había tenido su niñez en la ribera larga del río Bermejo, en una toldería pobre de no más de cuatro familias, pero con la ventaja dudosa de estar frente a un fortín de palos de los militares. Muchas veces sucedía que el coronel de tumo daba un tanto de la ración alimentaria semestral de la tropa al jefe del clan, pero también les sucedió que en noches de juerga, sin principio ni fin, los cazara sin remordimiento, como a liebres, por el puro gusto de usar sus armas de combate.
Debido a las sequías de los años posteriores a la guerra, el clan tuvo que emigrar hacia el pueblo de Palos Blancos, fundado por los turcos, para sobrevivir. Fue en esas circunstancias que el cura encargado de la provincia se llevó a Guillermina para ocuparla en la limpieza del templo de Entreríos.
-No estoy para vos.
Rodolfo volvió a golpear la puerta con sigilo. La noche era tan cálida que las ranas croaban de felicidad en los charcos de agua de la última lluvia del verano. El cielo brillaba con sus luces encendidas y una estrella fugaz cruzó el firmamento rumbo hacia Ibibobo llevando un encendido mensaje de amor secreto.
-Te he traído coca -dijo él.
La puerta se abrió un tanto y Guillermina asomó su rostro de animal de monte. Tenía la cabellera gruesa y tupida, los ojos menudos y rasgados, y los pómulos salidos. Las raras veces que sonreía dejaba entrever dos filas de dientes pequeños, propio de los conejos salvajes.
La mujer sacó la mano en busca de lo ofertado, y Rodolfo se la cazó al vuelo. “¡Eres una interesada!”, bromeó. La risa de la mujer llegó pronto, y la puerta se abrió para dejarlo pasar y volvió a cerrarse hasta la siguiente mañana.
Rodolfo salió del cuarto junto al canto puro de los gallos de la iglesia y los vecinos. Tenía su abrigo del frío de Tarija metido en una bolsa grande que le colgaba de la espalda y volvió a sorprenderse del calor de verano en flor que reinaba en Entreríos. Caminó por los mismos lugares de la víspera y luego se internó en un sendero poblado de mariposas y chicharras para desembocar en el río. Se quitó toda la ropa y se sumergió entre las aguas de la creación con sumo placer inverosímil. Al cabo, se sentó en una insólita piedra de colores y esperó que se le secara el cuerpo con los rayos del sol.
Un momento después estaba parado frente a la puerta cerrada de la carnicería. Debido a esa noticia sintió un dolor entre las tripas. Caminó un poco molesto hacia la plaza y decidió esperar por su tío bajo la sombra de un inmenso almendro.
Eustaquio Alonso apareció cerca al mediodía jalando un buey viejo con una soga amarrada a los cuernos, acompañado del toba Juan Bautista. Sus sombras se dibujaron al final de la calle de ingreso al pueblo como si se tratara de manchas de moscas en los ojos achinados de Rodolfo. Después comenzaron a tomarse más nítidas pero, debido al sol inclemente, también temblaron como si estuvieran sobre un fondo de agua. Recién a los minutos se mostraron tal cual eran.
El tío lo saludó alzando las gruesas cejas.
Un rato después, los tres hombres dieron muerte al buey.
Cuando brotaron del agua las burbujas, Juan Bautista alzó la olla del fogón y la llevó junto a los hombres en el patio. El mate inició su recorrido con parsimonia acompañando paciente la súbita muerte de la última tarde del verano.
-Aquella planta que ven allí -apuntó el tío- es la ruda. Ahuyenta la mala suerte como ninguna. Yo me la crío desde lo que me pasó en Oruro. Cuando debo viajar, la pongo en una bolsa y me la llevo conmigo.
Los dos muchachos observaron la planta por un momento. Rodolfo recordó que su madre le había dado una explicación al respecto, porque en su casa tenían una hilera larga de macetas medicinales y otras de protección de embrujos, como en los jardines católicos de la Edad Media.
Juan Bautista se sonrió y sirvió el mate para el carnicero. Ya tenía un buen montón de hojas de coca en la boca y comenzaba a sentir el placer del carrillo adormecido. Su saliva se mezclaba con el jugo de la hoja, paseaba a sus anchas por la boca y chorreaba al estómago brindándole la paz celestial.
-Lo que me pasó en Oruro -continuó el tío- sucede cada día por todo lado, pero lo mío está peor intencionado.
El partido de gobierno se había fraccionado en muchas partes porque el presidente tomó la delirante decisión de quedarse para siempre. Alguien le inició una huelga de hambre en protesta y luego se le plegaron miles. Los mineros abandonaron las montañas y reventando su dinamita se metieron en las calles difíciles de Oruro. La policía les salió al frente con fusiles pero con la cadena de mando rota: unos disparaban a favor y otros en contra. La población se desconcertó.
El carnicero Eustaquio Alonso se frotó los brazos tomados por el frío del otoño, luego se olió las manos: un olor a monte profundo, impregnado de hierba húmeda y bosta, se le coló en la nariz. “Es la sangre del buey”. Pensó en caminar hacia el río antes de meterse a la cama.
El cielo terminó encapotado de nubes grises. Una bandada numerosa de loros chocleros se despidió bulliciosa del pueblo con sus graznidos rotos y se marchó presurosa en pos de verano al norte del continente. El cielo se quedó solo, tomado intempestivamente por el frío, el desorden de sus nubes y su oscuridad de mal presagio.
-Hay gente que me odia -se quejó Eustaquio Alonso.
La realidad social se convulsionó. Se bloquearon las carreteras y los senderos de los carretones. Los universitarios se enfrentaron entre sí en las esquinas y se cerraron los negocios. Las radioemisoras daban información y se desdecían de inmediato. Surgieron pactos nuevos de campesinos con militares y los ideólogos del engaño costuraron un discurso de lástima que nadie pudo creer nunca.
-Yo estaba a cargo de la oficina de seguridad -recordó el carnicero-, con seis policías en la puerta principal.
Se fue imponiendo la revolución y el cambio de gobierno. Venciendo la débil resistencia, los mineros arribaron a la plaza principal reventando su dinamita con plena alegría. Las casas se estremecían, los edificios crujían, los vidrios se astillaban y volaban en mil pedazos como una lluvia hiriente de pequeñas estrellas.
El capitán Eustaquio Alonso se cansó de esperar órdenes por la radio y salió al balcón colonial para observar la situación. Una silbatina nutrida de balas le dibujó la silueta en la pared del fondo. Sacó su revólver y vació el cargador disparando sin ver. Se escurrió al interior del edificio y escapó por recovecos y túneles de otros tiempos que se conectaban con el antiguo convento de las monjas de Santa Clara y la catedral, llevándose consigo a sus policías. En una calle desierta de riesgos los despidió para siempre y él se escabulló en el gentío del mercado mientras se quitaba el uniforme y se transformaba en un humilde vecino más.
-Me acusan de haber matado a dos mineros -les contó el carnicero.
Se trepó a un camión que viajaba a Potosí y se abrigó con los cuerpos secos de los indios quechuas. Viajó hacia el sur internándose en los viñedos dulces y desembocó en la cimbreante cuesta de Sama. Bajó a Tarija pero siguió de largo sin saludar a su hermana, pasó por Entreríos y se fue a la frontera de arena con la bella Paraguay a un lugar de ensueño llamado con justicia El Tigre. Todavía recorrió un larguísimo sendero candente surtido de árboles plomos y barrigones, con las ramas cargadas de aves exóticas, e hizo contacto con los chiriguanos que pescaban sábalo a manotazos limpios en el río Pilcomayo. Pensó que allí debía vivir quizás para siempre.
-No quieren entender la verdad -se quejó-. Me persiguen como a un animal salvaje. Me obligan a vivir a salto de mata, huyendo al monte...
Juan Bautista volvió a cargar el mate amargo y lo depositó amable en las manos del sobrino. La coca y la galleta seca amortiguaban y distraían el hambre que ya se hacía sentir. Tenía el frío colado en los huesos y pensó en colgarse de los hombros su chamarra de cuero. En el mismo fuego del agua asaría un pedazo de carne seca para cenar.
Rodolfo se tapó el cuerpo con su abrigo.
El carnicero Eustaquio Alonso respiró profundamente y exhaló como un caballo cansado. Sus labios se batieron con su propio viento. Pensó que ya no iría al río porque la luz del cielo se había ido del todo. Se puso de pie y sacó un atado de cigarros de la alforja colgada en el árbol. Encendió uno y dejó los demás a disposición de la mesa. También sacó una botella de alcohol.
Los tres hombres se subsumieron en sus pensamientos. Juan Bautista ya sabía de la historia del carnicero porque lo había conocido en su primera fuga. Lo vio llegar fatigado al monte de Salinas desde una colina cubierta de zarzamoras y le batió la mano con espontánea amistad. Juntos fueron a las minas de sal y se quedaron cazando y pescando durante tres semanas. Después, cuando Juan Bautista le contó que era un toba errante por tantas cosas que tiene la vida, Eustaquio Alonso le ofreció trabajo en un negocio por abrir. Ante el segundo telegrama de alerta, él ya se quedó a cargo de la carnicería.
-¡Por suerte tengo camaradas leales! -exclamó Eustaquio Alonso, y suspiró-. Ellos me alertan y huyo.
-¡Ah, caray! -se asustó Rodolfo-. ¡Ahora mismo vienen por ti, tío! ¡Por poco me olvido!
-¡Ah, caracho!
Eustaquio Alonso se puso de pie de un brinco. Miró a su sobrino con recriminación pero de inmediato se perdió en un cuarto del fondo. Cuando volvió a aparecer, habló a susurros a Juan Bautista. Luego abrió la puerta del canchón, ensilló su caballo y galopó para el monte en tinieblas.
A los minutos sonaron los disparos.

[gallery type="slideshow" size="full" ids="538150,538149"]

Apoya al periodismo independiente

Tienes acceso libre a 200 notas al mes. Para tener acceso ilimitado y muchos beneficios más adquiere tu Suscripción Digital. Comienza tu prueba gratis ahora

Suscríbete

¿Ya estás suscrita/o? No olvides iniciar sesión

Acceder

Si te interesa una suscripción corporativa o institucional llámanos al (+591) 78259007

Comentarios

  • Lo más visto
  • Lo Último
    • 1
      Comando del MNR evalúa renuncia de Torres que exige unidad
    • 2
      Final del partido: Tomayapo sumó en su visita a Always Ready
    • 3
      Del “bloque Dunn” y el adiós de Chi, al plan “fusión o chicana”
    • 4
      Incautan 37 kilos de cocaína en Villa Montes y Bermejo
    • 5
      Alianza Popular, la coalición que está cerca de Andrónico
    • 1
      MNR: Comando Nacional rechaza renuncia de Torres y declina de las elecciones generales
    • 2
      Así marcha la ATF: Ciclón ganó el clásico; “Muni” a paso firme
    • 3
      Imputan a activistas de Tariquía por "impedir" labores de YPFB en la zona
    • 4
      Final del partido: Tomayapo sumó en su visita a Always Ready
    • 5
      Aprehenden a seis sujetos que transportaban 127 kilos de marihuana

Puedes publicar tu anuncio en la
página de inicio o en el interior de las notas

Escoge una opción para ver
los espacios disponibles

Página de inicio Interior de Nota

Contacto

  • Calle Colón No. 968 - Tarija, Bolivia
  • (591 4) 664 2732 - (591) 78259007
  • [email protected]

Acerca de Nosotros

  • Quiénes somos
  • Términos y condiciones
  • Políticas de privacidad
© Copyright 2025 :: Boquerón Multimedia | Desarrollado por ITGROUP SYSTEMS