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El espía que llegó del fuego

Fuad Gamarra murió del corazón al amanecer del 2 de octubre. Iba a ser un día de maravillas, de no mediar la noticia que sacudió al pueblo una vez más en medio siglo, porque el cielo despertó limpio de nubes grises y garúa puntiaguda, y el barro rojo de las calles comenzó a secarse, y...

Cántaro
  • Gonzalo Lema
  • 15/12/2019 00:00
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Fuad Gamarra murió del corazón al amanecer del 2 de octubre. Iba a ser un día de maravillas, de no mediar la noticia que sacudió al pueblo una vez más en medio siglo, porque el cielo despertó limpio de nubes grises y garúa puntiaguda, y el barro rojo de las calles comenzó a secarse, y pronto brotaron las coloridas flores de tanta planta y matorral sucio que habitaba el caserío y los montes colindantes y que se internaba en el distante Paraguay y sus profundidades. Quizás, recién comenzaba la primavera burlando el rígido calendario.
Murió alternando la asistencia que requería su organismo y su mente de dosis iguales de oxigeno purísimo y cigarro negro. Al lado izquierdo de su sólido catre de fierro, el tubo de hospital, con manguera y máscara, que descansaba triste en su mano, parecía haber iniciado la vela de armas. Y al lado derecho, con la espontaneidad propia de los viciosos de naturaleza, un gran cajón de cartón, roto los laterales, conteniendo paquetes de cigarrillos ordinarios traídos de contrabando de las fronterizas ciudades argentinas, el monte de ceniza acumulada de cincuenta y un años continuos de dedicación abnegada al placer y su mano al borde de todo, con un cigarro que terminó consumiéndose entre los dedos amarillentos y cocidos de nicotina.
Así lo encontró su perro fiel, íntimo compañero de muchos años. Se metió al cuarto abriendo la puerta con el hocico, le lamió la mano rígida de la máscara y se echó sobre las pantuflas sin marca que descansaban ajenas en el felpudo rociado también de cenizas. A los minutos, su esposa ingresó al mismo cuarto con una charola de quebracho tallada con cincel de albañil, portando un café de dos cucharillas de grano y seis de azúcar blanca, que le aromatizó todo el trayecto desde la cocina, un emparedado chico de queso y aceitunas negras y jugosas, rociado de aceite de la lejana Tierra Santa, y una píldora para reanimarle el apetito aturdido por tanto humo venenoso a lo largo de los años.
Emma Fayad comprendió lo que sucedía al advertir que su marido la miraba sin alma desde que ingresó al cuarto. De todas formas, terminó de remover el azúcar en esas aguas negras y calientes, y hasta repiqueteó en la taza con el canto de la coqueta cucharilla de plata primorosa, como era su costumbre cada mañana. Ya le temblaba el cuerpo viejo cuando expulsó al perro del felpudo con la punta de su zapato de casa, y apenas quedaba café en la taza cuando dejó la charola sobre la silla. Entonces sintió que un grito le nacía en el nido de las tripas como si fuera un pájaro oscuro, y pronto lo sintió en la garganta y en la boca y lo dejó volar. De inmediato comenzó un llanto tibio, como los remansos de agua en el verano, que le bañó las manos y el rostro, y que terminó configurando un pequeñísimo espejo en derredor de sus pies. En él se miró el rostro desconsolado.
Muy pronto se vio la casa, y su patio cuadrado bordado de flores, un tanto rebalsada de gente. La colonia había sido la primera en llegar, pero el grito de desierto de arena de Emma convocó también al vecindario notable del pueblo. Las manos sabias de las mujeres desvistieron el cuerpo huesudo y anciano de Fuad Gamarra sin despertarlo, y se lo volvieron a vestir como si recién le tocara casarse. Y la fuerza de varios hombres lo montó sobre el ataúd de roble y argollas doradas, que terminó sobre la mesa donde a veces, años atrás, ya se jugaba a las cartas o al chaquete, por dinero, para matar el desánimo que provocaba el crudo invierno de molde europeo. Los cirios de colores (prestados de la iglesia) se instalaron a sus costados, y los racimos de flores y plantas lo cubrieron por completo. El llanto de Emma inauguró el dolor sin nombre que ya sufrían todos sus allegados y vecinos.
Muchos años atrás, cuando la guerra del Chaco llegó al pueblo, Fuad tuvo la enorme generosidad de abrir las puertas de su casa, instalar enormes ollas de cuartel sobre una batería de fogones, y dar de comer a quienes se habían quedado huérfanos de padres o de hijos, y deambulaban por la calle sin consuelo. Emma y él los atendieron durante los tres años y ocho días que duró el conflicto, sin quejarse de nada ni mostrar mala cara a nadie. Lo hicieron porque nunca aguantaron el dolor de ningún ser viviente, y porque sólo así podían acostarse a dormir sin que se les arrugara la conciencia. Si bien pensaron en los niños que se quedaron sin el padre, pronto pensaron en los padres que se quedaron sin los hijos, y luego en quienes se quedaron sin hermanos, y más tarde en quienes miraban las ollas con hambre, y por eso tenían esa cara de lástima aunque no se les había muerto todavía nadie.
La casa de la guerra estaba hecha de barro y paja, y el patio cuadrado tenía un algarrobo inmenso, con las raíces en cada cuarto, que fascinaba a los niños. Bajo su sombra se instalaron las tablas para que se sentaran todos los desvalidos y las ollas de campaña. Los mediodías eran unos desórdenes inauditos, porque los niños picaros almorzaban dos veces, y algunos viejos se llevaban las yucas en los bolsillos, y algunos otros que deseaban pagar por el servicio exigían un trato profesional de fonda pública. Fuad, que era joven, alzaba la destartalada escoba de paja y castigaba, más con ruido que con golpe, a todos ellos, y explicaba que lo suyo era simple caridad humana y no una escuela donde aprender a ser malagradecidos.
El lugar se convirtió en feria a cargo de las mujeres que viajaron del frío. Ya en media guerra costaba esfuerzo encontrar la puerta de los árabes con corazón de oro. Las comerciantes de Los Andes instalaron sus puestos de papas de colores desde la esquina misma de la calle y rebasaron la casa, y las que llegaron de los valles se instalaron al frente con su maíz morado y amarillo de granos grandes como dientes y verduras que parecían acabadas de nacer. Las mujeres de las fronteras altiplánicas vendían ropa que ya por ese entonces era china, y chucherías de contrabando que no le importaban a nadie. Los mismos dueños de casa se perdían en sus retornos y caminaban hasta la loma del pueblo buscando su puerta, y tuvieron que dejar amarrado un perro furioso para que no les tapiaran el ingreso con tanta baratija inútil y colgante.
En los días de la carnicería de Nanawa, cuando un soldado alemán, veterano de la primera guerra mundial, comandaba el ejército de abarcas de los bolivianos directo al muere, un estudioso inglés les tocó la puerta. Iba a dar vueltas por toda la provincia, si las autoridades así se lo permitían, con el afán de hallar a la mariposa de alas azules y jaspes negros, con cuerpo de abeja reina, que antes de morir se convertía en luciérnaga y alumbraba el camino lúgubre de la desolación. Un verdadero caso extraño que llamaba la atención de los científicos. Vivía entre los matorrales espinosos y torcidos del Chaco, y no emigraba nunca porque no le alcanzaba la brevedad de su vida para ello.
Se llamaba Tom Townsend, pero los amigos terminaron diciéndole Yacaré Valija por su afición a cazar lagartos en los ríos de agua turbia y de confeccionar maletas con su cuero fino. Se quedó a vivir en la casa desde el instante mismo que tocó la puerta. Se le instaló una cama improvisada de madera, cubriendo las raíces del algarrobo, en el cuarto que servía para los cachivaches, y se lo atendió con el café negro y almuerzo completo como si se tratara del jeque de una tienda de árabes en el desierto.
El hombre salía de casa cubriendo su rostro blanco y pecoso con un sombrero de tela que se le chorreaba por la nariz. Se vestía de camisa llena de bolsillos y un pantalón corto que exhibía sus rodillas redondas y blandas al ataque inmisericorde de los zancudos. Llevaba una red sostenida por un palo, una bolsa con cuaderno y lápiz y un diccionario, porque hablaba más de treinta idiomas (de los creados por Adán), más algunos dialectos nativos de los guaranís que apenas servían para nombrar las cosas de este mundo, y la cabeza se le confundía con tanta palabra suelta que le quedaba de largas y provechosas conversaciones con científicos como él.
Fuad y Emma se acostumbraron a su presencia y a veces entraban en pánico porque no volvía en días de su sabia excursión. La guerra avanzaba con entusiasmo hacia la desvalida Bolivia y la gente pensaba que cualquier rato se daría de bruces con los paraguayos al abrir la puerta de su casa. Pero el hombre llegaba con un cargamento de mariposas de colores y las miraba con su lupa hasta saturar sus propios ojos, y las devolvía libres al cielo de ilusión porque ninguna de ellas era la que él buscaba. Al día siguiente salía al monte con la misma determinación.
Un día terminó la guerra en el salón amariconado de la Casa Rosada en la Argentina. Los hombres de gobierno de ambos países discutieron toda la mentira que se debía contar al mundo para esconder tanta miseria triste, y hasta se dividieron en partes iguales los muertos para que no hubiera ni ganador ni vencedor. Los soldados volvieron a sus confines de donde nadie debió salir nunca y el silencio denso del monte agujereado volvió a reinar en el instante. Ese mismo día desapareció el huésped de las mariposas sin decir ni siquiera adiós.
Mientras la vida se reconstituía con morosidad, los civiles y militares se pusieron a buscar a los culpables de su propia derrota en los escritorios y trincheras. Una patrulla, armada hasta los dientes, ingresó a la casa de los árabes pateando la puerta. El oficial a cargo (un hombrecito de bigote tan delgado que se escondía debajo la uña del meñique), con cara desfigurada y rabiosa, le increpó a Fuad que había cobijado un espía enemigo. Más de un año conviviendo con un hombre peligroso. Su nombre verdadero apenas era Carlos Villagra Marsal, natural de Luque, oficial de inteligencia, con un alto grado, y tenía por maña confundir a hombres y mujeres con la belleza de sus ojos verdes y la facilidad extraordinaria de su habla.
Fuad Gamarra fue llevado a la insólita ciudad de La Paz enmanillado y sin abrigo. Viajó en un camioncito de la guerra, parecido a un juguete con cuerda, con el ánimo apesadumbrado. A su paso vio las montañas azules con el pico perdido entre las nubes, y a los pastores de llamas, y escuchó la música del viento que servía para irrumpir en el silencio enloquecedor del altiplano.
Lo encerraron en una celda fría de cuartel y durante más de un año le preguntaron lo mismo. Cuando fue puesto en libertad, sus huesos crujían de secos, su piel se había vuelto transparente y llevaba la barba blanca como un copo de nieve.
Los primeros pasos los dio apoyado en un palo de pino que le regaló un soldado aymara de buen corazón que hizo de cancerbero.
Su gran mujer lo había esperado, sentada en la puerta, llorando en silencio el año entero.
La yerba del monte fue cubriendo, escrupulosamente, a los muertos y sus balas. Los árboles quebrados buscaron la forma inaudita para ponerse en pie. Nuevamente se escuchó la música de las cigarras y de los sapos, y los loros chocleros se echaron a los cielos con la elocuencia de su ánimo de victoria. Las periódicas primaveras en paz, siempre cálidas y fértiles hasta el delirio, forjaron el milagro único de que las coloridas flores brotaran aún de aquellos tallos pisoteados por las botas, y pronto el Chaco se olvidó de la pasada muerte violenta.
El pueblo volvió a organizarse. Las mujeres de las alturas cargaron a sus hijos en las espaldas, también sus trastos, y se fueron persiguiendo a sus soldados a sus remotos lugares de origen. Las mujeres de los valles también hicieron lo mismo, pero por suaves sendas de ríos coronados de piedras tan grandes como huevos prehistóricos. Las pocas calles se vieron súbitamente libres de gente y de ruido, y algunos vecinos se animaron a sacar sus sillas para tomar el fresco y ponerse a conversar sobre tantas novedades ocurridas durante el holocausto.
Fuad Gamarra cruzó la frontera de la Argentina en busca de ayuda de algún familiar. Llegó hasta Salta, donde el menor de sus hermanos. Al cabo de cierto tiempo, retomó al Chaco arreando mulas cargadas de telas hechas en telares clandestinos con marcas europeas. Abrió una tienda en su casa y supo de su destino de fortuna.
Una mañana próspera de ventas se le presentó un señor simpático de ojos verdes que le ofreció, mordiendo las palabras, un producto insólito que daría vuelta la realidad de la cocina como si fuera un panqueque: el anafre. De inmediato hizo una demostración sobre el mostrador. Lo cargó apenas de un líquido rosado, lo bombeó con un artefacto de miniatura y provocó el fuego ordenado y azul en su cresta ancha con la ayuda de un mechero. Sin más, puso a hervir una caldera para cebar el mate de las primeras horas y mientras tanto le dio a la conversa de los negocios inverosímiles.
Fuad Gamarra volvió a amasar una fortuna con el objeto. Vendió por centenares a la gente del pueblo, a los matacos que pescaban a manotazos el sábalo con el agua del río Pilcomayo en su cintura, a los chiriguanos que no cesaban de flechar en su destino de nómades, a los tobas extraviados y tristes que deambulaban por el monte buscando el sendero de retomo a su paraíso, a los weenhayek, que escondieron su lengua a los conquistadores y republicanos, y no le quedó uno sólo ni para muestra. El anafre removió la realidad de leña del pueblo y el vasto territorio, aproximándola a la de las grandes capitales americanas.
Unos años después, otro hombre de ojos verdes se aproximó a Fuad. Él caminaba por el mundo sin cesar y tenía todos los idiomas mezclados en un amasijo curioso que provocaba la risa de las señoras. El sentido múltiple de sus frases se prestaba a expectativas graciosas que desembocaban luego en finales lógicos. Daba gusto escucharlo y verlo. Tenía una calvicie ancha que arrancaba en las cejas, despoblaba de raíz el cráneo y se perdía rápido por su espalda, dejando una pelusa crespa montada sobre sus orejas. Era un tanto pequeño, y rechoncho, y no se había fatigado nunca en las dos veces y media que le dio la vuelta a los cinco continentes y sus tantos mares.
El hombre ofrecía a la venta el juego del monopolio. Era imposible vivir los tiempos actuales sin un criterio de negocios, y el juego iniciaba a las gentes en el trato difícil con la banca. En cualquier momento sucedería que el dinero iría a sustituir definitivamente al trueque y era importante estar ya preparado. Por eso él divulgaba este juego y sus ventajas, como un aporte a la humanidad menos desarrollada, para que no se dejara sorprender con el inatajable progreso.
El pueblo siguió curando sus heridas de la guerra e inauguró, sobre la loma, un cementerio. Fuad Gamarra había consolidado su negocio como un surtido bazar persa. La venta de las telas argentinas con marcas europeas y asiáticas siguió siendo lo más próspero, pero las visitas de los vendedores ambulantes, que traían las novedades del remoto mundo, le llenaron todos los mostradores. Los objetos muy útiles y prácticos, y las curiosidades y los otros que no podían servir jamás en esta vida, se amontonaron en el cuarto que daba a la calle para la observación feliz de la gente.
El cementerio se estrenó con don Paulino Garay, un veterano ilustre de la guerra del Chaco. Él había prestado armas, junto a sus paisanos, en el regimiento Castrillo, compuesto de nativos y conocedores del monte. Pero el desorden de las batallas diezmó a la tropa y la dispersó por los confines y bosques vírgenes más allá del río Parapetí. El joven Paulino Garay, perdido en esos laberintos verdes y hambrientos, deambuló tres años más, después de firmada la paz, buscando a su gente y el camino de vuelta a su pueblo, y no lo halló. Cuando su triste familia y amigos lo daban por muerto, hizo su aparición de la mano de un hombre de ojos verdes que lo condujo hasta la puerta de su casa. La gente los vio aparecer por el camino del río en medio del asombro. Un señor muy bien vestido, con la mirada transparente y todo el cuerpo firme, conducía con cuidado un simple despojo humano, con los ojos cegados por el sol inmisericorde, el cuerpecito enclenque y apenas con jirones del uniforme de antaño, que caminaba descalzo en la tierra ardiente. Era Paulino Garay, muchos años después, salvado de la mismísima muerte.
A su entierro asistió todo el pueblo. El cortejo fúnebre inició su triste marcha por las calles arenosas repleta de sapos ocultos, con el viejo párroco italiano por delante. Sus compañeros de armas iban recordándolo en cada una de sus aventuras y batallas, y las mujeres lo lloraban. Al pie de su fosa, justo cuando los peones se aprestaban a descenderlo ayudados de sogas, el hombre de ojos verdes levantó una mano y leyó un poema en el castellano más destilado que jamás se oyó. La multitud lo escuchó y encontró súbito alivio, y vio con ojos renovados la primera palada de tierra suelta que cayó sobre el féretro.
Años después, a nadie extrañó la presencia simpática de un hombre de ojos verdes y tez pálida en el velatorio de Fuad Gamarra. Estaba sentado en un rincón de la sala atiborrada de deudos y flores, sin molestar a nadie, escribiendo notas sobre un papel con un lápiz tenue y un borrador. Emma Fayad le convidó un fresco vaso de durazno hervido del lugar y se le quedó mirando a los ojos apenas por un momento. El señor se lo agradeció. Unas pocas horas más tarde, la misma Emma lo invitó a sentarse en la mesa para servirse una densa sopa de cangrejos de río, y volvió a mirarlo con atención mientras lo buscaba en su memoria fatigada. A media tarde, apenas antes de dirigirse al cementerio, le invitó una taza de café fuerte, como le gustaba a su Fuad, y el señor le sonrió agradecido y le mostró una caja pequeña, de tapa transparente y fondo de algodón.
Ella no entendió lo que vio, porque pensaba que tenía la impresión y hasta la certeza de haberlo visto muchas veces durante su vida y se lamentó de que su memoria tuviera un límite corto. No obstante, lo siguió atenta con los mismos ojos de su llanto quebrado y cuando recordaba que debía seguir viviendo. El señor le correspondía con la sonrisa más generosa y amable de estos tiempos y guardaba compostura de congoja frente al féretro.

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Casi al atardecer, salió el cortejo fúnebre anunciado por las mujeres que lloraban a pedido. El párroco del pueblo seguía siendo aquél viejito que un día lejano llegó montado sobre su mula, impregnado de latín y cubierto de polvo del camino, y nunca más se fue. Llevaba un aparatito de juguete, comprado al nutrido bazar de Fuad Gamarra, con una cadena de plata, con el que feliz salpicaba de agua a la gente que doblaba la cabeza a su paso. La viuda iba después, cubierto el rostro por un encaje negro que su marido no había podido vender. Y más atrás, los amigos y el vecindario. El anciano de los ojos verdes caminó muy cerca al féretro mirando el atardecer del cielo de primavera en flor.
La gente rezó con nítida convicción durante la misa del párroco, y se puso a llorar cuando la viuda sufrió un desvanecimiento y cayó de rodillas. Los peones aguardaron un momento antes de comenzar a soltar la tierra del color del fuego, y sólo lo hicieron cuando toda la humanidad se recompuso y cobró el vigor suficiente para enterrar a un hombre.
Entonces el señor de los ojos verdes dio un paso adelante y captó con creces la atención de la gente. Sacó de su bolsillo profundo, con sumo amor y cuidado, una coqueta cajita de tapa transparente y fondo de algodón, y la abrió mostrándosela a la viuda, sonriendo con mucha paz, y no hubo nadie que no viera volar libre una mariposa azul, con jaspes negros y cuerpo de abeja reina, que bien pronto se convirtió en luciérnaga y alumbró con brío la noche de desolación que ya se veía venir.

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