Capítulo XXII El Gobierno de Andrés de Santa Cruz (Primera parte)
Se sabe que Antonio José de Sucre no le tenía ninguna simpatía al general Andrés de Santa Cruz. Decía de él que era “traidor por carácter y por inclinaciones”. Esta opinión no impidió que, al mismo tiempo, reconociera que el altoperuano era ambicioso, inteligente y emprendedor, con...



Se sabe que Antonio José de Sucre no le tenía ninguna simpatía al general Andrés de Santa Cruz. Decía de él que era “traidor por carácter y por inclinaciones”. Esta opinión no impidió que, al mismo tiempo, reconociera que el altoperuano era ambicioso, inteligente y emprendedor, con mucho de intrigante y, qué duda cabía, un formidable organizador que podía llegar a las alturas de un estadista. Mezcla ésa de defectos y virtudes que el mismo Bolívar avizoró, confiando más en las segundas, pues no por nada lo había elegido como su sucesor en el gobierno del Perú (1826-27); y por ello también lo propuso como vicepresidente del Mariscal Sucre, previa elección constitucional.
Los detractores y los críticos que se ocuparon del actuar político de Santa Cruz en su tiempo, de manera casi injuriosa de parte de los peruanos, argentinos y chilenos, resaltaron con tintes poco menos que tenebrosos la fase fría de su temperamento, así como su avaricia. Pero no pudieron dejar de admirar su fuerza de carácter: esa tozudez que sujetaba a la razón misma. Sus colaboradores se sentían molestos y acoquinados con su parquedad emocional y su maniática dedicación a los detalles más nimios de su trabajo. Y les aterrorizaba su mirada penetrante que, decían, helaba el alma. Sin embargo, hay testimonios que, sobre todo al final de sus días como Protector de la Confederación Perú- Boliviana, caía en sorpresivas depresiones y en inexplicables indecisiones lindantes con una invencible desidia; como se lo comprobó en su todavía misteriosa actitud en Paucarpata.
Entre los vituperios y exageraciones de la pasión política que, en muchos, se confundía con la envidia imponente, caso patente el de Casimiro Olañeta, por ejemplo; y excluyendo los interesados panegíricos que encantaban a su vanidad, para entender esa rica, fascinante personalidad, se debe tomar con pinzas los excesos con los que sus censores y admiradores se refieren al Mariscal de Zepita. A más de tener muy en cuenta que adentro de su alma vivió un ser tierno y, acaso, tímido, que ocultaba su sensibilidad a fin de no entorpecer los objetivos a los que nunca renunció: una concepción exacerbada del servicio público en función de un ideal poco o nada comprendido en sus alcances. A ese ideal Andrés de Santa Cruz, como lo había hecho otro soñador e implacable amo de sus obsesiones: Simón Bolívar, le ofrendó sus capacidades, que eran muchas, su inteligencia extraordinaria y su vida misma.
La impasible y gélida Historia nos dejó una sola certeza: ese altoperuano tenaz en cuyas venas corría la febril sangre de sus abuelos conquistadores; y ese medio quechua, heredero de los soberbios incas, fue el hombre que su tiempo y nuestro país exigían. ¿Qué otro sudamericano habría realizado con tan descarnada pasión y con tal inusual inteligencia todo lo alcanzado por él?.
Tal vez los tarijeños de aquellos tiempos debieron ser los que más comprendían al hombre, al estadista y a su sueño. Y por eso el Mariscal de Zepita siempre demostró sin reticencias su afecto y hasta su admiración por nuestras gentes. Lo cual explica, asimismo, que fuera uno de los muy pocos presidentes bolivianos del siglo XIX que se preocupó por nuestros problemas como ciudadanos de Bolivia; y lo hizo con sincero respeto a esa condición.
A pesar de ser harto conocidos sus actos de gobernante, los increíbles logros suyos en la administración y organización de la institución boliviana, así como la creación y mantenimiento de la desgraciadamente corta existencia de su obra mayor: La Confederación Perú-Boliviana que, precisamente, pudo llevar a cabo en base a lo realizado en los órdenes económico, jurídico y político que sustentaron la cierta estabilidad sin discordancias graves de las relaciones sociales, el fortalecimiento del ejército nacional y, finalmente, sus nada comunes dotes diplomáticas, valorando objetivamente esos aciertos suyos, no podemos dejar de examinar algunos aspectos de esa tarea, ya que ellos gravitaron en la vida de Tarija.
Comenzaremos por algo que, en nuestro criterio, no ha sido tomado en cuenta, cuando no soslayado: ¿Por qué Andrés de Santa Cruz consiguió que la administración estatal funcionara como un verdadero engranaje? Los trastrocamientos de la guerra emancipatoria que desarticularon la economía y el orden en el Alto Perú, de 1810a 1816, incidió en el desorden y hasta en la indiferencia de la burocracia del nuevo Estado, pues no era sino una manifestación de la incoherencia y la debilidad política de la nueva República.
El Mariscal Sucre trató de dar fin con ese estado de cosas; pero su política liberal o sus empeños para hacer comprensibles y aceptables los postulados liberales, chocaron con la estolidez criolla-feudal; quizá por las naturales reacciones a los voluntarismos ideológicos de algunos de sus colaboradores, decididos a cambiarlo todo a raja tabla o destruyendo sea como sea el anterior orden. Porque no hay que negar que varios de sus ministros se dieron a desenfrenos que no eran no sólo inadmisibles para la Curia, sino para la mayoría de los ciudadanos. La derogación justiciera de los diezmos eclesiásticos y la confiscación de algunos bienes de la Iglesia (incautación simple y llana y hasta brutal de conventos y sus riquezas y expropiación de otras propiedades urbanas y rurales), le permitieron a Sucre contar con ingresos de no poca monta: sobrepasaban los 8 millones de pesos. Los conventos y otros edificios de la Iglesia que no fueron a parar a las escuelas recién creadas, sino a los cuarteles donde se alojaban los oficiales y las tropas del Ejército de la Gran Colombia; y la disposición ilegal entonces de tener el Estado las potestades de la Corona en el nombramiento de las autoridades y del mismo clero llano de la Iglesia; amén de la ocupación de importantes cargos burocráticos por extranjeros, son algunas de las medidas de tipo jacobino que sirvieron de caldo de cultivo donde se alimentó un nacionalismo pacato, con los enceguecimientos políticos; instigadores ambos de una clara actitud de boicot en los estamentos burocráticos. Tal la herencia que recibió Santa Cruz.
Ante ese cúmulo de actos y circunstancias adversas, ¿cómo procedió el Mariscal de Zepita? Con mano de hierro y remediando, de paso, ciertas injusticias. Los empleados vivían en condiciones de mendicantes, de idéntica forma que los maestros y los soldados del ejército nacional que, en realidad, como tal no existía, aunque contaba con algunos oficiales de la época de la ‘emancipación y uno que otro criollo ex-realista. Como a otros organismos, el presidente Santa Cruz les dio un Tribunal Militar y severas disposiciones disciplinarias, y, desde luego, mejores pagas; porque ese ejército debía de ser uno de los pilares de la conducta ética necesaria para cohesionar a los integrantes de ese cuerpo en la consecución de una superior misión. En verdad, los oficiales que no hacía mucho combatieran por otro ideal algo incierto: la independencia de la opresión política española, se dieron cuenta que si bien ese sueño había terminado en obscuras realidades, ahora se les ponía en frente tareas más concretas y benéficas; pues a ellos se les encargó, con el poder de sus armas, edificar los cimientos de una patria y de un Estado que ya nada debían a las abstracciones de los doctores charquenses. O, al menos, las prédicas y los cuidados de Santa Cruz por esos soldados así lo hacían entender.
Una vez que el Mariscal de Zepita dejó Bolivia para asumir el Protectorado de la Confederación por él creada, vio con una simplona amargura, que la consecuencia de esa ambición suya había costado demasiados sacrificios a Bolivia; porque él era “más peruanista que boliviano”, a más de otras razones esgrimidas por los patriotas a ultranza. Los que así pensaban, no sin una cierta objetividad, no eran sino los que, por intereses políticos e individuales mediatizadores, de una u otra forma contribuyeron a esa empresa. Los oficiales y soldados de Santa Cruz, en cambio, sabían muy bien que la gloria prometida no podía conseguirse sin inmolaciones humanas y sin la abnegación ofrecida a quien se convirtiera poco menos que en un dios para ellos. Si emprendieron con fanatismo y con innegable coraje las campañas guerreras del Mariscal, no lo hicieron como si fueran a una expedición a las ruinas incaicas del Perú.
Con iguales pensamientos y designios, los oficiales y soldados tarijeños combatieron en aquellas campañas crucistas; y no es exagerado decir que su contribución en ellas fue decisiva en muchos combates y batallas, planificadas y dirigidas por Santa Cruz.
Anotemos algo más a la delimitación razonada de las críticas a la gestión administrativa del Mariscal Santa Cruz; pues ellas conciernen también a Tarija. Los historiadores y, en especial los sociólogos-politólogos, censuran con acerbas objeciones sus disposiciones y decretos referentes a las relaciones sociales y económicas, con los métodos de valorización, o desvalorización ideológica, más bien, porque se reducen a “lo que debió hacerse o “no debía haber sido hecho”; esto es, de acuerdo a premisas conceptuales claramente a-históricas que analizan los hechos del pasado con las miras ideales del presente. Esos “análisis” jamás examinan esos hechos considerándolos dentro de su específico marco temporal histórico. Parece ser que no acaban de comprender que las obras de quienes los dirigieron estaban condicionadas, incluso sus ideales direcciones, por los derroteros del pasado; condicionadas en el sentido de la imposibilidad de rehuirlos, ya que su forma ineludible no podía realizarse sino es partiendo de sus peculiaridades precisamente históricas. Toda reforma histórica se moviliza sólo si se sabe exactamente qué es posible reformar en determinado tiempo y conociendo cuáles son las cosas inmutables de “ese” tiempo.
Veamos un ejemplo. Se acusa a Santa Cruz de haber sido un liberal anacrónico; una mezcla de reaccionario conservador y de tibio liberal. Los que así lo caracterizan lamentan (lamentar es decir poco, condenar sería más acorde con el pensamiento de tales críticos), y se rasgan las vestiduras por que no procediera como un “liberal revolucionario”; habrían deseado que fuera un reformador radical, algo así como una especie de Castelli en todos sus actos, dado el poder que ejerció a discreción; sin precisar, pero, que tal poder provenía ¿de quiénes? ¿se lo habían dado acaso los campesinos o los indios de los ayllus? O, tal vez, ¿ese poder le había sido concedido o delegado por los artesanos y comerciantes mestizos? Es ocioso ahora precisar que Santa Cruz no fue, ni quiso serlo, un revolucionario socialista. Es más, tampoco podía serlo en el país o en los países que gobernó. De haberlo intentado, desde cualquier punto de vista que se examine su actuar, no habría logrado ni siquiera reorganizar la burocracia y, menos, imponer un elemental orden en la casa que regentaba. Al respecto, es claro que no cabía en su mente ser un puro idealista, manejado por otros vagos soñadores, como lo fue Sucre. Tenía muy a la vista a qué nos habían conducido las altruistas ilusiones de éste y de aquéllos.
Y, entonces, ¿la Confederación por él instrumentada no fue también un sueño o un obcecado voluntarismo suyo? Creemos, y la Historia nos lo documenta suficientemente, que esa obra se llevó a cabo procediendo con la máxima objetividad, con la atención menos idealizante a las realidades que tenía al frente; con una lúcida mirada política a las circunstancias favorables para su ejecución; analizando, en suma, las condiciones estrictamente temporales y sus posibles desarrollos. Es decir, como un estadista -y Gran Estadista de su época, que lo fue-, Santa Cruz prefiguró esos desarrollos y los dirigió a sus específicas finalidades temporales, con los instrumentos que el poder o los poderes conseguidos le permitieron hacerlo. Digámoslo una vez más: La Confederación tenía que ser en ese preciso momento histórico algo tangible que se fundamentó en poderes también tangibles: económicos y políticos. Y éstos, entiéndase bien, no permitían ninguna reforma ni revolución socialista, como desearían que hubiese sido las mentes alienadas de sus críticos actuales.
Nada más vano, fue, que imputar de “reaccionaria” o inocultablemente “exploradora” la política social y económica de Santa Cruz. Heredó un orden, mejor sería decir un desorden; una situación sino de caos, sí de incoherencias retardatarias: un desarreglo de las finanzas estables, que se extendía a la tímida economía financiera privada incapaz de dirigir por sí sola la producción minera, el trabajo artesanal y las relaciones comerciales; es decir, un desbarajuste del orden precedente. Los caudales de la Iglesia incautados por Sucre, destinados algunos a escuelas que no funcionaron como debían, pronto se esfumaron. Y las propiedades de la Curia no pudieron ser ventajosamente vendidas, por lo que fueron arrendadas; y el Estado, además corrió con el pago de los sueldos de los eclesiásticos.
Según Herbert S. Klein, que ha expuesto y analizado con mayor claridad -pero con lamentable prosa- los procesos económicos y sociales de la historia boliviana, Andrés de Santa Cruz más que un liberal fue un acérrimo partidario del mercantilismo proteccionista. Como tal impuso aranceles a la importación; cosa ésta que en su administración fue algo acertada, porque alentó el crecimiento artesanal e industrial, éste de poca importancia por entonces. Incentivó el comercio por el puerto de Cobija (que Bolívar logró para Bolivia de la Argentina, como se recordará), construyendo una carretera desde allí a Potosí; y en ese puerto intensificó lo que a fines del virreinato ya funcionaba para mayor beneficio de Salta. Y, luego, ya en los breves años de la Confederación, impulsó todo el comercio y la recaudación de impuestos por Arica. Sin embargo, superó el proteccionismo cuando, para levantar la decaída producción minera, redujo los impuestos a los minerales de exportación, previa reorganización de las aduanas, incrementando también los créditos públicos. Y aun así los ingresos de las exportaciones no fueron suficientes para solventar los gastos estables. En lo que toca a Tarija, se vio algo favorecida por el comercio de textiles, en una medida no superior a la del año 1810.
Y aquí viene lo que corrobora nuestra opinión sobre el verdadero poder económico con que contó el Mariscal Santa Cruz. Se recordará que, desde los finales años del orden virreinal, se produjo una especie de revolución en las zonas rurales con la acumulación de las propiedades por parte de los mestizos ricos, la mayoría contrabandistas, que trajo consigo un importante incremento poblacional. El presidente Santa Cruz se dio cuenta de las ventajas del Estado boliviano que había ejercido para sí todo el antiguo poder. Por eso aumentó y regularizó el cobro de los tributos de los ayllus y de las propiedades agrícolas, controlándolas con un censo, como lo hicieran las autoridades virreinales. Y desde entonces todos los gobiernos sucesivos continuaron con esa política, a veces en demasía exaccionista.
Así es que los sacrificios que exigió Santa Cruz para destinar sus frutos a las campañas de la Confederación, se volcaron sobre las espaldas de las comunidades o ayllus altiplánicos y en las de los campesinos de los valles. La tributación rural, no se debe olvidar, también sostenía a los doctores criollos de las ciudades que, paulatinamente, se apoderaron de las haciendas de los españoles y de los otros criollos empobrecidos; y de esa forma se conformó la clase terrateniente republicana. En Tarija no hubo tales cambios, porque los terratenientes nunca sufrieron ni en sus condiciones sociales ni en sus privilegios, por la sencilla razón de ser, en su mayoría, tan labradores y sacrificados trabajadores como sus arrendatarios, debido a la situación en que había quedado terminada la lucha emancipadora. El feudalismo paternalista, pues, se mantuvo sin protesta alguna.
Finalmente, el Mariscal Santa Cruz tuvo el acierto de instaurar una sólida institucionalidad republicana; resquebrajada o deteriorada cuando dejó el poder. Encargó la redacción y recopilación de las leyes que regían la existencia social, política y económica del país; y para esto contó con prestigiosos juristas, como Pantaleón Dalence, Loza, Sánchez de Velasco, y otros más. Los códigos, civil, penal, de procedimientos y mercantil, se aprobaron en 1831, y el de la minería en 1834. Y por ellos Bolivia fue la primera nación sudamericana con esas reglamentaciones jurídicas que tuvieron como modelos a los famosos códigos napoleónicos; inspiración esa que también se evidenciaba en casi todas las actividades culturales y sociales de la República.
La formalidad republicana, pronto se dejó de lado, y Santa Cruz consiguió, con el beneplácito de los estamentos dirigentes y sus representantes en el Parlamento, y con el de los mismos comerciantes y artesanos mestizos, inclusive
con el apoyo de algunos curacas que lo tenían como la reencarnación de los antiguos incas; con toda esa adhesión, el presidente Santa Cruz obtuvo poderes prácticamente dictatoriales; y de tal manera ellos se extendieron a la censura de la prensa. Pero, como lo hace notar H. S. Klein, fue a veces demasiado tolerante con la oposición política. La verdad es que reinó por algún tiempo una real paz imperial romana, que trajo muchos provechos para la nación. En Tarija, quizá más que ninguna otra región del país, Santa Cruz tuvo a su favor una casi absoluta y jamás discutida adhesión, manifestada, por ejemplo, en la contribución de sus más prestigiosos militares que con tanto desinterés y ardor le siguieron en la concreción de sus planes.
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TARIJA ELEVADA A DEPARTAMENTO
La decisión del Congreso de 1828 para que Andrés de Santa Cruz se hiciera cargo de la presidencia de la República, tenía un origen de no muy clara legalidad que podría ocasionar disensiones funestas que el mismo Mariscal advirtió, o que su puntillismo formalista le indicó. La Asamblea, en efecto, había anulado la elección que lo acreditó como presidente, ante el inmediato peligro de una onerosa invasión de las tropas peruanas mandadas por Agustín Gamarra; y, en cambio a fin de evitarla, le entregó la presidencia al general Pedro Blanco. Recién a la muerte de éste, y habiendo sido llamado el general Velasco para que ocupara su anterior cargo electivo de vicepresidente, se examinó la prelación que le correspondía al general Santa Cruz. Cuando éste tenía dirigido al país por cerca de dos años, convocó a otra Asamblea Constituyente. Instaladas sus sesiones, el Mariscal presentó un detallado informe de sus actos administrativos, y en seguida fue designado Presidente Constitucional con todas las de la ley. En ese cónclave se aprobaron también los códigos que él había encomendado redactar y, seguidamente, la segunda Carta Magna del Estado boliviano.
En la Constitución sancionada por Santa Cruz, tuvo mucho cuidado de señalar que “la Provincia de Tarija está comprendida en el territorio boliviano”; ya que en la Asamblea de 1826, y también en la de 1828, sólo se procedió a reconocer a los diputados del Distrito de Tarija, y nada más. En la Asamblea de 1831, pues, con la expresa venia del Presidente, se revisó el proyecto antes rechazado de los diputados Trigo, Hevia y Baca y Mendieta. El 22 de septiembre se insertó en él algunas modificaciones y se lo aprobó. Es así que, por Ley de la República, del 24 del mismo mes, se eleva a Tarija a la categoría de Departamento. Los artículos de dicha ley hacen constar lo siguiente: “Art. Io. Se erige la Provincia de Tarija en Departamento. Art. 2o. Para la dotación de todos los empleos y establecimientos necesarios, se autoriza al Gobierno para que presente en la próxima legislatura los datos más convenientes. Art. 3o. El artículo primero no tendrá efecto hasta que las Cámaras con vista de los datos que se exigen por el Artículo segundo arreglen las rentas, provincias y todo lo conveniente al Departamento”. Firmaron esa Ley el Presidente Andrés de Santa Cruz y el Ministro del Interior Manuel José de Asim.
No obstante esa decisión, los pacientes y nada chicaneros diputados tarijeños, al contrario de los demás representantes del país, tendrían que esperar se corrija otra anomalía constitucional: ¡el 24 de octubre de 1834, en la nueva Constitución promulgada por el propio Mariscal Santa Cruz, en su art.3°, se hace figurar a Tarija como “Provincia”! Curioso olvido el de Don Andrés de Santa Cruz, tan meticuloso él en sus decisiones gubernativas. Y asimismo sorprende el silencio con el cual los dirigentes tarijeños soportaron esa nada grata omisión.
Los detractores y los críticos que se ocuparon del actuar político de Santa Cruz en su tiempo, de manera casi injuriosa de parte de los peruanos, argentinos y chilenos, resaltaron con tintes poco menos que tenebrosos la fase fría de su temperamento, así como su avaricia. Pero no pudieron dejar de admirar su fuerza de carácter: esa tozudez que sujetaba a la razón misma. Sus colaboradores se sentían molestos y acoquinados con su parquedad emocional y su maniática dedicación a los detalles más nimios de su trabajo. Y les aterrorizaba su mirada penetrante que, decían, helaba el alma. Sin embargo, hay testimonios que, sobre todo al final de sus días como Protector de la Confederación Perú- Boliviana, caía en sorpresivas depresiones y en inexplicables indecisiones lindantes con una invencible desidia; como se lo comprobó en su todavía misteriosa actitud en Paucarpata.
Entre los vituperios y exageraciones de la pasión política que, en muchos, se confundía con la envidia imponente, caso patente el de Casimiro Olañeta, por ejemplo; y excluyendo los interesados panegíricos que encantaban a su vanidad, para entender esa rica, fascinante personalidad, se debe tomar con pinzas los excesos con los que sus censores y admiradores se refieren al Mariscal de Zepita. A más de tener muy en cuenta que adentro de su alma vivió un ser tierno y, acaso, tímido, que ocultaba su sensibilidad a fin de no entorpecer los objetivos a los que nunca renunció: una concepción exacerbada del servicio público en función de un ideal poco o nada comprendido en sus alcances. A ese ideal Andrés de Santa Cruz, como lo había hecho otro soñador e implacable amo de sus obsesiones: Simón Bolívar, le ofrendó sus capacidades, que eran muchas, su inteligencia extraordinaria y su vida misma.
La impasible y gélida Historia nos dejó una sola certeza: ese altoperuano tenaz en cuyas venas corría la febril sangre de sus abuelos conquistadores; y ese medio quechua, heredero de los soberbios incas, fue el hombre que su tiempo y nuestro país exigían. ¿Qué otro sudamericano habría realizado con tan descarnada pasión y con tal inusual inteligencia todo lo alcanzado por él?.
Tal vez los tarijeños de aquellos tiempos debieron ser los que más comprendían al hombre, al estadista y a su sueño. Y por eso el Mariscal de Zepita siempre demostró sin reticencias su afecto y hasta su admiración por nuestras gentes. Lo cual explica, asimismo, que fuera uno de los muy pocos presidentes bolivianos del siglo XIX que se preocupó por nuestros problemas como ciudadanos de Bolivia; y lo hizo con sincero respeto a esa condición.
A pesar de ser harto conocidos sus actos de gobernante, los increíbles logros suyos en la administración y organización de la institución boliviana, así como la creación y mantenimiento de la desgraciadamente corta existencia de su obra mayor: La Confederación Perú-Boliviana que, precisamente, pudo llevar a cabo en base a lo realizado en los órdenes económico, jurídico y político que sustentaron la cierta estabilidad sin discordancias graves de las relaciones sociales, el fortalecimiento del ejército nacional y, finalmente, sus nada comunes dotes diplomáticas, valorando objetivamente esos aciertos suyos, no podemos dejar de examinar algunos aspectos de esa tarea, ya que ellos gravitaron en la vida de Tarija.
Comenzaremos por algo que, en nuestro criterio, no ha sido tomado en cuenta, cuando no soslayado: ¿Por qué Andrés de Santa Cruz consiguió que la administración estatal funcionara como un verdadero engranaje? Los trastrocamientos de la guerra emancipatoria que desarticularon la economía y el orden en el Alto Perú, de 1810a 1816, incidió en el desorden y hasta en la indiferencia de la burocracia del nuevo Estado, pues no era sino una manifestación de la incoherencia y la debilidad política de la nueva República.
El Mariscal Sucre trató de dar fin con ese estado de cosas; pero su política liberal o sus empeños para hacer comprensibles y aceptables los postulados liberales, chocaron con la estolidez criolla-feudal; quizá por las naturales reacciones a los voluntarismos ideológicos de algunos de sus colaboradores, decididos a cambiarlo todo a raja tabla o destruyendo sea como sea el anterior orden. Porque no hay que negar que varios de sus ministros se dieron a desenfrenos que no eran no sólo inadmisibles para la Curia, sino para la mayoría de los ciudadanos. La derogación justiciera de los diezmos eclesiásticos y la confiscación de algunos bienes de la Iglesia (incautación simple y llana y hasta brutal de conventos y sus riquezas y expropiación de otras propiedades urbanas y rurales), le permitieron a Sucre contar con ingresos de no poca monta: sobrepasaban los 8 millones de pesos. Los conventos y otros edificios de la Iglesia que no fueron a parar a las escuelas recién creadas, sino a los cuarteles donde se alojaban los oficiales y las tropas del Ejército de la Gran Colombia; y la disposición ilegal entonces de tener el Estado las potestades de la Corona en el nombramiento de las autoridades y del mismo clero llano de la Iglesia; amén de la ocupación de importantes cargos burocráticos por extranjeros, son algunas de las medidas de tipo jacobino que sirvieron de caldo de cultivo donde se alimentó un nacionalismo pacato, con los enceguecimientos políticos; instigadores ambos de una clara actitud de boicot en los estamentos burocráticos. Tal la herencia que recibió Santa Cruz.
Ante ese cúmulo de actos y circunstancias adversas, ¿cómo procedió el Mariscal de Zepita? Con mano de hierro y remediando, de paso, ciertas injusticias. Los empleados vivían en condiciones de mendicantes, de idéntica forma que los maestros y los soldados del ejército nacional que, en realidad, como tal no existía, aunque contaba con algunos oficiales de la época de la ‘emancipación y uno que otro criollo ex-realista. Como a otros organismos, el presidente Santa Cruz les dio un Tribunal Militar y severas disposiciones disciplinarias, y, desde luego, mejores pagas; porque ese ejército debía de ser uno de los pilares de la conducta ética necesaria para cohesionar a los integrantes de ese cuerpo en la consecución de una superior misión. En verdad, los oficiales que no hacía mucho combatieran por otro ideal algo incierto: la independencia de la opresión política española, se dieron cuenta que si bien ese sueño había terminado en obscuras realidades, ahora se les ponía en frente tareas más concretas y benéficas; pues a ellos se les encargó, con el poder de sus armas, edificar los cimientos de una patria y de un Estado que ya nada debían a las abstracciones de los doctores charquenses. O, al menos, las prédicas y los cuidados de Santa Cruz por esos soldados así lo hacían entender.
Una vez que el Mariscal de Zepita dejó Bolivia para asumir el Protectorado de la Confederación por él creada, vio con una simplona amargura, que la consecuencia de esa ambición suya había costado demasiados sacrificios a Bolivia; porque él era “más peruanista que boliviano”, a más de otras razones esgrimidas por los patriotas a ultranza. Los que así pensaban, no sin una cierta objetividad, no eran sino los que, por intereses políticos e individuales mediatizadores, de una u otra forma contribuyeron a esa empresa. Los oficiales y soldados de Santa Cruz, en cambio, sabían muy bien que la gloria prometida no podía conseguirse sin inmolaciones humanas y sin la abnegación ofrecida a quien se convirtiera poco menos que en un dios para ellos. Si emprendieron con fanatismo y con innegable coraje las campañas guerreras del Mariscal, no lo hicieron como si fueran a una expedición a las ruinas incaicas del Perú.
Con iguales pensamientos y designios, los oficiales y soldados tarijeños combatieron en aquellas campañas crucistas; y no es exagerado decir que su contribución en ellas fue decisiva en muchos combates y batallas, planificadas y dirigidas por Santa Cruz.
Anotemos algo más a la delimitación razonada de las críticas a la gestión administrativa del Mariscal Santa Cruz; pues ellas conciernen también a Tarija. Los historiadores y, en especial los sociólogos-politólogos, censuran con acerbas objeciones sus disposiciones y decretos referentes a las relaciones sociales y económicas, con los métodos de valorización, o desvalorización ideológica, más bien, porque se reducen a “lo que debió hacerse o “no debía haber sido hecho”; esto es, de acuerdo a premisas conceptuales claramente a-históricas que analizan los hechos del pasado con las miras ideales del presente. Esos “análisis” jamás examinan esos hechos considerándolos dentro de su específico marco temporal histórico. Parece ser que no acaban de comprender que las obras de quienes los dirigieron estaban condicionadas, incluso sus ideales direcciones, por los derroteros del pasado; condicionadas en el sentido de la imposibilidad de rehuirlos, ya que su forma ineludible no podía realizarse sino es partiendo de sus peculiaridades precisamente históricas. Toda reforma histórica se moviliza sólo si se sabe exactamente qué es posible reformar en determinado tiempo y conociendo cuáles son las cosas inmutables de “ese” tiempo.
Veamos un ejemplo. Se acusa a Santa Cruz de haber sido un liberal anacrónico; una mezcla de reaccionario conservador y de tibio liberal. Los que así lo caracterizan lamentan (lamentar es decir poco, condenar sería más acorde con el pensamiento de tales críticos), y se rasgan las vestiduras por que no procediera como un “liberal revolucionario”; habrían deseado que fuera un reformador radical, algo así como una especie de Castelli en todos sus actos, dado el poder que ejerció a discreción; sin precisar, pero, que tal poder provenía ¿de quiénes? ¿se lo habían dado acaso los campesinos o los indios de los ayllus? O, tal vez, ¿ese poder le había sido concedido o delegado por los artesanos y comerciantes mestizos? Es ocioso ahora precisar que Santa Cruz no fue, ni quiso serlo, un revolucionario socialista. Es más, tampoco podía serlo en el país o en los países que gobernó. De haberlo intentado, desde cualquier punto de vista que se examine su actuar, no habría logrado ni siquiera reorganizar la burocracia y, menos, imponer un elemental orden en la casa que regentaba. Al respecto, es claro que no cabía en su mente ser un puro idealista, manejado por otros vagos soñadores, como lo fue Sucre. Tenía muy a la vista a qué nos habían conducido las altruistas ilusiones de éste y de aquéllos.
Y, entonces, ¿la Confederación por él instrumentada no fue también un sueño o un obcecado voluntarismo suyo? Creemos, y la Historia nos lo documenta suficientemente, que esa obra se llevó a cabo procediendo con la máxima objetividad, con la atención menos idealizante a las realidades que tenía al frente; con una lúcida mirada política a las circunstancias favorables para su ejecución; analizando, en suma, las condiciones estrictamente temporales y sus posibles desarrollos. Es decir, como un estadista -y Gran Estadista de su época, que lo fue-, Santa Cruz prefiguró esos desarrollos y los dirigió a sus específicas finalidades temporales, con los instrumentos que el poder o los poderes conseguidos le permitieron hacerlo. Digámoslo una vez más: La Confederación tenía que ser en ese preciso momento histórico algo tangible que se fundamentó en poderes también tangibles: económicos y políticos. Y éstos, entiéndase bien, no permitían ninguna reforma ni revolución socialista, como desearían que hubiese sido las mentes alienadas de sus críticos actuales.
Nada más vano, fue, que imputar de “reaccionaria” o inocultablemente “exploradora” la política social y económica de Santa Cruz. Heredó un orden, mejor sería decir un desorden; una situación sino de caos, sí de incoherencias retardatarias: un desarreglo de las finanzas estables, que se extendía a la tímida economía financiera privada incapaz de dirigir por sí sola la producción minera, el trabajo artesanal y las relaciones comerciales; es decir, un desbarajuste del orden precedente. Los caudales de la Iglesia incautados por Sucre, destinados algunos a escuelas que no funcionaron como debían, pronto se esfumaron. Y las propiedades de la Curia no pudieron ser ventajosamente vendidas, por lo que fueron arrendadas; y el Estado, además corrió con el pago de los sueldos de los eclesiásticos.
Según Herbert S. Klein, que ha expuesto y analizado con mayor claridad -pero con lamentable prosa- los procesos económicos y sociales de la historia boliviana, Andrés de Santa Cruz más que un liberal fue un acérrimo partidario del mercantilismo proteccionista. Como tal impuso aranceles a la importación; cosa ésta que en su administración fue algo acertada, porque alentó el crecimiento artesanal e industrial, éste de poca importancia por entonces. Incentivó el comercio por el puerto de Cobija (que Bolívar logró para Bolivia de la Argentina, como se recordará), construyendo una carretera desde allí a Potosí; y en ese puerto intensificó lo que a fines del virreinato ya funcionaba para mayor beneficio de Salta. Y, luego, ya en los breves años de la Confederación, impulsó todo el comercio y la recaudación de impuestos por Arica. Sin embargo, superó el proteccionismo cuando, para levantar la decaída producción minera, redujo los impuestos a los minerales de exportación, previa reorganización de las aduanas, incrementando también los créditos públicos. Y aun así los ingresos de las exportaciones no fueron suficientes para solventar los gastos estables. En lo que toca a Tarija, se vio algo favorecida por el comercio de textiles, en una medida no superior a la del año 1810.
Y aquí viene lo que corrobora nuestra opinión sobre el verdadero poder económico con que contó el Mariscal Santa Cruz. Se recordará que, desde los finales años del orden virreinal, se produjo una especie de revolución en las zonas rurales con la acumulación de las propiedades por parte de los mestizos ricos, la mayoría contrabandistas, que trajo consigo un importante incremento poblacional. El presidente Santa Cruz se dio cuenta de las ventajas del Estado boliviano que había ejercido para sí todo el antiguo poder. Por eso aumentó y regularizó el cobro de los tributos de los ayllus y de las propiedades agrícolas, controlándolas con un censo, como lo hicieran las autoridades virreinales. Y desde entonces todos los gobiernos sucesivos continuaron con esa política, a veces en demasía exaccionista.
Así es que los sacrificios que exigió Santa Cruz para destinar sus frutos a las campañas de la Confederación, se volcaron sobre las espaldas de las comunidades o ayllus altiplánicos y en las de los campesinos de los valles. La tributación rural, no se debe olvidar, también sostenía a los doctores criollos de las ciudades que, paulatinamente, se apoderaron de las haciendas de los españoles y de los otros criollos empobrecidos; y de esa forma se conformó la clase terrateniente republicana. En Tarija no hubo tales cambios, porque los terratenientes nunca sufrieron ni en sus condiciones sociales ni en sus privilegios, por la sencilla razón de ser, en su mayoría, tan labradores y sacrificados trabajadores como sus arrendatarios, debido a la situación en que había quedado terminada la lucha emancipadora. El feudalismo paternalista, pues, se mantuvo sin protesta alguna.
Finalmente, el Mariscal Santa Cruz tuvo el acierto de instaurar una sólida institucionalidad republicana; resquebrajada o deteriorada cuando dejó el poder. Encargó la redacción y recopilación de las leyes que regían la existencia social, política y económica del país; y para esto contó con prestigiosos juristas, como Pantaleón Dalence, Loza, Sánchez de Velasco, y otros más. Los códigos, civil, penal, de procedimientos y mercantil, se aprobaron en 1831, y el de la minería en 1834. Y por ellos Bolivia fue la primera nación sudamericana con esas reglamentaciones jurídicas que tuvieron como modelos a los famosos códigos napoleónicos; inspiración esa que también se evidenciaba en casi todas las actividades culturales y sociales de la República.
La formalidad republicana, pronto se dejó de lado, y Santa Cruz consiguió, con el beneplácito de los estamentos dirigentes y sus representantes en el Parlamento, y con el de los mismos comerciantes y artesanos mestizos, inclusive
con el apoyo de algunos curacas que lo tenían como la reencarnación de los antiguos incas; con toda esa adhesión, el presidente Santa Cruz obtuvo poderes prácticamente dictatoriales; y de tal manera ellos se extendieron a la censura de la prensa. Pero, como lo hace notar H. S. Klein, fue a veces demasiado tolerante con la oposición política. La verdad es que reinó por algún tiempo una real paz imperial romana, que trajo muchos provechos para la nación. En Tarija, quizá más que ninguna otra región del país, Santa Cruz tuvo a su favor una casi absoluta y jamás discutida adhesión, manifestada, por ejemplo, en la contribución de sus más prestigiosos militares que con tanto desinterés y ardor le siguieron en la concreción de sus planes.
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TARIJA ELEVADA A DEPARTAMENTO
La decisión del Congreso de 1828 para que Andrés de Santa Cruz se hiciera cargo de la presidencia de la República, tenía un origen de no muy clara legalidad que podría ocasionar disensiones funestas que el mismo Mariscal advirtió, o que su puntillismo formalista le indicó. La Asamblea, en efecto, había anulado la elección que lo acreditó como presidente, ante el inmediato peligro de una onerosa invasión de las tropas peruanas mandadas por Agustín Gamarra; y, en cambio a fin de evitarla, le entregó la presidencia al general Pedro Blanco. Recién a la muerte de éste, y habiendo sido llamado el general Velasco para que ocupara su anterior cargo electivo de vicepresidente, se examinó la prelación que le correspondía al general Santa Cruz. Cuando éste tenía dirigido al país por cerca de dos años, convocó a otra Asamblea Constituyente. Instaladas sus sesiones, el Mariscal presentó un detallado informe de sus actos administrativos, y en seguida fue designado Presidente Constitucional con todas las de la ley. En ese cónclave se aprobaron también los códigos que él había encomendado redactar y, seguidamente, la segunda Carta Magna del Estado boliviano.
En la Constitución sancionada por Santa Cruz, tuvo mucho cuidado de señalar que “la Provincia de Tarija está comprendida en el territorio boliviano”; ya que en la Asamblea de 1826, y también en la de 1828, sólo se procedió a reconocer a los diputados del Distrito de Tarija, y nada más. En la Asamblea de 1831, pues, con la expresa venia del Presidente, se revisó el proyecto antes rechazado de los diputados Trigo, Hevia y Baca y Mendieta. El 22 de septiembre se insertó en él algunas modificaciones y se lo aprobó. Es así que, por Ley de la República, del 24 del mismo mes, se eleva a Tarija a la categoría de Departamento. Los artículos de dicha ley hacen constar lo siguiente: “Art. Io. Se erige la Provincia de Tarija en Departamento. Art. 2o. Para la dotación de todos los empleos y establecimientos necesarios, se autoriza al Gobierno para que presente en la próxima legislatura los datos más convenientes. Art. 3o. El artículo primero no tendrá efecto hasta que las Cámaras con vista de los datos que se exigen por el Artículo segundo arreglen las rentas, provincias y todo lo conveniente al Departamento”. Firmaron esa Ley el Presidente Andrés de Santa Cruz y el Ministro del Interior Manuel José de Asim.
No obstante esa decisión, los pacientes y nada chicaneros diputados tarijeños, al contrario de los demás representantes del país, tendrían que esperar se corrija otra anomalía constitucional: ¡el 24 de octubre de 1834, en la nueva Constitución promulgada por el propio Mariscal Santa Cruz, en su art.3°, se hace figurar a Tarija como “Provincia”! Curioso olvido el de Don Andrés de Santa Cruz, tan meticuloso él en sus decisiones gubernativas. Y asimismo sorprende el silencio con el cual los dirigentes tarijeños soportaron esa nada grata omisión.