Recuento del tiempo lejano (Tercera parte)
Cursaba el tercer año de colegio cuando mi familia tuvo que trasladarse una vez más a otra ciudad y esta vez fue a Sucre, ciudad netamente estudiantil a la sazón y en la que jóvenes procedentes del interior de la república buscaban nuevas oportunidades para proseguir estudios del ciclo medio...



Cursaba el tercer año de colegio cuando mi familia tuvo que trasladarse una vez más a otra ciudad y esta vez fue a Sucre, ciudad netamente estudiantil a la sazón y en la que jóvenes procedentes del interior de la república buscaban nuevas oportunidades para proseguir estudios del ciclo medio o universitario. Por ello mismo, a fin de año la capital se vaciaba de gente y las calles quedaban desiertas, porque el alumnado se encontraba de vacaciones y viajaba a sus distritos a celebrar en familia los feriados de fin de gestión. Sucre en tal temporada se mostraba aburrida y desolada, motivo por el que los oriundos del lugar salían a propiedades rurales y balnearios cercanos a la ciudad, aprovechando las bondades del clima benigno y el paisaje arbolado y cubierto de senderos de flores multicolores.
Al paso del tiempo desempeñé varios trabajos, porque había que contar con algunos ingresos propios en el bolsillo para pasarla bien, ya que no llovía dinero ni café como dice la letra de una canción: “ojalá llueva café”. Fui boletero en un cine, en el que tenían cabida los amigos que no pagaban y algunas muchachas que también colaban, habiendo sido el administrador un tío mío. Ante mi desorientación a tiempo de salir bachiller y las escasas opciones en la ciudad para elegir la carrera, que no pasaban de cinco o seis, estudié derecho bajo la pretensión –ingenua, por cierto- de poner las cosas en su lugar; la justicia rondaba mi mente cual fantasma que trata de hacer escuchar su voz desde otra latitud, lejana e inaudible a los oídos de los demás humanos que consentían todo. Posteriormente hice una pasantía en juzgados en materia penal.
En esta época estudiantil solía enviar a Radio La Plata artículos sobre temas culturales, bajo el seudónimo de Heber A. Ruiz, que se leían en el informativo del mediodía mediante un parlante abierto hacia la plaza principal, donde se daba cita la gente que abandonaba las oficinas públicas y privadas en asueto de unas horas para almorzar; pero muchos amigos y conocidos, en un medio aún reducido, me alentaban a fin de que siga adelante, ¡yo que pensaba pasar inadvertido…! Algún distinguido catedrático un día me obsequió un volumen de cuentos de Arturo Uslar Pietri, felicitándome por mi labor.
Estudiaba y estudiaba, en calidad de miembro de la facultad de leyes; leía y leía literatura en la biblioteca de la Facultad, y con un carnet de universitario me prestaba libros para internarme en sus páginas una vez llegado a mi domicilio, abriéndome este hábito los ojos al mundo y a la vida en perspectiva antes insospechada. Conocí a tres promotores insignes: Agar Peñaranda, Carlos Castañón Barrientos y Raúl Teixidó, quienes supieron canalizar emociones ajenas merced a sus consejos sobre libros y autores. Esa llama interior de amor y apego a los libros y todo tipo de impresos jamás pudo extinguirse, y será, no cabe duda, hasta expirar el último suspiro, o ya no podré desentenderme ni despegarme nunca, conforme apuntó el escritor tarijeño Omar J. Garay Casal.
Las páginas de un libro, cualquiera sea su contenido, guardan testimonios de la existencia de otros seres, tal vez comunes o singulares bajo cada óptica, pero que trasuntan experiencias de vida y hablan sin pausa y callada elocuencia, de sucesos terrenales que sus pasos trazaron en su temporal estancia para luego hundirse en la tierra y dormir en un camposanto. ¡Cuántas cosas desprenden las almas en su tránsito al más allá…?
Ernst Wiechert exclama: “toda vida es difícil y junto al mundo visible hay otro mundo en el que palpitan dolores más vivos, verdades más profundas, deseos más ardientes: el mundo el libro”. Y hay otra cita de diferente autor que nos place mucho: “El escritor puede dorar sus adjetivos. Hace que sus frases caminen a través de las páginas en blanco como si atravesaran una plaza llena de sol, con la pomposa cadencia de una procesión que avanza sobre alfombras de rosas…” ¿El autor? Nada menos que José María Eça de Queiroz.
Una marcada timidez y mi carácter introvertido limitaban un tanto mis relaciones con las muchachas, atribuyendo esta situación al hecho de no estudiar en un colegio mixto, que en la época no existía en la ciudad, además de no haber tenido hermanas en mi hogar y, por ello mismo, la carencia de trato amplio respecto a las damas. Esta circunstancia no significó que yo no confiara o creyera en la amistad entre un hombre y una mujer. Sálveme Dios, esos nexos son vitales, del día a día y pervivirán por siempre en la cotidianeidad de la especie humana. Sin ellas, las mujeres, la vida sería monótona y no tendríamos con quien alternar, amar, discutir y…disentir. O mirar más allá de nuestras narices.
Al paso del tiempo desempeñé varios trabajos, porque había que contar con algunos ingresos propios en el bolsillo para pasarla bien, ya que no llovía dinero ni café como dice la letra de una canción: “ojalá llueva café”. Fui boletero en un cine, en el que tenían cabida los amigos que no pagaban y algunas muchachas que también colaban, habiendo sido el administrador un tío mío. Ante mi desorientación a tiempo de salir bachiller y las escasas opciones en la ciudad para elegir la carrera, que no pasaban de cinco o seis, estudié derecho bajo la pretensión –ingenua, por cierto- de poner las cosas en su lugar; la justicia rondaba mi mente cual fantasma que trata de hacer escuchar su voz desde otra latitud, lejana e inaudible a los oídos de los demás humanos que consentían todo. Posteriormente hice una pasantía en juzgados en materia penal.
En esta época estudiantil solía enviar a Radio La Plata artículos sobre temas culturales, bajo el seudónimo de Heber A. Ruiz, que se leían en el informativo del mediodía mediante un parlante abierto hacia la plaza principal, donde se daba cita la gente que abandonaba las oficinas públicas y privadas en asueto de unas horas para almorzar; pero muchos amigos y conocidos, en un medio aún reducido, me alentaban a fin de que siga adelante, ¡yo que pensaba pasar inadvertido…! Algún distinguido catedrático un día me obsequió un volumen de cuentos de Arturo Uslar Pietri, felicitándome por mi labor.
Estudiaba y estudiaba, en calidad de miembro de la facultad de leyes; leía y leía literatura en la biblioteca de la Facultad, y con un carnet de universitario me prestaba libros para internarme en sus páginas una vez llegado a mi domicilio, abriéndome este hábito los ojos al mundo y a la vida en perspectiva antes insospechada. Conocí a tres promotores insignes: Agar Peñaranda, Carlos Castañón Barrientos y Raúl Teixidó, quienes supieron canalizar emociones ajenas merced a sus consejos sobre libros y autores. Esa llama interior de amor y apego a los libros y todo tipo de impresos jamás pudo extinguirse, y será, no cabe duda, hasta expirar el último suspiro, o ya no podré desentenderme ni despegarme nunca, conforme apuntó el escritor tarijeño Omar J. Garay Casal.
Las páginas de un libro, cualquiera sea su contenido, guardan testimonios de la existencia de otros seres, tal vez comunes o singulares bajo cada óptica, pero que trasuntan experiencias de vida y hablan sin pausa y callada elocuencia, de sucesos terrenales que sus pasos trazaron en su temporal estancia para luego hundirse en la tierra y dormir en un camposanto. ¡Cuántas cosas desprenden las almas en su tránsito al más allá…?
Ernst Wiechert exclama: “toda vida es difícil y junto al mundo visible hay otro mundo en el que palpitan dolores más vivos, verdades más profundas, deseos más ardientes: el mundo el libro”. Y hay otra cita de diferente autor que nos place mucho: “El escritor puede dorar sus adjetivos. Hace que sus frases caminen a través de las páginas en blanco como si atravesaran una plaza llena de sol, con la pomposa cadencia de una procesión que avanza sobre alfombras de rosas…” ¿El autor? Nada menos que José María Eça de Queiroz.
Una marcada timidez y mi carácter introvertido limitaban un tanto mis relaciones con las muchachas, atribuyendo esta situación al hecho de no estudiar en un colegio mixto, que en la época no existía en la ciudad, además de no haber tenido hermanas en mi hogar y, por ello mismo, la carencia de trato amplio respecto a las damas. Esta circunstancia no significó que yo no confiara o creyera en la amistad entre un hombre y una mujer. Sálveme Dios, esos nexos son vitales, del día a día y pervivirán por siempre en la cotidianeidad de la especie humana. Sin ellas, las mujeres, la vida sería monótona y no tendríamos con quien alternar, amar, discutir y…disentir. O mirar más allá de nuestras narices.