Prólogo Singular
El diccionario de la lengua castellana establece que la palabra prólogo significa: Discurso que precede ciertas obras para explicarlas o presentarlas al público, así como lo que sirve de principio. En nuestras lecturas, a lo largo del tiempo encontramos prólogos de la más variada especie que...



El diccionario de la lengua castellana establece que la palabra prólogo significa: Discurso que precede ciertas obras para explicarlas o presentarlas al público, así como lo que sirve de principio. En nuestras lecturas, a lo largo del tiempo encontramos prólogos de la más variada especie que van desde la irrelevancia porque dicen poco o no sugieren nada, otros que rayan en un término medio y, finalmente, los magistrales. De uno de estos últimos nos ocuparemos hoy, mediante la reseña de un caso tomado de libro boliviano. Claro está que cualquier prólogo debe responder a la naturaleza específica de la obra que presenta.
Se trata de Una luz que ya no es luz…, escrito por Adolfo Costa du Rels en Punta del Este, Uruguay, en febrero de 1945, y sirve de introducción al libro Páginas dispersas de Ignacio Prudencio Bustillo, editado póstumamente en enero de 1946 por la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca.
Costa du Rels sigue las huellas del escritor desaparecido: “Paso a paso recorro, Ignacio, el campo que sembraste con gesto apresurado; interrogo el horizonte que, después de colmarte con sus luminosas promesas, no pudo impedir que se cerniera sobre tu esfuerzo una noche sin fin. Paso a paso recorro los linderos fijados por tu inteligencia, mientras, paralelamente a mí, avanza una sombra que no es sombra, una luz que ya no es luz.”
Evoca la juventud de este “eterno adolescente”, compartida entre ambos en la ruta existencial, inicialmente como vecinos y amigos de barrio y luego cófrades del saber y el rendido culto a las artes: “después de rozar muchos temas, doctos o frívolos, volvíamos siempre al problema del hombre frente a su destino que parecía obsesionarte con marcada evidencia”. Y tras amigables discusiones que emergían de las lecturas salta esta simpática acotación: “la vieja Charcas aguzaba el oído, y una leve sonrisa iluminaba su faz de abuela docta”.
En contrapartida el prologuista asume un cargo de conciencia que no le da tregua: “Al leer y releer esta página desgarradora (su bello artículo titulado Hay que apresurarse…), me remuerde el alma haberte convidado a malgastar el tiempo, cuando presentías ya, tal vez, la labor del gorgojo sombrío abocado a tu destrucción”. El escritor y catedrático de filosofía jurídica murió, tras una penosa enfermedad, cuando apenas contaba con treinta y tres años de edad, ¿qué futuro luminoso le aguardaba, si a pesar de sus cortos años dejó una admirable producción literaria?
Y en esa larga cadena de recuerdos esbozados en diez páginas del libro por Costa, aparece la figura del profesor Adhemar Gehain, quien con menos de treinta años de vida –¡vaya precocidad admirable la de estos muchachos!- dictaba clases de historia en aulas de la Escuela Nacional de Maestros en su calidad de miembro de la misión Rouma, que contrató Daniel Sánchez Bustamante en Bruselas, destacada por el reino de Bélgica a Bolivia y que fue el intento más serio para organizar y sistematizar la educación pública en el país. Tan joven y dinámico maestro supo congregar a un grupo de ocho a diez mozalbetes “amantes de las cosas del espíritu”. De ahí surgió la Universidad Femenina de Sucre, claro avance para su tiempo; habiendo sido decano y conferenciante el entonces cuarentón Jaime Mendoza, novelista incomprendido por aquel tiempo, y ocasionalmente el ya prestigioso poeta Ricardo Jaimes Freyre.
Al afirmar el prologuista que “La silueta de los muertos es más nítida que la de los vivos”, recuerda que entre el grupo formado entre Gehain, Mendoza, Costa y Prudencio, este último fue el más “contraído” y el que preparaba sus conferencias con mayor esmero, sin dejar absolutamente nada librado a la improvisación. Finalmente Adolfo Costa menciona a otras personalidades que se consagraron en campos específicos, entre ellas cita a José Espada Aguirre, Julio C. Querejazu, Alberto Ostria Gutiérrez y Nicolás Ortiz Pacheco, poeta éste, bohemio y oveja negra de la sociedad a la que tenía en vilo con sus travesuras de iconoclasta.
Las semblanzas que dibuja Costa du Rels de Jaime Mendoza, Ricardo Jaimes Freyre, Nicolás Ortiz Pacheco y del propio Ignacio Prudencio Bustillo, vívidas y emotivas, son verdaderamente muy atractivas; pero por razones de espacio no podemos insertarlas.
El prólogo referido es el más adecuado a este tipo de obras que cobijan una selección de escritos de un autor, con carácter póstumo. Por lo mismo Adolfo Costa du Rels brinda una información testimonial de primera mano acerca del escritor, vale decir de su vida, proceso formativo en materia intelectual desde la adolescencia, sentimientos compartidos y afanes de superación común, amén de la lamentable pérdida de tan brillante intelectual chuquisaqueño.
Si el prólogo es bien estructurado y de fino alcance, ¿qué se podrá decir del contenido del libro Páginas dispersas? De temática varia, aborda estudios críticos sobre literatura nacional y extranjera, traza siluetas literarias de José Manuel Cortés, Manuel José Tovar y Néstor Galindo, así como escribe en torno a los documentos de Gabriel René Moreno, la obra cultural de Eduardo Berdecio y artículos muy interesantes respecto a Dionisos y Nietzsche, Shakespeare, la deuda boliviana al pensamiento de José Ingenieros y otros ensayos de real valía, como Hay que apresurarse, Linares y la tradición de la dictadura, junto a enfoques universitarios. Por último bajo una visión muy personal: Junto a la bodega, Visiones de Tarija y Los bocetos de mi amigo O’Farrel.
En fin, toda la recopilación y notas a cargo nada menos que del escritor Carlos Medinaceli, crítico de primer orden y novelista costumbrista. ¡Vaya joyita literaria!
Se trata de Una luz que ya no es luz…, escrito por Adolfo Costa du Rels en Punta del Este, Uruguay, en febrero de 1945, y sirve de introducción al libro Páginas dispersas de Ignacio Prudencio Bustillo, editado póstumamente en enero de 1946 por la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca.
Costa du Rels sigue las huellas del escritor desaparecido: “Paso a paso recorro, Ignacio, el campo que sembraste con gesto apresurado; interrogo el horizonte que, después de colmarte con sus luminosas promesas, no pudo impedir que se cerniera sobre tu esfuerzo una noche sin fin. Paso a paso recorro los linderos fijados por tu inteligencia, mientras, paralelamente a mí, avanza una sombra que no es sombra, una luz que ya no es luz.”
Evoca la juventud de este “eterno adolescente”, compartida entre ambos en la ruta existencial, inicialmente como vecinos y amigos de barrio y luego cófrades del saber y el rendido culto a las artes: “después de rozar muchos temas, doctos o frívolos, volvíamos siempre al problema del hombre frente a su destino que parecía obsesionarte con marcada evidencia”. Y tras amigables discusiones que emergían de las lecturas salta esta simpática acotación: “la vieja Charcas aguzaba el oído, y una leve sonrisa iluminaba su faz de abuela docta”.
En contrapartida el prologuista asume un cargo de conciencia que no le da tregua: “Al leer y releer esta página desgarradora (su bello artículo titulado Hay que apresurarse…), me remuerde el alma haberte convidado a malgastar el tiempo, cuando presentías ya, tal vez, la labor del gorgojo sombrío abocado a tu destrucción”. El escritor y catedrático de filosofía jurídica murió, tras una penosa enfermedad, cuando apenas contaba con treinta y tres años de edad, ¿qué futuro luminoso le aguardaba, si a pesar de sus cortos años dejó una admirable producción literaria?
Y en esa larga cadena de recuerdos esbozados en diez páginas del libro por Costa, aparece la figura del profesor Adhemar Gehain, quien con menos de treinta años de vida –¡vaya precocidad admirable la de estos muchachos!- dictaba clases de historia en aulas de la Escuela Nacional de Maestros en su calidad de miembro de la misión Rouma, que contrató Daniel Sánchez Bustamante en Bruselas, destacada por el reino de Bélgica a Bolivia y que fue el intento más serio para organizar y sistematizar la educación pública en el país. Tan joven y dinámico maestro supo congregar a un grupo de ocho a diez mozalbetes “amantes de las cosas del espíritu”. De ahí surgió la Universidad Femenina de Sucre, claro avance para su tiempo; habiendo sido decano y conferenciante el entonces cuarentón Jaime Mendoza, novelista incomprendido por aquel tiempo, y ocasionalmente el ya prestigioso poeta Ricardo Jaimes Freyre.
Al afirmar el prologuista que “La silueta de los muertos es más nítida que la de los vivos”, recuerda que entre el grupo formado entre Gehain, Mendoza, Costa y Prudencio, este último fue el más “contraído” y el que preparaba sus conferencias con mayor esmero, sin dejar absolutamente nada librado a la improvisación. Finalmente Adolfo Costa menciona a otras personalidades que se consagraron en campos específicos, entre ellas cita a José Espada Aguirre, Julio C. Querejazu, Alberto Ostria Gutiérrez y Nicolás Ortiz Pacheco, poeta éste, bohemio y oveja negra de la sociedad a la que tenía en vilo con sus travesuras de iconoclasta.
Las semblanzas que dibuja Costa du Rels de Jaime Mendoza, Ricardo Jaimes Freyre, Nicolás Ortiz Pacheco y del propio Ignacio Prudencio Bustillo, vívidas y emotivas, son verdaderamente muy atractivas; pero por razones de espacio no podemos insertarlas.
El prólogo referido es el más adecuado a este tipo de obras que cobijan una selección de escritos de un autor, con carácter póstumo. Por lo mismo Adolfo Costa du Rels brinda una información testimonial de primera mano acerca del escritor, vale decir de su vida, proceso formativo en materia intelectual desde la adolescencia, sentimientos compartidos y afanes de superación común, amén de la lamentable pérdida de tan brillante intelectual chuquisaqueño.
Si el prólogo es bien estructurado y de fino alcance, ¿qué se podrá decir del contenido del libro Páginas dispersas? De temática varia, aborda estudios críticos sobre literatura nacional y extranjera, traza siluetas literarias de José Manuel Cortés, Manuel José Tovar y Néstor Galindo, así como escribe en torno a los documentos de Gabriel René Moreno, la obra cultural de Eduardo Berdecio y artículos muy interesantes respecto a Dionisos y Nietzsche, Shakespeare, la deuda boliviana al pensamiento de José Ingenieros y otros ensayos de real valía, como Hay que apresurarse, Linares y la tradición de la dictadura, junto a enfoques universitarios. Por último bajo una visión muy personal: Junto a la bodega, Visiones de Tarija y Los bocetos de mi amigo O’Farrel.
En fin, toda la recopilación y notas a cargo nada menos que del escritor Carlos Medinaceli, crítico de primer orden y novelista costumbrista. ¡Vaya joyita literaria!