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Unamuno, otra vez

Escribiré unas líneas recordatorias de aquel venerado maestro, que en su tiempo me pareció un simpático incitador de vocación hacia las letras con su honda prosa y de cuño liberal en sus apreciaciones que, valga decirlo, quedaron atrapadas en una transcripción parcial de pensamientos...

Cántaro
  • Heberto Arduz Ruiz
  • 01/07/2018 00:00
Unamuno, otra vez
Unamuno
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Escribiré unas líneas recordatorias de aquel venerado maestro, que en su tiempo me pareció un simpático incitador de vocación hacia las letras con su honda prosa y de cuño liberal en sus apreciaciones que, valga decirlo, quedaron atrapadas en una transcripción parcial de pensamientos tomados de sus libros en un olvidado cuaderno. Hoy me referiré a Contra esto y aquello, editado por Colección Austral en 1941.
El escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936), de la generación del ‘98, en la crónica Leyendo a Flaubert lanza dardos verbales: “sólo en las obras de autores mediocres no se nota la personalidad de ellos, pero es porque no la tienen. Él, Flaubert mismo, decía que el autor debe estar en sus obras como Dios en el Universo, presente en todas partes, pero en ninguna de ellas visible. Hay, sin embargo, quienes aseguran ver a Dios en sus obras. Y yo aseguro ver a Flaubert, al Flaubert de la correspondencia íntima, en muchos personajes de sus obras”. Y añade: “Hay una cosa sobre todo que me ha atraído hacia él, y es lo que sufría de la tontería humana”. En afán de síntesis para extraer de la realidad una conclusión válida y sabia manifiesta: “Las calamidades, las guerras, las hazañas, todo ocurre para que de ello se hable. El fin de la acción es su conocimiento, pero su conocimiento poético”.
Tal manera de transmitir sus sentimientos, ¿cómo no iba a horadar y tocar fondo en el alma de los lectores jóvenes que supieron aproximarse a esa fuente sólida y bella que ofrecía el discurrir de sus aguas, a fin de colmar la sed espiritual? Qué grande misión tuvo entre manos don Miguel y sí que cumplió bajo su estilo claro y pleno de sugestiones.
Esta obra, de la que arrancamos pensamientos, aborda asuntos tan importantes, además del mencionado, como Educación por la historia, Sobre la argentinidad, Un filósofo del sentido común, Rousseau, Voltaire y Nietzsche, La ciudad y la patria, La epopeya de Artigas, Taine caricaturista, Arte y cosmopolitismo, Historia y novela, en fin, artículos de atractiva textura y profundo contenido; destacándose la difusión que dio en sus libros Unamuno a temas de autores sudamericanos, incluso alguno sobre la imaginación en Cochabamba. No descarto, por ello mismo, volver a estas páginas tan sabrosas, apenas glosándolas a objeto de difundirlas entre las nuevas generaciones que tienen y deben conocer la producción de tan destacado pensador.
Uno de sus biógrafos asegura que la biblioteca privada que dejó como precioso legado, hoy apéndice de la biblioteca de la Universidad de Salamanca, sobrepasa los cinco mil volúmenes sustanciales, acotados marginalmente muchos de ellos. No se olvide que fue una persona “calientalibros”, conforme a sí misma se denominó en correspondencia intercambiada con José Ortega y Gasset, filósofo y ensayista nacido en Madrid en 1883.
En el apartado dedicado a José Asunción Silva, otro buen trabajo, formula una hipótesis, simple conjetura: “Tal vez se cortó Silva por propia mano el hilo de la vida por no poder seguir siendo niño en ella, porque el mundo le rompía con brutalidades el sueño poético de la infancia”. A renglón seguido apunta: “Y no digo que Schopenhauer le suicidase o contribuyera a hacerlo, porque estoy convencido de que no son los escritores pesimistas y desesperanzados los que entristecen y amargan las almas como las de Silva, sino que más bien son las almas desesperanzadas y tristes las que buscan alimento en tales escritores”.
Y luego remata en una conclusión: “Y hambre era, en efecto; hambre de eternidad. Hambre de eternidad, de vida inacabable, de más vida, que es lo que a tantos los ha llevado a la desesperación y hasta el suicidio”. Miguel de Unamuno sintió a su modo hambre de inmortalidad pero no tuvo que recurrir al sacrificio del suicidio, acto deplorable en el que se fusiona la cobardía de no enfrentar los problemas vitales y el duro y necio valor para cortar la existencia como dádiva del Señor; si no producir, producir y producir, o lo que es igual: escribir, escribir y escribir, que supo hacer con excelencia en vida el maestro bilbaíno. He aquí al hombre que vivió ayer, vive hoy y vivirá por siempre. Unamuno inmortal.

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