VENGANZA AYMARA
ALCIDES ARGUEDAS (1879- 1946) Realizó sus estudios en La Paz hasta titularse de abogado. Desde muy joven se inició en la carrera periodística, la que ejerció con brillo y con éxito. Por mucho tiempo estuvo en Europa, tomando directo contacto con la cultura europea, que influyó...



ALCIDES ARGUEDAS (1879- 1946)
Realizó sus estudios en La Paz hasta titularse de abogado. Desde muy joven se inició en la carrera periodística, la que ejerció con brillo y con éxito. Por mucho tiempo estuvo en Europa, tomando directo contacto con la cultura europea, que influyó decididamente en su formación literaria. Paralelamente a funciones diplomáticas ejercidas, desarrolló sus tareas literarias con vocacional regularidad. Novelista, sociólogo, historiador y
crítico profundo, ha dejado una monumental obra histórica que ha suscitado los juicios más apasionados y contradictorios. Su vasta Historia de Bolivia abarca como títulos principales: “La fundación de la República", “Los caudillos letrados’’, “La plebe en acción’’, “La dictadura y la anarquía”, “Los caudillos bárbaros” y otros. La publicación de su estudio sociológico Pueblo enfermo, ensayo peyorativo de la realidad nacional, le dio notoriedad y prestigio fuera de las fronteras de la patria. Su obra más destacada en el género narrativo es sin duda Raza de bronce, traducida a algunos idiomas extranjeros.
El cuento no ha sido cultivado con la predilección de los otros géneros pero tiene algunas creaciones publicadas en periódicos, una de las cuales consigna esta antología. Su estilo vigoroso muestra con fidelidad las costumbres y la vida campesina, narrada y descripta con mano diestra de observador y artista.
Inclinó la cabeza, de un golpe se encajó el sombrero hasta la nuca y, a grandes zancadas, se apartó del grupo sin saludar, hosco, sombrío.
Así, siempre con la cabeza gacha como un toro bajo su yugo, llegó a su casa, que estaba en la cuesta de Coscochaca, y entrando en su habitación, adornada con estampas de color que representaban los episodios de 1a guerra franco alemana, tumbóse en el lecho, y hundiendo el rostro en la mugrienta almohada, lloró largo rato silenciosa, calladamente, con hipos menudos.
Eso ya no tiene remedio posible. Las palabras de Clotilde habían sido contundentes: “Seré no más tu amiga, pero no tu mujer...” ¡Cristo! ¡Eso sí que no! Él la había conocido antes, de mocosa, cuando con los pies desnudos iban a buscar agua a la pila de Challapampa deteniéndose en el cenizal para arrojar piedras a los cerdos que hociqueaban la basura del río. Juntos aprendieron a leer en la escuela, aunque después, el ningún ejercicio y los rudos afanes de la vida les hicieran olvidar lo aprendido. Y en tanto que él, Juanillo, se fuera a la herrería de su padre a tirar del fuelle y a achicharrarse las carnes con las salpicaduras de hierro candente batido en el yunque, ella se había metido a servir en la casa de un ricachón, donde conociera al Chungara, mozo del hotel unas veces, cochero otras, vago las más. Que era elegante el Chungara y tenía mejor cara que él, sí, cierto; pero, ¡Caramba! era un mozo no más, y él había heredado el taller de su padre, allí, en medio de la ciudad, en los bajos de la Catedral, y ya era patrono... Todas las curiosidades salían de sus manos: herrajes, chapas, rejas de sepulcros, llaves, candados. Entre sus clientes estaba nada menos que el presidente de la República, a cuyos caballos ponía herrajes... ¿Es que acaso con sus economías y ahorros no había comprado esta su casita de dos pisos con jardín y corral? ¡Claro! Y si él quisiera y le apurasen aún podía comprar una finca, porque allí, donde él solito sabía, muy oculto, guardaba integro el legado de su madre: anillos con diamantes, orejeras guarnecidas de perlas, pendientes, cadenas, topos... ¿Fuerzas? Ya sus enemigos podían atestiguar que las tenía de sobra, acaso demasiadas, y ya una vez estuvo a punto de ir a la cárcel por haber intentado, en una jarana y por apuesta, alzar de golpe a cinco hombres juntos: uno de ellos había rodado con las costillas hundidas ¡Claro! No en balde se llega a los treinta años habiendo batido quince el hierro... Todo tenía el Juanillo, menos suerte para enamorarse. ¡Pucha con su cara fea! Y una vez lo barrió la Supaya, mas eso no le hizo mella: la conocía fácil y tornadiza y la habría matado A puntapiés.
Otra vez, Candelaria, su novia, se casó con el rival, en tanto que él peregrinaba en romería por Copacabana. Tampoco le hizo mella: Candelaria tenía un hijo de un ricachón de la ciudad, y no debía ser bueno dar cariño a hijos que no son de propia hechura... Es en Clota que pensaba siempre, en Clota, la china que él vio crecer, desarrollarse y llegar a hembra garrida, fuerte. Tenía no sólo inclinaciones por ella, sino derecho legítimo, porque la muy bribona le había prometido casarse con él desde mocosa y antes de que conociese al Chungara, y solo después... ¡Dios! eso sí que no lo permitiría jamás; ¡Primero los degollaría a los dos y después él se mataría!... Robar, mentir, clavar una puñalada cuando se tiene cólera, romperle por detrás los pulmones a un enemigo, jurar en falso..., bueno, pase; ¡pero no hay que jugar con el corazón, con el corazón!, sólo lo que nos hace alegres, que lo feo vuelve bonito, dulce lo amargo, bueno lo malo... El corazón es cosa de no jugar; es como las andas de la Virgen de la Asunta, lo sólo santo... Además...
Aquí se cortaron las meditaciones de Juanillo. Algo tumultuoso y extraño, sintió dentro de su ser, un deseo impreciso de llorar o hacer llorar... Se levantó de un salto del lecho, restregóse los ojos y fijándolos en la pared, donde había clavado un cuchillo mohoso, púsose a pasear la reducida estancia... Las manos le ardían, le hormigueaban, y sentía vehementes ansias de calmarlas con el frío de un acero. Quería estrujar, hundir las uñas; en la carne palpitante, matar. Su injerta sangre de indio esclavo rebullía tumultuosa dentro de sus venas. Y la idea de la venganza, una sorda idea de hacer daño, COmeter una fea acción, se le había clavado fijamente en la conciencia.
Hila era su todo; nada conocía sino el amor... ¡Y se lo quitaban!... ¿Por qué? ¡Nada! porque el otro era más bonito y tenía mejor cara... ¿Por eso solo le daba derecho a quitársela? ¡Eso sí que no! Se tiene derecho sobre lo que no se encuentra de balde; por eso la Clota era de él solito; de él, que la había conocido de pequeña, criado, mimado... ¡No, por Dios! Iría donde el Chungara, le hablaría de abuenas no más para que no se enoje, la haría ceder, y si no... ¡Cristo! ¡Correría la sangre!... ¡La vida! ¿Para qué sin ella? Arrancó el cuchillo de la pared, embozóse su chal de vicuña al cuello y... ¡a la calle! ¡a casa del rival!
Le encontró a poco de andar, en la puerta de una chichería, al pie mismo de un foco de luz eléctrica. Le llamó:
—Oí, Chungara; tengo que hablarte dos palabritas.
Su voz, ruda y áspera, temblaba. Chungara se le acercó sonriendo, más no sin cierta inquietud. ¡Vaya con el color de la cara del tipo! ¡Si parecía que tuviera tercianas!
—¿Qué quieres? Habla pronto, che; m’espera la Clota…
—¿La Clota? Bueno; ¡d’eso venía a’blarte! ¿La quieres endeveras?
—¡Yáaaa, el tipo, che! ¿Acaso no sabes que me caso pa la Asunta?
A Juanillo le dio un vuelco el corazón. ¡Santo! ¡Y cómo apretó la empuñadura de su cuchillo, fuertemente cogido dentro del bolsillo!
—¿Conque la quieres endeveras, che? ¡Bueno! Pues yo también la quiero... ¿Sabés?
Chungara retrocedió un paso, temeroso: había visto pasar por los ojos de su rival un fulgor extraño y, ¡pucha!, había que andar con cuidado con Juanillo, a quien fácilmente le subía la sangre a la cabeza. Además, francamente él no tenía confianza en el cariño de la Clota. La notaba esquiva, y aun desdeñosa, y no eran sus intenciones casarse con ella, solicitado como se veía por gente que valía muchísimo más que la Clota. Ni aun condescendiente era ahora con él. Antes, por lo menos, consentía en bajar a la puerta de la calle cuando todo el mundo dormía en casa de sus patronos, y conversaban largo rato hasta coger frío en los huesos; pero desde hacía algún tiempo, no sólo no acudía a ninguna cita, sinó que evitaba encontrarse a solas con él y jamás le decía nada de su próximo matrimonio, por el que le parecía todos los días más alejada.
—No sé; pero yo la quiero... ¿Te recuerdas de tu madre? Pues yo la quiero más a la Clota. Por ella ya he olvidado reunirme con los compinches, y mis ayudantes me dicen que me parezco a un animal enfermo, que perdió el color, que no me río y que debo tener malos pensares... Ella es mi vida, mi corazón, mis brazos, mi todo... ¿Sabés? El otro día la’e visto rezando ante la mamita de la Asunta, en la iglesia de Churubamba y... endeveras te juro, che Chungara! me’a pareció más mejor, más linda qu’ella...
— ¡No hables así, che! —le interrumpió el Chungara, asustado por la blasfemia.
-¡Sí, che! —insistió Juanillo, con convicción exaltada— Sí, che; ¡más linda y más buena!... La quiero pa toda la vida, y... ¡Oí Chungara!, no me la quites, porque si no..., ¡te mataría! —sollozó Juanillo, con el pecho palpitante y apretando fuertemente su arma hasta incrustarse las uñas en la palma de la nerviosa mano.
Se atemorizó el Chungara, mas no quiso que creyera que le tenía miedo. Repuso con voz insegura:
—Mátame, che; pero yo también la quiero...
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Juanillo. Y con voz humilde volvió a rogarle, cogiendo a Chungara amigablemente por el brazo:
—Mira, Chungara, q’estoy resuelto a todo. No me tientes, che; me dolería el corazón si te hiciera algo, porque eres mi amigo. Te juro (besando la cruz de la mano), te juro por la mamita de Copacabana qu’a de suceder una desgracia. Anoche he soñado con toros, ya sabes; q’eso quiere decir sangre, y esta mañana ha salido, volando, un taparacu (mariposa negra), de la tienda; ya sabes que dice muerte... Dejáme la Clota, Chungara, y seremos amigos más bien. Vos puedes tropezar con otra más mejor y más bonita; ya sabes que hay otras más mejores y más bonitas que la Clota; vos tienes buena cara, vistes bien, eres fuerte, y yo solo me ocupo de trabajar y dar de comer a mis güerfanitos y no quiero más que a ella... Dámela, Chungara, y te juro que haiga o no haiga suerte en mi vida, siempre te quedré y te respetaré, mientras que si me la quitas, puede que todos seamos desgraciados. Mírame bien, Chungara; aquí, a la luz; estoy llorando, y ya sabes que las lágrimas de un hombre son kenchas y traen desgracia... Dejáme ser feliz con la Clota y oí mi consejo: no te cases con ella. Vos seguramente has de ser munícipe y diputao dispués, y entonces puede que te dé vergüenza la Clota, qu’a servido en las casas... Además, francamente, che, Chungara, yo creo que tampoco te quiere la Clota. Así me lo’a dicho endenantes.
El Chungara se sintió herido en lo más hondo de su orgullo, y habría cedido si el otro hubiese continuado rogándole con ese tono amigable y sin hacer mención de su fracaso; pero aulló su vanidad de buen mozo acostumbrado a los triunfos mujeriles y a las galantes conquistas de gentes superiores en rango a la sirvienta. Y la idea de ver proclamada por el rival la vergüenza de un rechazo mortificó su amor propio, y repuso con arrogancia y desplante:
—¿No me quiere? Mientes, che. Es a vos que no te quiere esa cochina, y si aúra hablando que no me quiere, es porque yo lai despreciao. Es ropa vieja...
—¿Endeveras dices, che Chungara? —preguntó, temblando, Juanillo.
—Endeveras.
Juanillo levantó la mano y una centella se vio surgir de ella, rápida y fugaz.
—¡Pues toma!...
Fue un golpe brutal, salvaje. La hoja penetró hasta el cabo en el pecho de Chungara, que al caer se asió a las ropas de Juanillo y dio con él en el suelo. Una mujer que pasaba, único testigo del golpe, dio un grito horrible. Corrieron algunos curiosos y separaron a viva fuerza a los dos hombres, que se revolcaban por tierra. Juanillo se puso en pie sin bufanda y sin sombrero. Chungara quiso hacer lo mismo y solo alcanzó a poner una rodilla en tierra y a erguirse sobre sus piernas dobladas. Y, mirando con los ojos desorbitados a su agresor, pudo articular, en medio de dos borbotones de sangre negra que se le escapaban por la boca, señalando a su asesino:
—¡Ése..., ése me’a matao..., ése!
Le vino otra bocanada de sangre negra y cayó de bruces al suelo.
Juanillo quiso huir, pero media docena de brazos le detuvieron. Algunos transeúntes, viendo que el hombre que yacía en el suelo se retorcía en los hipos de la agonía levantaron los brazos, indignados, contra Juanillo. Entonces éste, inclinando humildemente la cabeza, los ojos ahogados en terror y la voz temblona, dijo:
—Sí; ¡Yo lo he matao! La Clota me’a dicho que lo mate. .. ¡La perra!
Realizó sus estudios en La Paz hasta titularse de abogado. Desde muy joven se inició en la carrera periodística, la que ejerció con brillo y con éxito. Por mucho tiempo estuvo en Europa, tomando directo contacto con la cultura europea, que influyó decididamente en su formación literaria. Paralelamente a funciones diplomáticas ejercidas, desarrolló sus tareas literarias con vocacional regularidad. Novelista, sociólogo, historiador y
crítico profundo, ha dejado una monumental obra histórica que ha suscitado los juicios más apasionados y contradictorios. Su vasta Historia de Bolivia abarca como títulos principales: “La fundación de la República", “Los caudillos letrados’’, “La plebe en acción’’, “La dictadura y la anarquía”, “Los caudillos bárbaros” y otros. La publicación de su estudio sociológico Pueblo enfermo, ensayo peyorativo de la realidad nacional, le dio notoriedad y prestigio fuera de las fronteras de la patria. Su obra más destacada en el género narrativo es sin duda Raza de bronce, traducida a algunos idiomas extranjeros.
El cuento no ha sido cultivado con la predilección de los otros géneros pero tiene algunas creaciones publicadas en periódicos, una de las cuales consigna esta antología. Su estilo vigoroso muestra con fidelidad las costumbres y la vida campesina, narrada y descripta con mano diestra de observador y artista.
Inclinó la cabeza, de un golpe se encajó el sombrero hasta la nuca y, a grandes zancadas, se apartó del grupo sin saludar, hosco, sombrío.
Así, siempre con la cabeza gacha como un toro bajo su yugo, llegó a su casa, que estaba en la cuesta de Coscochaca, y entrando en su habitación, adornada con estampas de color que representaban los episodios de 1a guerra franco alemana, tumbóse en el lecho, y hundiendo el rostro en la mugrienta almohada, lloró largo rato silenciosa, calladamente, con hipos menudos.
Eso ya no tiene remedio posible. Las palabras de Clotilde habían sido contundentes: “Seré no más tu amiga, pero no tu mujer...” ¡Cristo! ¡Eso sí que no! Él la había conocido antes, de mocosa, cuando con los pies desnudos iban a buscar agua a la pila de Challapampa deteniéndose en el cenizal para arrojar piedras a los cerdos que hociqueaban la basura del río. Juntos aprendieron a leer en la escuela, aunque después, el ningún ejercicio y los rudos afanes de la vida les hicieran olvidar lo aprendido. Y en tanto que él, Juanillo, se fuera a la herrería de su padre a tirar del fuelle y a achicharrarse las carnes con las salpicaduras de hierro candente batido en el yunque, ella se había metido a servir en la casa de un ricachón, donde conociera al Chungara, mozo del hotel unas veces, cochero otras, vago las más. Que era elegante el Chungara y tenía mejor cara que él, sí, cierto; pero, ¡Caramba! era un mozo no más, y él había heredado el taller de su padre, allí, en medio de la ciudad, en los bajos de la Catedral, y ya era patrono... Todas las curiosidades salían de sus manos: herrajes, chapas, rejas de sepulcros, llaves, candados. Entre sus clientes estaba nada menos que el presidente de la República, a cuyos caballos ponía herrajes... ¿Es que acaso con sus economías y ahorros no había comprado esta su casita de dos pisos con jardín y corral? ¡Claro! Y si él quisiera y le apurasen aún podía comprar una finca, porque allí, donde él solito sabía, muy oculto, guardaba integro el legado de su madre: anillos con diamantes, orejeras guarnecidas de perlas, pendientes, cadenas, topos... ¿Fuerzas? Ya sus enemigos podían atestiguar que las tenía de sobra, acaso demasiadas, y ya una vez estuvo a punto de ir a la cárcel por haber intentado, en una jarana y por apuesta, alzar de golpe a cinco hombres juntos: uno de ellos había rodado con las costillas hundidas ¡Claro! No en balde se llega a los treinta años habiendo batido quince el hierro... Todo tenía el Juanillo, menos suerte para enamorarse. ¡Pucha con su cara fea! Y una vez lo barrió la Supaya, mas eso no le hizo mella: la conocía fácil y tornadiza y la habría matado A puntapiés.
Otra vez, Candelaria, su novia, se casó con el rival, en tanto que él peregrinaba en romería por Copacabana. Tampoco le hizo mella: Candelaria tenía un hijo de un ricachón de la ciudad, y no debía ser bueno dar cariño a hijos que no son de propia hechura... Es en Clota que pensaba siempre, en Clota, la china que él vio crecer, desarrollarse y llegar a hembra garrida, fuerte. Tenía no sólo inclinaciones por ella, sino derecho legítimo, porque la muy bribona le había prometido casarse con él desde mocosa y antes de que conociese al Chungara, y solo después... ¡Dios! eso sí que no lo permitiría jamás; ¡Primero los degollaría a los dos y después él se mataría!... Robar, mentir, clavar una puñalada cuando se tiene cólera, romperle por detrás los pulmones a un enemigo, jurar en falso..., bueno, pase; ¡pero no hay que jugar con el corazón, con el corazón!, sólo lo que nos hace alegres, que lo feo vuelve bonito, dulce lo amargo, bueno lo malo... El corazón es cosa de no jugar; es como las andas de la Virgen de la Asunta, lo sólo santo... Además...
Aquí se cortaron las meditaciones de Juanillo. Algo tumultuoso y extraño, sintió dentro de su ser, un deseo impreciso de llorar o hacer llorar... Se levantó de un salto del lecho, restregóse los ojos y fijándolos en la pared, donde había clavado un cuchillo mohoso, púsose a pasear la reducida estancia... Las manos le ardían, le hormigueaban, y sentía vehementes ansias de calmarlas con el frío de un acero. Quería estrujar, hundir las uñas; en la carne palpitante, matar. Su injerta sangre de indio esclavo rebullía tumultuosa dentro de sus venas. Y la idea de la venganza, una sorda idea de hacer daño, COmeter una fea acción, se le había clavado fijamente en la conciencia.
Hila era su todo; nada conocía sino el amor... ¡Y se lo quitaban!... ¿Por qué? ¡Nada! porque el otro era más bonito y tenía mejor cara... ¿Por eso solo le daba derecho a quitársela? ¡Eso sí que no! Se tiene derecho sobre lo que no se encuentra de balde; por eso la Clota era de él solito; de él, que la había conocido de pequeña, criado, mimado... ¡No, por Dios! Iría donde el Chungara, le hablaría de abuenas no más para que no se enoje, la haría ceder, y si no... ¡Cristo! ¡Correría la sangre!... ¡La vida! ¿Para qué sin ella? Arrancó el cuchillo de la pared, embozóse su chal de vicuña al cuello y... ¡a la calle! ¡a casa del rival!
Le encontró a poco de andar, en la puerta de una chichería, al pie mismo de un foco de luz eléctrica. Le llamó:
—Oí, Chungara; tengo que hablarte dos palabritas.
Su voz, ruda y áspera, temblaba. Chungara se le acercó sonriendo, más no sin cierta inquietud. ¡Vaya con el color de la cara del tipo! ¡Si parecía que tuviera tercianas!
—¿Qué quieres? Habla pronto, che; m’espera la Clota…
—¿La Clota? Bueno; ¡d’eso venía a’blarte! ¿La quieres endeveras?
—¡Yáaaa, el tipo, che! ¿Acaso no sabes que me caso pa la Asunta?
A Juanillo le dio un vuelco el corazón. ¡Santo! ¡Y cómo apretó la empuñadura de su cuchillo, fuertemente cogido dentro del bolsillo!
—¿Conque la quieres endeveras, che? ¡Bueno! Pues yo también la quiero... ¿Sabés?
Chungara retrocedió un paso, temeroso: había visto pasar por los ojos de su rival un fulgor extraño y, ¡pucha!, había que andar con cuidado con Juanillo, a quien fácilmente le subía la sangre a la cabeza. Además, francamente él no tenía confianza en el cariño de la Clota. La notaba esquiva, y aun desdeñosa, y no eran sus intenciones casarse con ella, solicitado como se veía por gente que valía muchísimo más que la Clota. Ni aun condescendiente era ahora con él. Antes, por lo menos, consentía en bajar a la puerta de la calle cuando todo el mundo dormía en casa de sus patronos, y conversaban largo rato hasta coger frío en los huesos; pero desde hacía algún tiempo, no sólo no acudía a ninguna cita, sinó que evitaba encontrarse a solas con él y jamás le decía nada de su próximo matrimonio, por el que le parecía todos los días más alejada.
—No sé; pero yo la quiero... ¿Te recuerdas de tu madre? Pues yo la quiero más a la Clota. Por ella ya he olvidado reunirme con los compinches, y mis ayudantes me dicen que me parezco a un animal enfermo, que perdió el color, que no me río y que debo tener malos pensares... Ella es mi vida, mi corazón, mis brazos, mi todo... ¿Sabés? El otro día la’e visto rezando ante la mamita de la Asunta, en la iglesia de Churubamba y... endeveras te juro, che Chungara! me’a pareció más mejor, más linda qu’ella...
— ¡No hables así, che! —le interrumpió el Chungara, asustado por la blasfemia.
-¡Sí, che! —insistió Juanillo, con convicción exaltada— Sí, che; ¡más linda y más buena!... La quiero pa toda la vida, y... ¡Oí Chungara!, no me la quites, porque si no..., ¡te mataría! —sollozó Juanillo, con el pecho palpitante y apretando fuertemente su arma hasta incrustarse las uñas en la palma de la nerviosa mano.
Se atemorizó el Chungara, mas no quiso que creyera que le tenía miedo. Repuso con voz insegura:
—Mátame, che; pero yo también la quiero...
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Juanillo. Y con voz humilde volvió a rogarle, cogiendo a Chungara amigablemente por el brazo:
—Mira, Chungara, q’estoy resuelto a todo. No me tientes, che; me dolería el corazón si te hiciera algo, porque eres mi amigo. Te juro (besando la cruz de la mano), te juro por la mamita de Copacabana qu’a de suceder una desgracia. Anoche he soñado con toros, ya sabes; q’eso quiere decir sangre, y esta mañana ha salido, volando, un taparacu (mariposa negra), de la tienda; ya sabes que dice muerte... Dejáme la Clota, Chungara, y seremos amigos más bien. Vos puedes tropezar con otra más mejor y más bonita; ya sabes que hay otras más mejores y más bonitas que la Clota; vos tienes buena cara, vistes bien, eres fuerte, y yo solo me ocupo de trabajar y dar de comer a mis güerfanitos y no quiero más que a ella... Dámela, Chungara, y te juro que haiga o no haiga suerte en mi vida, siempre te quedré y te respetaré, mientras que si me la quitas, puede que todos seamos desgraciados. Mírame bien, Chungara; aquí, a la luz; estoy llorando, y ya sabes que las lágrimas de un hombre son kenchas y traen desgracia... Dejáme ser feliz con la Clota y oí mi consejo: no te cases con ella. Vos seguramente has de ser munícipe y diputao dispués, y entonces puede que te dé vergüenza la Clota, qu’a servido en las casas... Además, francamente, che, Chungara, yo creo que tampoco te quiere la Clota. Así me lo’a dicho endenantes.
El Chungara se sintió herido en lo más hondo de su orgullo, y habría cedido si el otro hubiese continuado rogándole con ese tono amigable y sin hacer mención de su fracaso; pero aulló su vanidad de buen mozo acostumbrado a los triunfos mujeriles y a las galantes conquistas de gentes superiores en rango a la sirvienta. Y la idea de ver proclamada por el rival la vergüenza de un rechazo mortificó su amor propio, y repuso con arrogancia y desplante:
—¿No me quiere? Mientes, che. Es a vos que no te quiere esa cochina, y si aúra hablando que no me quiere, es porque yo lai despreciao. Es ropa vieja...
—¿Endeveras dices, che Chungara? —preguntó, temblando, Juanillo.
—Endeveras.
Juanillo levantó la mano y una centella se vio surgir de ella, rápida y fugaz.
—¡Pues toma!...
Fue un golpe brutal, salvaje. La hoja penetró hasta el cabo en el pecho de Chungara, que al caer se asió a las ropas de Juanillo y dio con él en el suelo. Una mujer que pasaba, único testigo del golpe, dio un grito horrible. Corrieron algunos curiosos y separaron a viva fuerza a los dos hombres, que se revolcaban por tierra. Juanillo se puso en pie sin bufanda y sin sombrero. Chungara quiso hacer lo mismo y solo alcanzó a poner una rodilla en tierra y a erguirse sobre sus piernas dobladas. Y, mirando con los ojos desorbitados a su agresor, pudo articular, en medio de dos borbotones de sangre negra que se le escapaban por la boca, señalando a su asesino:
—¡Ése..., ése me’a matao..., ése!
Le vino otra bocanada de sangre negra y cayó de bruces al suelo.
Juanillo quiso huir, pero media docena de brazos le detuvieron. Algunos transeúntes, viendo que el hombre que yacía en el suelo se retorcía en los hipos de la agonía levantaron los brazos, indignados, contra Juanillo. Entonces éste, inclinando humildemente la cabeza, los ojos ahogados en terror y la voz temblona, dijo:
—Sí; ¡Yo lo he matao! La Clota me’a dicho que lo mate. .. ¡La perra!