EL HERMANO FELIPE PALAZON DELATRE
Tenía la mirada que observa desde muy adentro del cuerpo y del alma; ese mirar que descubre, en quien es objeto suyo, de dónde procede y cómo duele un pesar, un desasosiego o una ansiedad; o, asimismo, cual es la dicha que conmueve y la pasión que nos permite vivir aún en la...
Tenía la mirada que observa desde muy adentro del cuerpo y del alma; ese mirar que descubre, en quien es objeto suyo, de dónde procede y cómo duele un pesar, un desasosiego o una ansiedad; o, asimismo, cual es la dicha que conmueve y la pasión que nos permite vivir aún en la desesperanza.
No necesitaba escuchar confidencia alguna para saber, con sólo vernos, qué pedíamos a la vida y, lo más importante, qué podíamos darle; esto es, cómo recibíamos sus dones, cómo los utilizábamos y cómo es que intentábamos mantenerlos vivos y limpios de toda impureza material, a fin de entregarlos a quiénes los buscaban en ese ineludible caminar solitario por los vericuetos y sendas obscuras del mundo.
Por eso sería que sus alumnos -los que se sintieron señalados por ese su mirar-, aun sufriendo ciertos rigores de sus métodos pedagógicos -esa severidad para con las flaquezas del cuerpo y las perezas de la mente-, entendieron que el desenfado ocioso y el desinterés complaciente son los demonios con los que se debe combatir para hacerse dignos precisamente de aquellos dones de la vida; al mismo tiempo que, en ese combate, nadie saldría triunfador sin poseer las firmeza de ánimo -el rigor consigo mismo y la benevolencia para con las debilidades ajenas; puesto que sin la critica que mira todos los entresijos del alma, y careciendo de toda bondad - de esa simpatía que también sabe ver lo escondido a sabiendas o lo oculto a nosotros mismos-, es imposible comprender nada en absoluto y, menos, dar ejemplo de nada. Y esto lo saben los maestros que de su vocación hicieron - y algunos todavía lo hacen- el agua de fuego donde se purifican y entienden a la humanidad, como si miraran a través de ese fuego y de esa agua el reverso de la tela del existir.
Aquí en Tarija, a muchos de nosotros nos tocó presenciar cómo lo anteriormente dicho se encarnaba -se dejaba ver como un milagro que se os ofrecía- en la persona y en el magisterio del Hermano Felipe Palazón. Él, pues, enseñó algo que solamente los santos y los iluminados predicaron con la entrega de sus vidas: nada merece pervivir -en este tan corto estar en la vida- sino proviene del corazón y de la inteligencia que aman a todos los hombres.
No necesitaba escuchar confidencia alguna para saber, con sólo vernos, qué pedíamos a la vida y, lo más importante, qué podíamos darle; esto es, cómo recibíamos sus dones, cómo los utilizábamos y cómo es que intentábamos mantenerlos vivos y limpios de toda impureza material, a fin de entregarlos a quiénes los buscaban en ese ineludible caminar solitario por los vericuetos y sendas obscuras del mundo.
Por eso sería que sus alumnos -los que se sintieron señalados por ese su mirar-, aun sufriendo ciertos rigores de sus métodos pedagógicos -esa severidad para con las flaquezas del cuerpo y las perezas de la mente-, entendieron que el desenfado ocioso y el desinterés complaciente son los demonios con los que se debe combatir para hacerse dignos precisamente de aquellos dones de la vida; al mismo tiempo que, en ese combate, nadie saldría triunfador sin poseer las firmeza de ánimo -el rigor consigo mismo y la benevolencia para con las debilidades ajenas; puesto que sin la critica que mira todos los entresijos del alma, y careciendo de toda bondad - de esa simpatía que también sabe ver lo escondido a sabiendas o lo oculto a nosotros mismos-, es imposible comprender nada en absoluto y, menos, dar ejemplo de nada. Y esto lo saben los maestros que de su vocación hicieron - y algunos todavía lo hacen- el agua de fuego donde se purifican y entienden a la humanidad, como si miraran a través de ese fuego y de esa agua el reverso de la tela del existir.
Aquí en Tarija, a muchos de nosotros nos tocó presenciar cómo lo anteriormente dicho se encarnaba -se dejaba ver como un milagro que se os ofrecía- en la persona y en el magisterio del Hermano Felipe Palazón. Él, pues, enseñó algo que solamente los santos y los iluminados predicaron con la entrega de sus vidas: nada merece pervivir -en este tan corto estar en la vida- sino proviene del corazón y de la inteligencia que aman a todos los hombres.