El drama de los wichís, los hermanos de los weenhayek
Cuentan las leyendas que alguna vez, los wichís fueron amos y señores del Gran Chaco, selva que une a la Argentina, Bolivia y Paraguay. Desde tiempos remotos vivieron de la caza y de la pesca en medio de un monte impenetrable que los salvó del alcance de los incas y españoles. Ya en el...



Cuentan las leyendas que alguna vez, los wichís fueron amos y señores del Gran Chaco, selva que une a la Argentina, Bolivia y Paraguay. Desde tiempos remotos vivieron de la caza y de la pesca en medio de un monte impenetrable que los salvó del alcance de los incas y españoles.
Ya en el siglo pasado, los militares argentinos organizaron campañas para entregar sus tierras a la agricultura y a la industria maderera. Su hogar resultó tan raleado como su población. Hoy enfrentan el avance de los misioneros evangelistas y de la deforestación, mientras buscan estrategias para mantener sus costumbres ancestrales y el bilingüismo en las escuelas públicas. Así viven los últimos descendientes de una brava estirpe.
En otros tiempos, los wichís vivían rodeados de abundantes zonas boscosas y pastizales. En la actualidad, el sobrepastoreo, la explotación forestal, la exploración petrolera y la deforestación para la agricultura y la industria, han llevado a la desertificación de la tierra y a la pérdida de la biodiversidad. De esta manera, la economía de un pueblo ancestral se ve peligrosamente amenazada por la economía moderna.
La gran mayoría de las familias viven en chozas hechas con ramas y nylon negro, que les proveen como protección en la recolección de porotos. Muchos se trasladan constantemente en busca de alimentos o leña. La venta de leña en los pueblos es una de sus precarias fuentes de ingreso. También fabrican ladrillos y artesanías con fibras vegetales, tallas en madera y objetos de cerámica, o se emplean en obrajes madereros, desmontes y cosechas.
Los que han tenido la posibilidad de acceder a la educación formal, se han insertado trabajando como maestros, enfermeros del monte o incluso desempeñando cargos en instituciones como la Municipalidad, el Registro Civil o el Instituto del Aborigen Chaqueño.
Pero en general, desde el siglo XX sus condiciones de vida vienen empeorando.
Como ha pasado con otros pueblos originarios, muchos habitantes se han acriollado, han migrado a zonas urbanas en donde viven en barrios marginales. Otro tanto ha abandonado su religión para convertirse al protestantismo de grupos evangelistas, pentecostales y bautistas. La lucha de los wichís por obtener títulos de propiedad de las tierras que originariamente les pertenecen viene hace años, sin embargo se ven invadidos por empresarios ganaderos y agricultores.
A pesar de las adversidades, muchos mantienen ciertas creencias y costumbres, como la relación armoniosa con la naturaleza, el conocimiento de plantas medicinales y la presencia de un chamán con capacidad de curar al que llaman “jaiawo”. Como todos los pueblos originarios, tienen su propia visión del mundo, aunque siempre en tensión con la cultura colonizadora.
La batalla que libran recién comienza, y es dura. De ellos, y sólo de ellos, depende mantenerse como un grupo étnico con identidad propia pero integrado al mundo actual, o astillarse en miles de fragmentos hasta esfumarse. Tal vez, el caso más paradigmático se libra en la localidad chaqueña de El Sauzalito –separada por 300 kilómetros de barrosos caminos de la ciudad más cercana, Castelli–, donde la mayoría de la población es wichí y convive en armonía con los pobladores blancos, que son minoría.
En otros sitios, los aborígenes sufren una cruel discriminación, son reiteradamente estafados o expulsados de sus tierras, se les dificulta el acceso a la salud y a la educación pública, donde reciben condenas por hablar su propio idioma, el tsemlockwat. Incluso, algunos comerciantes reservan para los blancos el pan fresco, y al nativo, sólo le venden el duro. Muchos factores permitieron que la historia de El Sauzalito sea distinta.
Hace 30 años, este pueblo humilde pero en crecimiento no era más que una toldería habitada por unos pocos representantes de lo que había sido una gran tribu nómada de cazadores y recolectores que, sin tierras para transitar y en un medio ambiente degradado por la industria maderera, parecía sentenciada a la desaparición.
Hoy, cuando todavía el tendido eléctrico es una novedad, la instalación de una antena de telefonía móvil permitió que los jóvenes wichís usen celulares mientras en todo el pueblo hay menos de 10 líneas de teléfono fijo. “Fue un gran cambio. Es como si a alguien de la ciudad lo dejaran sólo al mediodía, sin agua, ni zapatos en el monte. Seguro que perecería”, reflexionó un joven al pensar en el viaje sin escalas que su gente realizó, en pocas décadas, desde los tiempos precolombinos al ocaso de la posmodernidad. Lejos de ser la panacea, los antiguos pobladores esbozan estrategias para no perder su esencia propia ni su destino dentro de este mundo.
Un golpe al pueblo
A principios de 2004 el gobierno de Salta decidió retirar el estatus protegido de la reserva natural de General Pizarro, una zona de 250 km² en el departamento de Anta donde vivían cien wichís, y vender parte de la tierra a dos empresas privadas, Everest SA y Initium Aferro SA, para deforestarla y plantar soja.
Después de meses de quejas, de lucha legal y una campaña patrocinada por Greenpeace, el 29 de septiembre de 2005 (después de una presentación en un programa popular de televisión) un grupo de artistas, actores, músicos, modelos, grupos ecologistas argentinos y representadores wichís lograron una reunión con el jefe de gabinete de ministros en ese entonces, Héctor Espina, quien fuera director de la Administración de Parques Nacionales y Néstor Kirchner, presidente de Argentina en ese entonces. El gobierno argentnbo prometió discutir el asunto con el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero.
El 14 de octubre de 2005, la Administración de Parques Nacionales y el gobierno de Salta firmaron un acuerdo para crear una nueva zona protegida nacional en General Pizarro. Comprimida la reserva a unos 12993 km², los wichís tienen el derecho de utilizar sólo 22 km² y son dueños de 8 km².
La organización en defensa de los derechos indígenas Survival International desarrolla desde hace años una campaña para conseguir apoyos internacionales para las reivindicaciones de las asociaciones wichís.
Empero, a pesar de esto, en 2016 la comunidad de Salta denunció que dueños de campos de soja se apropian de fincas, miles de hectáreas, utilizando hombres armados para desalojar familias enteras. La muerte de los niños por falta de atención médica denunció la violación de derechos de salud y educación al territorio.
La salud, el tema olvidado
María tiene 60 años y continúa labrando su tierra y criando mulas. Su mirada dulce contrasta con sus manos, tan ásperas como las yicas, artesanías de hilo tensado. Cuando alguien le dice que goza de buena salud para su edad, responde: “No se crea; casi me muero por un resfrío”, y comienza a despotricar contra la medicina del hombre blanco. Siempre corea lo mismo: que está cansada de las clínicas modernas y que volverá a confiar en los curanderos, versión local del clásico chamán que, con recetas poco ortodoxas y ayudas del más allá, vela por la salud de sus pares y difunde los mitos que explican la relación del wichí con el mundo.
“Conozco uno que cobra lo mismo que un doctor. Pero es mejor”, acusó. Lo cierto es que los representantes de las instituciones, que simbolizan el progreso o que administran ciertas cuotas de poder –maestras, policías, pastores, curas y, obvio, los médicos–, han defenestrado las técnicas tradicionales de sanación y a los curanderos, eternamente acusados de estafadores, malvivientes y de pergeñar brujerías. Sin embargo, poco se hizo para que los beneficios de la “medicina moderna” sean percibidos en este apartado paraje, ganado por la desnutrición, la leptospirosis, el mal de Chagas y el dengue.
Sólo basta señalar que, en varias ocasiones, los médicos enviados por el Gobierno fueron acusados de realizar prácticas discriminatorias. “Lo único que me faltaba. Morirme de un resfrío”, repitió María antes de explicar cómo un leve resfriado estuvo cerca de costarle la vida. Según cuenta, el único doctor del pueblo, cada vez que lo precisa, reúne a varios pacientes y llama una ambulancia para que los traslade –atravesando el camino de tierra de 300 kilómetros– hasta el hospital de la ciudad.
Esa tarde viajaron cómodos, ya que sólo iban un niño con diarrea, una anciana que debía ser operada de cataratas y otras tres personas engripadas. Pero a mitad del trayecto, una tormenta los sorprendió: el agua dificultaba la visión y corroía el modesto trazado. El conductor, de pronto, perdió el control, pisó el freno y el vehículo resbaló hasta caer en una zanja. Los golpes fueron menores, pero lo suficiente como para asustarlos. “Yo pensé que moría ahí mismo. ¡Y todo por un resfrío!”, volvió a exclamar.
El esfuerzo por educarse
El sol del trópico de Capricornio es inclemente. Incluso, los niños duermen la siesta y esperan que la tarde avance para ir a bañarse al río Bermejo, de aguas a veces somnolientas y otras, briosas. El domingo comienza a finalizar y Manuela lamentaba, como todos los niños del mundo, porque al día siguiente debía ir a la escuela. Pero sus motivos son otros. “Nosotros somos los únicos que vamos sin zapatos”, lloriqueó. Muchos inconvenientes deben sortear los aborígenes para lograr escolarizarse. Desde que nacen, los pequeños wichís se comunican con su familia en la lengua tsemlockwat y eso provoca problemas de integración cuando ingresan a la escuela, tanto con los maestros como con los otros alumnos. “Es habitual que los nenes entiendan la mitad de las tareas que dicta la maestra y por eso se aburren, sacan malas notas y no quieren ir más a la escuela”, explicó Marcelo, uno de los pocos jóvenes wichís graduados en una escuela agrotécnica.
A las dificultades idiomáticas se suman la pobreza con la que visten y calzan, la fuerte timidez y el recelo, herencia de años de persecución
El pueblo weenhayek en el chaco boliviano
Los wichís de nuestro país, Bolivia, son denominados weenhayek y se diferencian del resto por su variedad dialectal, incluyendo al grupo que vive en el área de la ciudad de Tartagal en Argentina
Aunque su situación parece ser un poco mejor sus demandas son las mismas y sus necesidades muy similares. Los weenhayek viven en Bolivia en las comunidades de San Antonio, Capirendita, Quebracheral, Algarrobal, San Bernardo, Villa Esperanza, Resistencia, Viscacheral y algunas otras otras, dentro de los municipios de Yacuiba, Villa Montes y Crevaux de la provincia Gran Chaco.
Tienen 22 comunidades y la Misión Sueca Libre en Villa Montes. La población que se auto-reconoció como weenhayek en el censo boliviano de 2001 fue de 973 personas. Este número aumentó a 3.322 en el censo de 2012.
Su economía se basa en la pesca y aunque por la baja de ésta intentaron dedicarse a la agricultura, cientos de veces se dieron cuenta que no nacieron para eso. Al igual que los wichís sus niños también sufren por escolarizarse, hay sólo una escuela hasta grado de bachillerato y son muy pocos los que pueden acceder a ella.
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Ya en el siglo pasado, los militares argentinos organizaron campañas para entregar sus tierras a la agricultura y a la industria maderera. Su hogar resultó tan raleado como su población. Hoy enfrentan el avance de los misioneros evangelistas y de la deforestación, mientras buscan estrategias para mantener sus costumbres ancestrales y el bilingüismo en las escuelas públicas. Así viven los últimos descendientes de una brava estirpe.
En otros tiempos, los wichís vivían rodeados de abundantes zonas boscosas y pastizales. En la actualidad, el sobrepastoreo, la explotación forestal, la exploración petrolera y la deforestación para la agricultura y la industria, han llevado a la desertificación de la tierra y a la pérdida de la biodiversidad. De esta manera, la economía de un pueblo ancestral se ve peligrosamente amenazada por la economía moderna.
La gran mayoría de las familias viven en chozas hechas con ramas y nylon negro, que les proveen como protección en la recolección de porotos. Muchos se trasladan constantemente en busca de alimentos o leña. La venta de leña en los pueblos es una de sus precarias fuentes de ingreso. También fabrican ladrillos y artesanías con fibras vegetales, tallas en madera y objetos de cerámica, o se emplean en obrajes madereros, desmontes y cosechas.
Los que han tenido la posibilidad de acceder a la educación formal, se han insertado trabajando como maestros, enfermeros del monte o incluso desempeñando cargos en instituciones como la Municipalidad, el Registro Civil o el Instituto del Aborigen Chaqueño.
Pero en general, desde el siglo XX sus condiciones de vida vienen empeorando.
Como ha pasado con otros pueblos originarios, muchos habitantes se han acriollado, han migrado a zonas urbanas en donde viven en barrios marginales. Otro tanto ha abandonado su religión para convertirse al protestantismo de grupos evangelistas, pentecostales y bautistas. La lucha de los wichís por obtener títulos de propiedad de las tierras que originariamente les pertenecen viene hace años, sin embargo se ven invadidos por empresarios ganaderos y agricultores.
A pesar de las adversidades, muchos mantienen ciertas creencias y costumbres, como la relación armoniosa con la naturaleza, el conocimiento de plantas medicinales y la presencia de un chamán con capacidad de curar al que llaman “jaiawo”. Como todos los pueblos originarios, tienen su propia visión del mundo, aunque siempre en tensión con la cultura colonizadora.
La batalla que libran recién comienza, y es dura. De ellos, y sólo de ellos, depende mantenerse como un grupo étnico con identidad propia pero integrado al mundo actual, o astillarse en miles de fragmentos hasta esfumarse. Tal vez, el caso más paradigmático se libra en la localidad chaqueña de El Sauzalito –separada por 300 kilómetros de barrosos caminos de la ciudad más cercana, Castelli–, donde la mayoría de la población es wichí y convive en armonía con los pobladores blancos, que son minoría.
En otros sitios, los aborígenes sufren una cruel discriminación, son reiteradamente estafados o expulsados de sus tierras, se les dificulta el acceso a la salud y a la educación pública, donde reciben condenas por hablar su propio idioma, el tsemlockwat. Incluso, algunos comerciantes reservan para los blancos el pan fresco, y al nativo, sólo le venden el duro. Muchos factores permitieron que la historia de El Sauzalito sea distinta.
Hace 30 años, este pueblo humilde pero en crecimiento no era más que una toldería habitada por unos pocos representantes de lo que había sido una gran tribu nómada de cazadores y recolectores que, sin tierras para transitar y en un medio ambiente degradado por la industria maderera, parecía sentenciada a la desaparición.
Hoy, cuando todavía el tendido eléctrico es una novedad, la instalación de una antena de telefonía móvil permitió que los jóvenes wichís usen celulares mientras en todo el pueblo hay menos de 10 líneas de teléfono fijo. “Fue un gran cambio. Es como si a alguien de la ciudad lo dejaran sólo al mediodía, sin agua, ni zapatos en el monte. Seguro que perecería”, reflexionó un joven al pensar en el viaje sin escalas que su gente realizó, en pocas décadas, desde los tiempos precolombinos al ocaso de la posmodernidad. Lejos de ser la panacea, los antiguos pobladores esbozan estrategias para no perder su esencia propia ni su destino dentro de este mundo.
Un golpe al pueblo
A principios de 2004 el gobierno de Salta decidió retirar el estatus protegido de la reserva natural de General Pizarro, una zona de 250 km² en el departamento de Anta donde vivían cien wichís, y vender parte de la tierra a dos empresas privadas, Everest SA y Initium Aferro SA, para deforestarla y plantar soja.
Después de meses de quejas, de lucha legal y una campaña patrocinada por Greenpeace, el 29 de septiembre de 2005 (después de una presentación en un programa popular de televisión) un grupo de artistas, actores, músicos, modelos, grupos ecologistas argentinos y representadores wichís lograron una reunión con el jefe de gabinete de ministros en ese entonces, Héctor Espina, quien fuera director de la Administración de Parques Nacionales y Néstor Kirchner, presidente de Argentina en ese entonces. El gobierno argentnbo prometió discutir el asunto con el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero.
El 14 de octubre de 2005, la Administración de Parques Nacionales y el gobierno de Salta firmaron un acuerdo para crear una nueva zona protegida nacional en General Pizarro. Comprimida la reserva a unos 12993 km², los wichís tienen el derecho de utilizar sólo 22 km² y son dueños de 8 km².
La organización en defensa de los derechos indígenas Survival International desarrolla desde hace años una campaña para conseguir apoyos internacionales para las reivindicaciones de las asociaciones wichís.
Empero, a pesar de esto, en 2016 la comunidad de Salta denunció que dueños de campos de soja se apropian de fincas, miles de hectáreas, utilizando hombres armados para desalojar familias enteras. La muerte de los niños por falta de atención médica denunció la violación de derechos de salud y educación al territorio.
La salud, el tema olvidado
María tiene 60 años y continúa labrando su tierra y criando mulas. Su mirada dulce contrasta con sus manos, tan ásperas como las yicas, artesanías de hilo tensado. Cuando alguien le dice que goza de buena salud para su edad, responde: “No se crea; casi me muero por un resfrío”, y comienza a despotricar contra la medicina del hombre blanco. Siempre corea lo mismo: que está cansada de las clínicas modernas y que volverá a confiar en los curanderos, versión local del clásico chamán que, con recetas poco ortodoxas y ayudas del más allá, vela por la salud de sus pares y difunde los mitos que explican la relación del wichí con el mundo.
“Conozco uno que cobra lo mismo que un doctor. Pero es mejor”, acusó. Lo cierto es que los representantes de las instituciones, que simbolizan el progreso o que administran ciertas cuotas de poder –maestras, policías, pastores, curas y, obvio, los médicos–, han defenestrado las técnicas tradicionales de sanación y a los curanderos, eternamente acusados de estafadores, malvivientes y de pergeñar brujerías. Sin embargo, poco se hizo para que los beneficios de la “medicina moderna” sean percibidos en este apartado paraje, ganado por la desnutrición, la leptospirosis, el mal de Chagas y el dengue.
Sólo basta señalar que, en varias ocasiones, los médicos enviados por el Gobierno fueron acusados de realizar prácticas discriminatorias. “Lo único que me faltaba. Morirme de un resfrío”, repitió María antes de explicar cómo un leve resfriado estuvo cerca de costarle la vida. Según cuenta, el único doctor del pueblo, cada vez que lo precisa, reúne a varios pacientes y llama una ambulancia para que los traslade –atravesando el camino de tierra de 300 kilómetros– hasta el hospital de la ciudad.
Esa tarde viajaron cómodos, ya que sólo iban un niño con diarrea, una anciana que debía ser operada de cataratas y otras tres personas engripadas. Pero a mitad del trayecto, una tormenta los sorprendió: el agua dificultaba la visión y corroía el modesto trazado. El conductor, de pronto, perdió el control, pisó el freno y el vehículo resbaló hasta caer en una zanja. Los golpes fueron menores, pero lo suficiente como para asustarlos. “Yo pensé que moría ahí mismo. ¡Y todo por un resfrío!”, volvió a exclamar.
El esfuerzo por educarse
El sol del trópico de Capricornio es inclemente. Incluso, los niños duermen la siesta y esperan que la tarde avance para ir a bañarse al río Bermejo, de aguas a veces somnolientas y otras, briosas. El domingo comienza a finalizar y Manuela lamentaba, como todos los niños del mundo, porque al día siguiente debía ir a la escuela. Pero sus motivos son otros. “Nosotros somos los únicos que vamos sin zapatos”, lloriqueó. Muchos inconvenientes deben sortear los aborígenes para lograr escolarizarse. Desde que nacen, los pequeños wichís se comunican con su familia en la lengua tsemlockwat y eso provoca problemas de integración cuando ingresan a la escuela, tanto con los maestros como con los otros alumnos. “Es habitual que los nenes entiendan la mitad de las tareas que dicta la maestra y por eso se aburren, sacan malas notas y no quieren ir más a la escuela”, explicó Marcelo, uno de los pocos jóvenes wichís graduados en una escuela agrotécnica.
A las dificultades idiomáticas se suman la pobreza con la que visten y calzan, la fuerte timidez y el recelo, herencia de años de persecución
El pueblo weenhayek en el chaco boliviano
Los wichís de nuestro país, Bolivia, son denominados weenhayek y se diferencian del resto por su variedad dialectal, incluyendo al grupo que vive en el área de la ciudad de Tartagal en Argentina
Aunque su situación parece ser un poco mejor sus demandas son las mismas y sus necesidades muy similares. Los weenhayek viven en Bolivia en las comunidades de San Antonio, Capirendita, Quebracheral, Algarrobal, San Bernardo, Villa Esperanza, Resistencia, Viscacheral y algunas otras otras, dentro de los municipios de Yacuiba, Villa Montes y Crevaux de la provincia Gran Chaco.
Tienen 22 comunidades y la Misión Sueca Libre en Villa Montes. La población que se auto-reconoció como weenhayek en el censo boliviano de 2001 fue de 973 personas. Este número aumentó a 3.322 en el censo de 2012.
Su economía se basa en la pesca y aunque por la baja de ésta intentaron dedicarse a la agricultura, cientos de veces se dieron cuenta que no nacieron para eso. Al igual que los wichís sus niños también sufren por escolarizarse, hay sólo una escuela hasta grado de bachillerato y son muy pocos los que pueden acceder a ella.
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