Vida en familia
6 errores comunes con nuestro hijo adolescente
La adolescencia es el período de desarrollo en el que el menor debe enfrentarse a numerosos cambios físicos, psicológicos, cognitivos, emocionales y sociales que les provocarán mucha inestabilidad e incertidumbre
Si existe una etapa educativa difícil de acompañar es sin duda la adolescencia. Un período educativo convulso que a las familias a menudo nos cuesta mucho entender y manejar. Donde parece que la calma en casa sea casi imposible y las disputas y los tira y afloja con nuestros hijos se entrelazan sin parar.
Como padres y madres siempre actuamos con nuestros hijos con la mejor de las intenciones, pretendiendo darles todo aquello que necesitan y mostrándoles nuestra ayuda y comprensión. Pero cuando nuestros hijos e hijas llegan a la adolescencia, parece que esa sintonía desaparezca y nuestra relación empeore sin saber muy bien cómo entenderles y seguir acompañándolos.
La impotencia y la culpa nos invaden cuando las malas caras, las salidas de tono y los reproches son constantes. Conductas en ocasiones rebeldes, insolentes y desafiantes que nos hacen sentir que hemos pasado a un segundo plano, que nos han perdido el respeto y que nuestros consejos u opiniones han dejado de interesarles.
La adolescencia es el período de desarrollo en el que nuestros hijos deben hacer frente a numerosos cambios físicos, psicológicos, cognitivos, emocionales y sociales que les provocarán mucha inestabilidad e incertidumbre. A estos cambios, deberemos sumarles las dificultades que presentan para controlar su impulsividad, para modular las emociones por las que transitan con tan alto voltaje y expresar correctamente qué es lo que les sucede o preocupa.
Una etapa de transformación y reafirmación personal que les hace actuar de una forma desajustada, impredecible y desmedida y les hace vivir entre extremos. Unos años de sana desobediencia, de numerosos aprendizajes, de búsqueda de nuevos límites y retos. De vulnerabilidad y fuerza a igual medida y egocentrismo en estado puro.
Es muy complicado acompañar a alguien que muestra tantas dificultades para hacer frente a la frustración, reconocer sus errores y mostrarse reflexivo. Que reclama su espacio y libertad, en ocasiones con mucha insolencia e indiferencia. Pero es en esta etapa tan complicada cuando nuestros hijos e hijas necesitan que les mostremos nuestra mejor versión. Que sigamos siendo sus guías, el pilar donde apoyarse, el refugio donde acudir cuando sientan que todo cambia y se tambalea.
Nuestros adolescentes necesitan que les ayudemos a descifrar el torbellino de sentimientos que sienten, que les digamos a diario que estamos a su lado sin condición que les acompañemos y se sientan protegidos. Potenciando un lenguaje positivo y utilizando una mirada llena de reconocimiento y amor.
A un adolescente se le educa con grandes dosis de serenidad y empatía. Entendiendo lo difícil que es para ellos hacerse mayor y vivir en una sociedad tan cambiante como es la nuestra. Comprendiendo y aceptando que educar es una carrera de fondo, un trayecto lleno de altibajos donde no se puede tener prisa por conseguir lo que pretendemos, ya que los objetivos se logran a largo plazo.
A su lado, necesitan adultos, pacientes que entiendan lo que les sucede, que atiendan sus necesidades, que los escuchen sin cuestionarlos. Que acompañen con cariño sus alegrías y los momentos más ansiosos, tristes o llenos de incertidumbre. Que les sostengan cuando se sientan vulnerables o desbordados, que les dejen ser tal y como ellos desean mostrarse y les ayuden a construir un buen autoconcepto y una apropiada autoestima.
Que sea una etapa tan agitada no significa que también pueda llegar a ser maravillosa. Nuestros hijos han crecido mucho, pero siguen siendo nuestros pequeños a los que les gustaba jugar con nosotros, que les achuchásemos y les mimásemos. Nuestros adolescentes necesitan sentir que les entendemos, respetamos y nos les juzgamos ni les llenamos de etiquetas por todo aquello que sienten o hacen. Que conectamos con ellos emocionalmente y les acompañamos sin dramatismos y con grandes dosis de sentido común y de humor.
Necesitan que les expresemos nuestro amor de forma incondicional a diario, que consensuemos normas con calma, que flexibilicemos los límites y les expresemos nuestra confianza. Que no les ahoguemos con nuestras expectativas o juicios de valor. Nuestros hijos e hijas precisan toneladas de miradas serenas que acojan, palabras que entiendan, abrazos que protejan.
¿Cuáles son los errores que debemos dejar de cometer con nuestros hijos e hijas adolescentes?
· Pretender que piensen y actúen igual que nosotros. La adolescencia se caracteriza por la necesidad de libertad e independencia. Nuestros hijos necesitan desarrollar su espíritu crítico y empezar a decidir cómo quieren que sea su propio camino.
· Querer que siempre nos hagan caso. Si algo define a un adolescente es su rebeldía. Establezcamos normas y límites de manera consensuada para conseguir una buena convivencia, acompañándolos, encontrando un equilibrio entre lo que ellos desean y lo que es posible y adecuado.
· Negarles que expresen lo que sienten. Nuestros hijos adolescentes necesitan sentir que sus padres validan sus emociones. Ayudémosles a identificarlas, modularlas y a gestionarlas correctamente.
· Pensar que ya no nos necesitan. En esta etapa de desarrollo nuestros hijos necesitan más que nunca de nuestra presencia y disponibilidad, aunque no nos lo demuestren. Que nos convirtamos en un modelo estable, seguro y coherente para ellos.
· No respetar su necesidad de intimidad y soledad, sus ritmos para aprender, sus necesidades u opiniones cambiantes. Nuestros hijos necesitan espacio para crecer con libertad, sintiendo que no les reprochamos los errores, que respetamos sus espacios y sus pocas ganas de explicar.
· No cumplir nuestras promesas. Nuestros adolescentes necesitan sentir que pueden confiar en nosotros, por esa razón es imprescindible que cumplamos todo aquello que les decimos que vamos a hacer.
Aprendamos a mirar a los adolescentes con ganas de entenderlos, a acompañarlos con calma, con firmeza, sin reproches y entendiendo que cuanto más rebelde se muestren más necesitarán de nuestro cariño y coherencia. Cómo decía John Woonden: “La gente joven necesita modelos, no críticos”.
Los padres, auténticos referentes
Un aspecto fundamental es que el adolescente siempre quiere enorgullecerse de sus padres. Si lo siente así, lo cuenta, lo subraya y busca continuamente ser como ellos. Por eso es de vital importancia convertirse en auténticos modelos a seguir, “porque eres un referente si estás estudiando; eres un referente en cómo te va en el trabajo; en la relación de pareja que estás manteniendo y, por lo tanto, en la sexualidad que estás proyectando; eres un referente en el consumo de sustancias tóxicas; en cómo aprovechas tu tiempo libre; en si te cuidas o no... El adolescente no escucha nada de lo que decimos, pero sin embargo aprende todo lo que hacemos”, reflexiona Alejandro Rodrigo, experto en intervención social y educativa con menores sujetos a medidas judiciales..
Para acompañar de la mejor manera posible a los hijos, muchos hogares establecen unas reglas de convivencia (y para ello, usan las seis herramientas que Rodrigo identifica como normas —explícitas o implícitas—, límites, castigos, consecuencias, premios y recompensas). Conceptos que, a pesar de su utilidad, quedan subordinados a lo señalado anteriormente: “Si tú eres un verdadero referente, no te hace falta desarrollar todo un sistema de normas explícitas; y al chico o chica no le hace falta tener un cuadrante con lo que ha de hacer o no, o los protocolos que tiene que seguir... Mejor pocas normas y muy claras”, añade. Los padres, como referentes, confían en su hijo, y este confía plenamente en que no la va a fastidiar, pero que, si lo hace, puede disculparse con ellos.
Rodrigo advierte que no es lo mismo que un acto tenga consecuencias que usar castigos, “porque todos en la adolescencia hemos sentido una gran sensación de injusticia ante los castigos. Cuando el menor incumple una norma, siendo consciente de ello y de la consecuencia que conllevaba, normalmente la acepta. Pero, si no lo sabía, no acepta el castigo”. De la misma manera, apunta, son mejores las recompensas (metas explicadas y marcadas con anterioridad) que los premios (que son aleatorios y pueden desestabilizar), y en cualquier caso usadas de forma puntual, “porque al final estamos enseñando a los chicos a crecer evitando castigos y con base en el chantaje, muchas veces, de qué voy a obtener a cambio. Lo que debemos hacer es enseñarles, con nuestro ejemplo, que son ellos los que tienen que encontrar la motivación interna para hacer bien las cosas”.
Se trata de un proceso en el que la educación emocional juega un papel importantísimo, para que los hijos aprendan a identificar sus propias emociones (al menos, las cinco básicas: miedo, ira, tristeza, alegría y asco). “Una persona está equilibrada emocionalmente cuando sabe diferenciar las cinco, identificar cuándo está inmerso en cada una de ellas y cuando una emoción le está desbordando”, y para ello es necesario que los padres sean conscientes de ello, “porque si yo no identifico bien las emociones que estoy viviendo, difícilmente le puedo pedir a mi hijo o hija que se autorregule bien cuando están enfadados”.
“Los cambios neurobiológicos de la adolescencia son necesarios y productivos”
Rafael Benito Moraga, nacido en San Sebastián en 1964, licenciado en Medicina y Cirugía, está especializado en psiquiatría, terapia familiar y en neurobiología del apego, el trauma y el desarrollo. Trabaja en el Centro de Psiquiatría Integral (San Sebastián) y es docente en el Diplomado de traumaterapia infantil sistémica dirigido por Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan.
PREGUNTA. ¿Qué podría decir qué ofrece la neuroeducación al ámbito educativo? Y, particularmente, ¿qué beneficios resultarían para el adolescente?
RESPUESTA. Tomando el concepto de educación como adquisición de conocimientos y formación integral de la persona, el conocimiento del neurodesarrollo durante esa etapa de la vida, nos ofrece una perspectiva de la adolescencia completamente diferente a la que indican los mitos, los prejuicios o la sabiduría popular. Si atendemos a lo que sucede en el cerebro durante esa época de la vida, podemos ver es ahí donde se reabren, en las redes neurales, caminos que habían estado cerrados o dormidos durante la segunda infancia.
El cerebro del adolescente experimenta cambios que le hacen vivir las emociones con mucha más intensidad. De ahí que los adolescentes lo vivan todo con pasión, busquen novedades o experimenten. Por otro lado, estas mismas características conllevan riesgos: pueden lanzarse con más facilidad a ideas peligrosas como el consumo de drogas o relaciones sexuales sin protección... y, las emociones, pueden controlar su conducta, generando comportamientos imprudentes como hemos visto durante la pandemia.
P. Al adolescente suele relacionársele con la irritabilidad, sin unos objetivos claros o reservado familiarmente. Aunque esto no puede aplicarse a todos los jóvenes, ¿cuál es su opinión al respecto y qué explicación se podría dar?
R. Es evidente que el organismo del adolescente experimenta una aceleración de su crecimiento durante la pubertad, el famoso “estirón”. Y, el sistema nervioso, como parte del cuerpo, participa también de esa reactivación del desarrollo. No obstante, no lo hace de un modo armónico.
Tomemos, por ejemplo, el caso de la amígdala, un pequeño núcleo situado en el interior del cerebro, conocido sobre todo porque desencadena intensas respuestas de lucha o huida ante las amenazas. Durante la adolescencia su volumen aumenta mucho, lo que se acompaña de un incremento en su actividad. Esto explica la hipersensibilidad de los adolescentes ante las amenazas, su propensión a actuar con rabia y la alta reactividad emocional. Y, también, cambian los circuitos relacionados con el placer y la recompensa.
Además, la zona frontal del encéfalo, el “director de orquesta” del cerebro, enlentece su desarrollo. Esto es, durante los primeros años de esta etapa resulta más difícil controlar las reacciones de miedo y rabia de la amígdala, y también cuesta tolerar demoras en la gratificación de los deseos.
P. ¿Qué consejos daría a los padres para que no se sientan frustrados ante la probable desidia de su hijo adolescente o a que se encierre en sí mismo?
R. Es normal que se den durante la adolescencia momentos de apatía y desidia. Una vez más, encontramos la explicación en el estado de sus cerebros. Los centros del placer son, asimismo, los centros de la motivación, que no es sino anticipar el gusto que nos va a dar hacer la tarea que corresponda. Cuando las actividades ofrecen al adolescente una gratificación inmediata, no hay problema: se lanzará de inmediato a realizarla. El problema llega con tareas tediosas o actividades que no les permitan disfrutar en el momento. Es ahí cuando necesitarían un córtex prefrontal activo, un “director de orquesta” que movilizara las reservas de energía y pusiera el cerebro a trabajar; pero, sabemos que el córtex prefrontal de los adolescentes no es lo suficientemente fuerte.
Los padres deben expresar comprensión con sus dificultades e incentivar al adolescente con recompensas afectivas, con elogios y palabras de ánimo e incluso hacer junto a él algunas tareas. Las recompensas monetarias son útiles, pero no deben ser la única fuente de refuerzo.
P. El joven estudiante que se siente desmotivado frente a su formación académica: ¿cómo deberían ser los educadores para lograrse buenos resultados y que ellos se sintiesen menos frustrados?
R. Se ha comprobado que el rendimiento cognitivo del adolescente mejora mucho cuando se utilizan recompensas como incentivos, esto es: un abrazo o una caricia, elogiar el esfuerzo cuando no haya buenos resultados y dar importancia a lo logrado, aunque no alcance la perfección. La tendencia a no felicitar a los adolescentes cuando superan un examen porque aprobarlo “es su obligación”, me parece perjudicial.