Regusto amargo

Hasta hoy yo era de los que pensaba que cuando te tienen que dar una buena y una mala noticia, siempre es mejor escuchar primero la buena, pues te alegras plenamente antes de prepararte a recibir la mala.
Como decía, esta situación era así hasta hoy. Hoy me he sentido como cuando todo el mundo habla de ti, pero no consigues saber si es para bien o para mal. Esa incertidumbre incómoda, que nuestro positivismo nos empuja a percibir con expectación, incluso alegría, pero que tantas y tantas veces se queda en mera decepción.
Saboreas en tus labios la miel del éxito, pero luego resulta estar envenenada o caducada o, simplemente no sabes o no puedes digerirla.
Es la tormenta que destruye la calma, es esa ocasión en la que estás feliz porque has sacado una buena nota, pero a tu amigo le han suspendido. También es cuando tu esfuerzo y tu trabajo, guiado quizá por una fe ciega, termina en el contenedor de papel de la esquina más próxima.
¿Y qué te queda sino resignarse y volverse a levantar? Pues te queda la lección de que arriesgar es llamar al fracaso, que innovar sólo lo hacen los locos y que la ilusión tiene una hermanastra malvada, que le hace la puñeta.
Decepción, profunda decepción conmigo mismo, por no estar a la altura una vez más, por fracasar a sabiendas de que no siempre te puedes permitir ganar. Entonces aparece en tu mente el gusano de la conspiración, del engaño, de la parcialidad, para recordarte que la victoria distingue entre triunfadores y mediocres, que el trabajo de otros desmerece al tuyo.
Pero sabes que no es así, que el fracaso te acerca a la victoria, que la humildad es cura de la soberbia y que el trabajo siempre obtiene su justo premio, que la sencillez es la cualidad del cauto. Es por esto que hoy el regusto es más amargo que nunca.
Supongo que para saber ganar, también hay que saber perder.
Hoy mi canción es: «Nada que perder» Maná


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