54 días

Me pareció que las palabras se habían acabado, que las sílabas con sus letras y sus nexos se borraban y difuminaban como gotas de lágrimas derramadas sobre el papel en el que un día me propuse escribirte una canción.

Me quedé observando cómo el papel bebía del fruto de la pena, cómo absorbía cada trazo y lo convertía en una mancha azul, que al secar dejaba marcada la impronta de la tristeza.

Pasaba horas o meses, nunca me paré a pensarlo, aferrándome a un recuerdo borroso que sólo mantenía lo mejor de ti, y que no dejaba de alimentar mis anhelos de poder mirarte a los ojos algún día y guitarra en mano, acariciar los acordes a los que puse tu nombre.

Recuerdo que fue en una de esas tardes en las que la lluvia devolvía el eco de los suspiros que dibujaba en los cristales de mi habitación, cuando mirando cómo el último de los rayos de sol se desvanecía entre el avance impetuoso de la tormenta, te sentí más lejos que nunca.

Y tuve que asumir que aquella canción moriría antes de ser interpretada, que las notas sobre el pentagrama sólo eran silencios, sinfonías para instrumentos mudos. Vi cómo los versos y las rimas se reescribían, adquiriendo una musicalidad infantil y cursi.

Evaporadas por el fuego del dolor, liberé todas aquellas palabras que mantuve secuestradas para que sólo te perteneciesen a ti, permitiendo que volviesen a recobrar el uso vulgar que otros solían darles.

Me quedé mirando el papel, ahora en blanco, incapaz de escribir nada, pues sentí que nada había ya en el mundo que diera sentido a más de dos palabras juntas sin tener que tacharlas.

Y permanecí así durante cincuenta y cuatro días, los que transcurrieron hasta que una noche, en la intimidad de la mesa más apartada de un garito cualquiera en una ciudad desconocida, una guitarra que no era la mía interpretó por primera vez aquella canción.

Hoy mi canción es: “Photofinish” Zahara


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