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Mi Lupita

En el día de la mujer, quiero contarles una recóndita historia que carga mi alma, probablemente la más íntima de mi vida; la de una víctima que calló muchos años y que se llevó al cielo su verdad. No podría honrar mejor su memoria, si no dejo correr en estas amargas líneas, el desahogo de mi impotencia, aunque sea después de 17 años.

El año 2006, mi familia estuvo en Cochabamba por una prolongada pero necesaria estadía. Mi abuelo, el pilar más fuerte, se encontraba delicado de salud y estuvo internado por más de 4 meses en terapia intensiva.

Lupita, mi amada tía, un ser de luz, fue nuestra anfitriona. La recuerdo siempre muy bien arreglada, con extensiones de cabello que tanto cuidaba y sus gafas de sol, tan grandes que le cubrían todo el rostro, gafas cómplices que ocultaban sus penas, lágrimas y desdichas. En su hermoso rostro siempre estampada su dulce sonrisa, que quiero creer que yo la heredé. Hermosa, así la recuerdo.

Lupita poseía, como característica principal, una incomparable inocencia. Era la tercera de cuatro hermanos, mi madre, la hermana menor.  Su marido, era el clásico recalcitrante machista boliviano, frívolo, narcisista y mirando en perspectiva el pasado, un cobarde criminal. Le encantaba la farra y los lujos, fue un niño de cuna de oro, de esas historias de las familias señoriales de otrora. Le gustaba castigar cobardemente a los débiles. Hombre abusivo y violento, que, envalentonado por el alcohol, disfrutaba golpeando a las mujeres; su víctima recurrente, mi Lupita.

Esos días fueron muy traumáticos, por un lado, me invadió la angustia por la salud de mi abuelo y, por otro lado, conocí la indignación e impotencia en su máxima expresión, ya que todas las noches como una novela de terror, escuchaba el maltrato despiadado que sufría Lupita.  Desde las tres de la mañana, comenzaban los insultos golpes y el llanto de mis pequeños primos; el miedo, rabia, dolor, tristeza… eran sentimientos que se entremezclaban con la impotencia. Mirar atrás duele.

Un día, finalmente se desató el terror. El pánico de ese momento me marcó para siempre.  Lupita llego con su verdugo, y antes de ingresar a la casa, escuche gritos de auxilio. Mi madre se armó de valor y bajó a defender a su hermana. Yo y mis pequeños primos, desde la ventana del segundo piso observamos la escena dantesca. El matón arrastraba a mi tía por el piso, dejando desparramadas sus pendras de vestir y extensiones de pelo y con la otra mano propinó un manazo a mi mamá. Luego golpeó a Lupita contra la manija de la puerta, rompiéndole los dientes. La escena se tiño de sangre, mis primos gritaban: “papá no mates a mi mamá”, pero nada parecía detener al cobarde niño rico. Recuerdo que subió las gradas y bajó con un arma, mientras continuaba amenazando a todos.  Luego el cobarde huyó.

Lupita buscó atención médica y luego llegaron a la fiscalía para presentar la denuncia correspondiente, solo para darse de bruces con la sorpresa de que el agresor ya se había adelantado, interponiendo él, su propia denuncia. Vanas fueron las claras pruebas de quien fue la ensangrentada víctima. Pesaba más la billetera del matón, que los derechos de Lupita. El poder y la putrefacción de la justicia, ya eran evidente desde ese entonces, mostraron su peor cara.

El agresor para disimular su delito, denunció por abandono de hogar a Lupita. Luego la echó de su casa, sin permitirle retirar sus prendas y la alejando de sus hijos. El canalla no se detuvo ante nada, amparado en su dinero y su poder. Compró todas las conciencias que se le interpusieron.  Salió limpio e impune de sus delitos.

Lupita nunca volvió a ser la misma, ella perdió la esperanza, su fe, sus hijos, sus pocos bienes, hasta su dignidad y el valor como mujer en la sociedad.

Su hermosa sonrisa pronto se marchito y se adentró en un pantano sombrío de angustias y decepciones que nadie pudo entender. Con mucho dolor, debo aceptar que nunca más volvió a ser feliz. El 2018 con apenas 46 años falleció, aislada de sus hijos, su más grande tesoro.

Sé que, como ella, muchas mujeres bolivianas, día a día, sufren maltrato, chantaje, golpes, insultos y terminan siendo dependientes de sus agresores y en muchos casos mueren en manos de estos. Cuando escucho la palabra abuso, veo el rostro de miguel.

Contar la historia de Lupita no cambia el pasado, pero pienso que es un granito para construir un mejor futuro. Por más leyes que existan en este país, el problema radica en la fragilidad de nuestras débiles instituciones. Es insuficiente tener una buena ley, que sea ejemplo en otros países; la clave está en tener un sistema judicial independiente e imparcial, de personas probas, que no incline su balanza al poderoso.

Mi tía fue una flor que se marchitó. Su agresor, apagó su esperanza, quien logró que poco a poco y con mucho dolor, se despida de este mundo.

Todos y todas tenemos una historia que recordar.  Desde el fondo de mi corazón, en el día de la mujer, espero que las Lupitas que hoy florecen en nuestro país, no padezcan impunemente su suerte.  Sueño con un país donde el Estado proteja a los ciudadanos, y no los ciudadanos tengamos que protegernos del estado; si fuese así, hoy podría abrazar a mi lupita.


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