Sobre el olvido

El 2 de boédrominon fue el día en el que atenea y poseidón compitieron para ser el dios patrocinador de atenas. Fue un combate entre dioses. Con un perdedor. No es bueno saber que todo un dios ha perdido, de manera que se decidió olvidarlo. Con vehemencia e intensidad. Por ello se eliminó ese día del calendario –en el mes de boédrominon se pasaba del día 1 al 3, sin transitar jamás el 2–. Para sellar esa apuesta contra la memoria se erigió, en el erecteion de la acrópolis –el punto del enfrentamiento entre poseidón y atenea–, un altar a lethe, la diosa del olvido. Hoy, en efecto, ni siquiera recordamos todo eso. Tal vez, al leer o escribir estas líneas, un poseidón, una atenea, una lethe, olvidados y dormidos en el interior de las rocas, hayan movido un poco sus párpados, sin apenas recordar todo esto, creyendo que, en efecto, son rocas. Tras la toma en verdad violenta de mileto por los persas, frínico escribió la tragedia la toma de mileto. Fue un éxito, al punto que el público, descompuesto, se deshizo en llantos y gritos con absoluta desmesura. Tanta que se decidió, por eso mismo, impedir que la obra se volviera a representar nunca jamás –como así ha sido–, y multar con 1000 dracmas a frínico. Nunca más se volvió a representar una tragedia con final tormentoso que se desarrollara en atenas. Desde entonces, siempre sucedían en otras ciudades. Y sucede algo parecido hoy, tal vez gracias a aquella decisión. La tragedia se prefiere en la ficción, de manera que solo se le llama tragedia cuando no sucede en la ficción, sino cerca, en tu ciudad, en tu vida. Tras el fin de la sangrienta guerra civil en atenas entre los demócratas y los treinta tiranos, se emitió un decreto, en el que quedaba prohibido “recordar las desgracias”. La asamblea decidió también obligar a toda la ciudadanía a un juramento, en el que cada individuo tenía que modular las palabras “yo no recordaré nunca las desgracias”. Y las olvidaron, al punto que isócrates llegó a describir la democracia como, básicamente, olvido: “nos gobernamos de manera tan bella como si no nos hubiera ocurrido ninguna desgracia”. Por eso mismo vivir, su grandeza y certeza, consiste en olvidar, de la misma manera que la rotundidad de la vida tiene algo que ver con el hecho de desnudarse, que no es otra cosa que desprenderse de algo molesto.

Solo hay algo comparable a la belleza y turbación que posee la memoria. Su peso e inutilidad paralizante, cuando solo conduce a ella misma y solo habla de sí misma. Densa e innegociable, la memoria solo es un bulto. No sirve, siquiera, para recordar nada importante. La injusticia, por ejemplo, debe ser reconocida sin memoria alguna, como la reconocen los niños. Hacerlo a través de la memoria ya es un rodeo, ya es pactar con la injusticia. No somos mejores que los griegos. Y ellos olvidaron. Olvida. Olvídate. A lo largo de estas líneas ya lo has hecho. Ha desaparecido algo de ese peso en las costillas. Es solo el inicio del alivio sin fin del olvido.

Con estos recuerdos desordenados –y ese era el sentido de estas líneas–, a los huesos de mis abuelos le han vuelto el agua y la sangre y la piel. Los vuelvo a ver si me giro, y a oler si respiro. Están nuevamente sentados, con sus brazos aplastados en los reposabrazos roídos de sus sillones. Vuelven a ser nuestros espectadores silenciosos. Son dos faraones hieráticos y benignos. Eternos y desconocedores de su último minuto. Y con aquella sonrisa extraña en sus rostros, en la que pienso reiteradamente. Esa sonrisa no era pasaporte ni autorización para todas nuestras fechorías ruidosas. De hecho, no era para nosotros. Esa sonrisa era para ellos. Por lo que era, y es, un enigma. Que, con el paso del tiempo, creo que he descifrado. Nosotros, los observados, éramos el futuro. No éramos ese futuro del que hablan los telediarios, cuando hablan de los niños. Éramos el futuro, literalmente. Carecíamos de pasado, y no sabíamos la importancia de los recuerdos que fabricábamos. Ni siquiera sabíamos, de hecho, la importancia de la palabra recuerdo. Éramos el futuro en estado puro. Éramos, por eso mismo, algo no esperado ni previsto, un imposible, en una guerra, o en un campo, ese pasado continuo. Tal vez, y esto explica la brutalidad e intensidad de una guerra, éramos lo único que, al cabo de los años, no era guerra. Una guerra devora varias generaciones, hasta que nace una, imprevista, sin memoria, que cree, nuevamente, que los ratones hablan. Son el futuro. El futuro es costoso y, como el fuego, no te cansas de verlo, en las escasas ocasiones en las que se produce.


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