Sobre las máscaras

Inauguraron una barbería en uno de los barrios nuevos. Nunca se había visto nada igual. Eran, al menos, diez barberos, que no paraban de cortar el pelo y afeitar la barba a una multitud. Mi abuelo nos llevó un día. No se cabía. Como en todas las barberías, había prensa deportiva sobada y tebeos del Sargento Gorila desencuadernados. Pero aquí, en mayor volumen. Los barberos no paraban, y se esforzaban por ofrecer a sus clientes lo mejor que tenían. Aun así, sobre esa rigurosidad, se creaba cierto desenfado. Aún no lo sabía, pero ese era el trato en una fábrica. Respeto, funcionalidad, alegría. Y orgullo ante lo construido con las manos. Los clientes, a su vez, no se comportaban como clientes, sino como compañeros exigentes. Entre gritos, chismes y chistes, el trato era otra escala del respeto. Efectivo, festivo, sin ceremonias. La propina, ni alta ni ridícula, y la manera de aceptarla, sin servilismo, eran el sello de todo ello. Cuando me tocó el turno a mí, el barbero apenas me habló. Caí, entonces, en lo que hablaban los otros barberos con sus clientes. Hablaban de la fábrica. En ocasiones, el barbero había trabajado en la misma fábrica que su cliente. Repasaban amistades, encargados, procesos y materiales y fraguas que solo conocían ellos. No tenían nada que hablar con un niño. Tal vez, ni con el suyo. No volvimos nunca más, porque mi abuelo había sido barbero. Lo había dejado, pues no le gustaba ese oficio. Pero era muy quisquilloso al respecto, y consideró que no nos habían hecho un buen servicio. No creo que fuera cierto. Simplemente, no le gustó aquella barbería. Tal vez habíamos ido solo para verla. Vete a saber.

Aquellos salones desaparecieron. He vuelto a verlos en otras partes del mundo. En ocasiones estaban repletos de personas que decían o hacían lo mismo que las que vi en mi infancia, pero en otra lengua que no entendía. No era necesaria ninguna traducción, pues hablaban de lo mismo y de la misma forma. Disfruté de esas visitas al pasado, en las que me sentí poseedor de un secreto. Era un secreto cruel, que no compartí. En otras ocasiones he vuelto a ver esos salones aquí. Estaban oscuros y repletos de vacío. El barbero que me atendía, conocedor del secreto, era el único en todo ese local grandioso. Solía ser el hijo del fundador y, en cada ocasión, solía hablar, en ese trance, de alguna región del secreto. De su infancia, en la barbería, en los 70, cuando cada viernes una masa de trabajadores iba a por su afeitado y su corte de pelo. Un barbero, en un salón así, y en una ciudad sin fábricas, me explicó que, siendo apenas un niño, llegó a practicar cincuenta afeitados en un solo día, y que, al final de la jornada, su mano carecía ya de pulso. Todo aquel vértigo y velocidad se esfumó. Ahora hay que pedir hora para ir a la barbería. Son pequeñas, y nunca la tienen. Te tratan como un cliente, ese ser que tiene cierta razón, hasta que deja de tenerla. El cliente es la unidad del trato en una barbería, en una tienda, en la política. En casa, si todo es ya naufragio. Ser cliente es algo leve, previo a tu desaparición, a no ser visto. Muchas de esas pequeñas barberías se han especializado en el cuidado de clientes con barba. Una barba es, básicamente, una máscara. Me pregunto qué se habrá hecho de todos aquellos adultos y todos aquellos niños que coincidíamos en el ruido de aquellos salones. Somos el secreto. Vidas reinventadas, o no, tras el cierre de las fábricas. Lo transportamos detrás de una máscara, para no ser reconocidos.


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