Sobre Frankenstein

El terror que inspira el monstruo creado por el doctor Frankenstein es que, en efecto, está hecho con trozos de otros cuerpos. Y resulta monstruoso imaginar a alguien avanzando, aprehendiendo objetos, o pensando, y movilizando con ello, a cada instante, fragmentos de personas muertas. Y lo es. Pero, sorprendentemente, eso es lo habitual. Un cuerpo, el tuyo, el mío, no son más que trozos incomprensibles de cadáveres. Esos cadáveres somos nosotros, nuestras edades anteriores. Manos, piernas, son trozos que fuiste. Servían de otro modo, y fueron recorridos por otra sangre, más dulce o amarga o seca. Los ojos, no lo puedes recordar, miran diferente que cuando tenías otros ojos, también vivos, que murieron, y dieron paso a otros ojos. Y a otros. Y a otros. Todos ellos olvidaron lo que vieron. O hubieran muerto más cosas de nosotros. Tal vez, nosotros mismos. En ocasiones, un antebrazo no duele porque ya no es tuyo. Es de una persona, con la que te mezclaste, y que desapareció para siempre. En el desorden de la huida, cuando todo se va en la resaca de la ola, intercambiasteis ese antebrazo. O un hombro. O un músculo. Tus labios no son los de siempre, ni hacen lo de siempre, ni dicen el mismo sí o el mismo no, pues no los has tenido siempre. El terror al monstruo de Frankenstein es que, también, como nosotros, no puede decir ‘nunca’ o ‘siempre’, pues posee partes que nunca, y partes que siempre. La identidad es lo que queda. Y queda poco. Tal vez una uña, un cabello. Has sido. Varias veces. Tal vez, ya has sido casi todas las veces. Lo monstruoso, el miedo, lo terrorífico, es que debes comportarte como si siempre fueras el mismo, en una ciudad, un mundo, un país eterno, con todos sus himnos, que nunca es el mismo, que tampoco nunca fue, que son millones de cadáveres que fueron.


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