Para Fernando Arduz

Creo que era sobre la calle Ramón Rojas. Yo tendría unos 12 años y una guitarra comprada en Santa Anita. El colegio era en la mañana y las clases de música con el Profe en las tardes. Enseñaba de todo: guitarra, mandolina, flauta, violín... era capaz de tocar cualquier instrumento que llegara a sus manos. Solo de mirarlo y escuchar escuchar el timbre y tono de su voz serena uno sabía que estaba ante alguien singular. Entendí con los años que esa energía, ese especial y singular magnetismo, es propio de quienes llevan en el corazón y espíritu la sensibilidad y el genio del verdadero artista.

Creo que era sobre la calle Ramón Rojas. Yo tendría unos 12 años y una guitarra comprada en Santa Anita. El colegio era en la mañana y las clases de música con el Profe en las tardes. Enseñaba de todo: guitarra, mandolina, flauta, violín... era capaz de tocar cualquier instrumento que llegara a sus manos. Solo de mirarlo y escuchar escuchar el timbre y tono de su voz serena uno sabía que estaba ante alguien singular. Entendí con los años que esa energía, ese especial magnetismo, es propio de quienes llevan en el corazón y espíritu la sensibilidad y el genio del verdadero artista.

Más bien menudo y rubio, como un ave con lentes, bigotes y cejas espesas, pestañas prominentes y tímida sonrisa, el profe Fernando atendía a todas y todos con una deferencia y dedicación que superaba lo pedagógico para tocar lo paternal. Yo quería más bien cantar que tocar; algunos ya iban con su guitarra eléctrica colgada al hombro, la mayoría se esmeraba por progresar repitiendo los ejercicios que nos daba para aflojar los dedos sobre las cuerdas, otros soplaban y soplaban sus flautas, sus trompetas. Todos, sin embargo, deseábamos, esperábamos con ansias cada clase para escucharlo tocar. Nunca se negaba, era generoso, amable y modesto. Nos regalaba siempre unos minutos de sus arreglos de música tradicional tarijeña (a la que puso sobre un pentagrama registrando para el porvenir nuestra riqueza cultural), interpretaba como nadie a Alfredo Domínguez o se animaba con alguna canción de moda o, ante solicitud expresa, un clásico del rock. Ningún acorde o melodía era ajena a su gran talento y disposición. Era un profesor que hacía un traje a la medida de cada estudiante. No olvido cuando tradujo del pentagrama a cifras numéricas un minueto que me encantaba y él ensayaba con los estudiantes más avanzados. No aprendí a leer música pero todavía puedo tocarlo gracias a su generosidad. Me enseñó desde como agarrar la guitarra hasta los rasguidos básicos, las nociones elementales del ritmo, los tiempos, los silencios... Luego, en un festival del colegio, su entusiasmo me hizo a cantar junto a cuatro compañeras de curso, entre ellas su hija Adriana, una canción de Los Iracundos. Nos recuerdo sobre el escenario luminoso del patio del cole con jean y camisas blancas, micrófonos en mano: "Y la lluvia caerá... luego vendrá el sereno".

Fernando Arduz Ruiz, querido profe, tocaste el corazón de cientos durante varias generaciones y tu aporte, en verdad gigante, marca un antes y un después nuestra cultura. Hoy te lloramos con sentimiento sincero, pero sobre todo te damos las gracias. Todo artista de esta tierra te recordará y agradecerá mientras haya sobre la tierra un lugar llamado Tarija.

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