Tiahuanaco, la puerta de los dioses y los supervivientes de la Atlántida
El mundo primigenio, oscuro, sin Luna ni Sol, ni tampoco astros, fue habitado por expreso deseo de la divinidad por una raza de gigantes, que el propio creador se encargó de adoctrinar. A continuación dio forma al hombre, a quién advirtió que tenía que vivir en paz y profesarle veneración;...



El mundo primigenio, oscuro, sin Luna ni Sol, ni tampoco astros, fue habitado por expreso deseo de la divinidad por una raza de gigantes, que el propio creador se encargó de adoctrinar. A continuación dio forma al hombre, a quién advirtió que tenía que vivir en paz y profesarle veneración; de lo contrario sufriría las consecuencias. Y después, como no podía ser de otra forma, el desastre…
El hombre, que como ya se sabe es un lobo con piel de cordero, al principio respetó la decisión de Viracocha, pero no tardaron en surgir las primeras envidias, producto de las bajas pasiones y los enconados enfrentamientos que tiñeron de sangre esa tierra sagrada.
El dios, mostrándose inmisericorde, recordó la advertencia y a continuación les envió el Unu Pachacuti, el gran diluvio que asoló el mundo. Así, cuando la catástrofe pasó, el gran Viracocha retornó con la difícil misión de repoblar el mundo; de crear nuevas ciudades; de dar vida allí donde se había perdido.
Sin embargo, en el altiplano boliviano, donde las aguas mansas del legendario Titicaca se transforman en un mar de altura, una ciudad sobrevivió al descomunal evento; la casa de los gigantes a la que Viracocha descendió para poner orden entre el caos: Tiahuanaco.
La Bolivia de hoy poco se diferencia a la de ese tiempo. El país está surcado por cientos de pistas sin asfaltar, que conducen a un extremo y a otro, desde las profundas selvas hasta las alturas del altiplano. Es ahí, donde las aguas sagradas del Titicaca bañan sus márgenes en los que únicamente las ralas gramíneas crecen para gozo y disfrute de las vacas y ovejas que trajeron quienes llegaron desde latitudes más amables.
Los animales se aclimataron a la fuerza, por lo que el hombre, más tozudo que éstos, acabó por hacerse con el medio, compartiendo hogar con las alpacas y vicuñas que trotaban gozosas por estos páramos. Y es que es importante destacar que las ruinas se sitúan a casi cuatro mil metros de altura, donde la carencia de oxígeno es casi nociva para la vida. Aún así los que decidieron llegar hasta aquí y fundar su civilización, fuera esta de origen divino o producto de la cabezonería del ser humano, movieron tal cantidad de piedras, y de tamaño tan descomunal, que a día de hoy resulta todo un absurdo.
Pasear por Tiahuanaco es ser consciente de que en cualquier momento el entorno nos puede jugar una mala pasada; hay que ir tranquilos porque el temido edema cerebral ronda a aquellos que van con excesivas prisas.
Sobre decir que merece la pena, porque si los arqueólogos no se equivocan estamos ante la ciudad-templo más antigua de América –con permiso de la peruana Caral–, de la que, avisan los mitos, abrían de partir las grandes culturas que siglos después poblarían el continente.
Hoy no es sino la sombra de lo que fue; ocurre con demasiada frecuencia. Las necesidades que surgen en momentos puntuales de cada tiempo llevaron a los nativos a arrancar sus piedras para construir la ciudad de La Paz, que se encuentra a más de setenta kilómetros, o para asentar el firme sobre el que habría de discurrir el ferrocarril que hoy llega hasta las puertas de Tiahuanaco.
Aun así, estimándose en una tercera parte lo que de aquello nos ha llegado, es simplemente sorprendente. Mucho más si pensamos que las dataciones más fiables otorgan al impresionante conjunto pétreo la nada desechable edad de cuatro milenios.
Cuando la cultura tiahuanacota floreció asombrando a los que por vez primera contemplaron la majestuosidad de sus casas y templos, el lugar estaba surcado por canales que protegían las cosechas del duro calor matutino; por la noche la humedad evaporada regresaba en forma de espesas neblinas, evitando que las heladas acabaran con la siembra, lo que a estas alturas hubiera sido sinónimo de hambrunas y muerte. Además, la proximidad del Titicaca facilitaba que el tránsito de productos propios del lago con otros de origen agrícola fuera constante. En suma, los habitantes de Tiahuanaco fueron capaces de crear un microcosmos a casi cuatro kilómetros de altitud, rodeados de montañas que partían en dos el manto celeste; y además, que en él se pudiera vivir con cierta comodidad.
El gran Viracocha retornó con la difícil misión de repoblar el mundo; de crear nuevas ciudades; de dar vida allí donde se había perdido”.
El avance de esta sociedad es palpable en su artesanía, donde modelaron el oro y la plata con tal criterio que acabaron siendo una influencia capital en el arte de culturas posteriores. Pero es que además trabajaron el bronce, cuando el resto de pueblos del planeta se removían con dificultades entre los lodos de la Edad de Piedra, lo que les otorgó un nivel superior en todo conflicto, que frente a sus armas y protecciones de metal sólo podían oponer el grosor de la madera.
La ciudad de los gigantes
Acceder a su interior, aquí, en mitad del altiplano, donde la luz es tan intensa que salvo con gafas de protección adecuada corremos el serio riesgo de sufrir daños en la retina, es palpar lo que de leerlo jamás podríamos creer.
Si ya es una tarea ardua elevar rocas de este tamaño en latitudes más benignas, en este rincón de los Andes, donde las montañas crecen hasta perderse más allá de las nubes, parece misión imposible. Pero allí siguen, a veces cubiertas por las nieves y otras por el polvo, porque en este mundo intermedio no hay, precisamente, término medio.
A la vista está que, como si formara parte de un ideograma metido a presión en nuestro paleocerebro más profundo, también aquí se elevaron pirámides; quizá no tan perfectas como las egipcias o tan descomunales como las mexicanas, pero pirámides al fin y al cabo.
En base a los yacimientos se supone que pudo haber siete, de aproximadamente diecisiete metros de altura como si de mastabas se tratase; plataformas superpuestas una encima de otra, de las cuales la más célebre es la Kapana. Cuentan las crónicas –en un sano ejercicio por evadir la casualidad– que el diecisiete era número mágico para los antiguos habitantes de estas tierras. Y no sólo eso: además siete eran sus constelaciones principales, y siete los puntos cardinales, por lo que no parece cuestión aleatoria el número de pirámides, y el número de metros.
Levantada con el firme propósito de adorar a unos dioses algo díscolos y malhumorados –como casi todos los que pululan en las tradiciones antiguas–, en su tiempo de mayor apogeo se supone que en la urbe pudieron habitar unas cuarenta mil personas, aunque hay cronistas que van mucho más allá, y quién sabe si dejándose llevar por las descomunales dimensiones de la ciudad engordan las cifras sobremanera asegurando que dio cobijo a más de trescientas mil.
Fueran cuatro o trescientas, en sus cabezas se gestó una idea común: aquel debía ser lugar de oración y recogimiento; de veneración a aquellos que procedían de las estrellas. Y para tal fin se elevaron templos como la Kalasasaya, que tuvo de tener una importancia capital en el pasado porque fue excavado varios metros bajo el suelo. Su estancia más destacable es una enorme piscina cuyas paredes, como si se tratase de trofeos, aparecen adornadas de enormes cabezas de felinos y hombres; todas distintas, todas con expresiones inolvidables y aterradoras… Allí, bajo el nivel de la tierra se hallaban más cerca de la Pachamama, el centro energético del que creían obtenían los hechiceros y chamanes todo su poder.
Pero si impactante es acceder al templo citado por sus fabulosas escaleras de andesita, cuya piedra pulida fue tocada por estos hombres que creían manejar la magia con destreza –quién sabe–, más lo es observar la grandeza de los monolitos de Bennet y Ponce, dos impresionantes estatuas de siete metros únicas en América que muestran a unos extraños personajes encajados en estos rectángulos de piedra, con el curioso detalle anatómico de que sólo tienen cuatro dedos en cada mano.
Ante tanta fastuosidad no deja de sorprender el final de esta civilización. En las leyendas, que aparecen representadas de manera fidedigna en su arte cerámico con claridad meridiana, afirman que atisbando su final decidieron enviar a los hombres y mujeres más inteligentes y fornidos más allá de las montañas para que fundaran nuevas ciudades, y de este modo, pese a la catástrofe de dimensiones apocalípticas que se avecinaba, salvaguardar su cultura y sus tradiciones.
Pero, ¿por qué imaginaron que su mundo se acababa? ¿Qué previeron estas gentes? ¿Acaso fue un aviso de las estrellas, dado el avanzado conocimiento que poseían de la astronomía? Es imposible responder, pero lo que es indudable es que en ese pasado ignoto algo ocurrió, algo tan horrible como para marcar el inicio del fin de su tiempo.
Un lugar que atrapa
No obstante si hay un lugar que atrapa, no tanto por su belleza como por su misterio, esa es la puerta del sol o de las estrellas. El fantástico reportero y documentalista Juanjo Revenga hablaba así de esta estructura, simple de trazas pero compleja de significado: “La Hayu Marca es la ‘puerta de los dioses’, tal y como la siguen llamando los indígenas que viven en los alrededores. Aún hoy es considerada la entrada que controla el espacio y el tiempo para estos pueblos andinos.
La piedra –3 metros de alto por 3,75 de ancho– impresiona cuando nos situamos frente ella. Lo primero que nos preguntamos es qué hace allí en mitad del altiplano, donde ya nada crece. Partida por su dintel, parece mantenerse milagrosamente en pie a pesar de la gran rotura. Cuando preguntamos a los habitantes de la zona por dicho resquebrajamiento la respuesta siempre es la misma: los tiahuanacotas desobedecieron a sus dioses y éstos les mandaron una piedra desde el cielo para acabar con la puerta que les daba acceso a los conocimientos superiores que les otorgaban los seres dominadores: los viracochas.
En la parte superior de la misma podemos atisbar una especie de guerrero con dos mazas en las manos. Su rostro asemeja a un jaguar, el animal sagrado siglos después para todas las culturas de esta enigmática América. Este hombre tiene un tocado del que sale una especie de antenas deformes; son rostros humanos colgando de su penacho, y a ambos lados unos pájaros con bastones de mando, en gesto de sumisión ante la figura central. Además, sembrando todo el dintel, decenas de figuras componen una especie de petroglifo de altísima calidad, que las mentes pensantes y científicas han interpretado como un calendario basado en 290 lunas. Se trata de un calendario lunar, no solar, de 365 días, demasiado perfecto para ese tiempo…
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El hombre, que como ya se sabe es un lobo con piel de cordero, al principio respetó la decisión de Viracocha, pero no tardaron en surgir las primeras envidias, producto de las bajas pasiones y los enconados enfrentamientos que tiñeron de sangre esa tierra sagrada.
El dios, mostrándose inmisericorde, recordó la advertencia y a continuación les envió el Unu Pachacuti, el gran diluvio que asoló el mundo. Así, cuando la catástrofe pasó, el gran Viracocha retornó con la difícil misión de repoblar el mundo; de crear nuevas ciudades; de dar vida allí donde se había perdido.
Sin embargo, en el altiplano boliviano, donde las aguas mansas del legendario Titicaca se transforman en un mar de altura, una ciudad sobrevivió al descomunal evento; la casa de los gigantes a la que Viracocha descendió para poner orden entre el caos: Tiahuanaco.
La Bolivia de hoy poco se diferencia a la de ese tiempo. El país está surcado por cientos de pistas sin asfaltar, que conducen a un extremo y a otro, desde las profundas selvas hasta las alturas del altiplano. Es ahí, donde las aguas sagradas del Titicaca bañan sus márgenes en los que únicamente las ralas gramíneas crecen para gozo y disfrute de las vacas y ovejas que trajeron quienes llegaron desde latitudes más amables.
Los animales se aclimataron a la fuerza, por lo que el hombre, más tozudo que éstos, acabó por hacerse con el medio, compartiendo hogar con las alpacas y vicuñas que trotaban gozosas por estos páramos. Y es que es importante destacar que las ruinas se sitúan a casi cuatro mil metros de altura, donde la carencia de oxígeno es casi nociva para la vida. Aún así los que decidieron llegar hasta aquí y fundar su civilización, fuera esta de origen divino o producto de la cabezonería del ser humano, movieron tal cantidad de piedras, y de tamaño tan descomunal, que a día de hoy resulta todo un absurdo.
Pasear por Tiahuanaco es ser consciente de que en cualquier momento el entorno nos puede jugar una mala pasada; hay que ir tranquilos porque el temido edema cerebral ronda a aquellos que van con excesivas prisas.
Sobre decir que merece la pena, porque si los arqueólogos no se equivocan estamos ante la ciudad-templo más antigua de América –con permiso de la peruana Caral–, de la que, avisan los mitos, abrían de partir las grandes culturas que siglos después poblarían el continente.
Hoy no es sino la sombra de lo que fue; ocurre con demasiada frecuencia. Las necesidades que surgen en momentos puntuales de cada tiempo llevaron a los nativos a arrancar sus piedras para construir la ciudad de La Paz, que se encuentra a más de setenta kilómetros, o para asentar el firme sobre el que habría de discurrir el ferrocarril que hoy llega hasta las puertas de Tiahuanaco.
Aun así, estimándose en una tercera parte lo que de aquello nos ha llegado, es simplemente sorprendente. Mucho más si pensamos que las dataciones más fiables otorgan al impresionante conjunto pétreo la nada desechable edad de cuatro milenios.
Cuando la cultura tiahuanacota floreció asombrando a los que por vez primera contemplaron la majestuosidad de sus casas y templos, el lugar estaba surcado por canales que protegían las cosechas del duro calor matutino; por la noche la humedad evaporada regresaba en forma de espesas neblinas, evitando que las heladas acabaran con la siembra, lo que a estas alturas hubiera sido sinónimo de hambrunas y muerte. Además, la proximidad del Titicaca facilitaba que el tránsito de productos propios del lago con otros de origen agrícola fuera constante. En suma, los habitantes de Tiahuanaco fueron capaces de crear un microcosmos a casi cuatro kilómetros de altitud, rodeados de montañas que partían en dos el manto celeste; y además, que en él se pudiera vivir con cierta comodidad.
El gran Viracocha retornó con la difícil misión de repoblar el mundo; de crear nuevas ciudades; de dar vida allí donde se había perdido”.
El avance de esta sociedad es palpable en su artesanía, donde modelaron el oro y la plata con tal criterio que acabaron siendo una influencia capital en el arte de culturas posteriores. Pero es que además trabajaron el bronce, cuando el resto de pueblos del planeta se removían con dificultades entre los lodos de la Edad de Piedra, lo que les otorgó un nivel superior en todo conflicto, que frente a sus armas y protecciones de metal sólo podían oponer el grosor de la madera.
La ciudad de los gigantes
Acceder a su interior, aquí, en mitad del altiplano, donde la luz es tan intensa que salvo con gafas de protección adecuada corremos el serio riesgo de sufrir daños en la retina, es palpar lo que de leerlo jamás podríamos creer.
Si ya es una tarea ardua elevar rocas de este tamaño en latitudes más benignas, en este rincón de los Andes, donde las montañas crecen hasta perderse más allá de las nubes, parece misión imposible. Pero allí siguen, a veces cubiertas por las nieves y otras por el polvo, porque en este mundo intermedio no hay, precisamente, término medio.
A la vista está que, como si formara parte de un ideograma metido a presión en nuestro paleocerebro más profundo, también aquí se elevaron pirámides; quizá no tan perfectas como las egipcias o tan descomunales como las mexicanas, pero pirámides al fin y al cabo.
En base a los yacimientos se supone que pudo haber siete, de aproximadamente diecisiete metros de altura como si de mastabas se tratase; plataformas superpuestas una encima de otra, de las cuales la más célebre es la Kapana. Cuentan las crónicas –en un sano ejercicio por evadir la casualidad– que el diecisiete era número mágico para los antiguos habitantes de estas tierras. Y no sólo eso: además siete eran sus constelaciones principales, y siete los puntos cardinales, por lo que no parece cuestión aleatoria el número de pirámides, y el número de metros.
Levantada con el firme propósito de adorar a unos dioses algo díscolos y malhumorados –como casi todos los que pululan en las tradiciones antiguas–, en su tiempo de mayor apogeo se supone que en la urbe pudieron habitar unas cuarenta mil personas, aunque hay cronistas que van mucho más allá, y quién sabe si dejándose llevar por las descomunales dimensiones de la ciudad engordan las cifras sobremanera asegurando que dio cobijo a más de trescientas mil.
Fueran cuatro o trescientas, en sus cabezas se gestó una idea común: aquel debía ser lugar de oración y recogimiento; de veneración a aquellos que procedían de las estrellas. Y para tal fin se elevaron templos como la Kalasasaya, que tuvo de tener una importancia capital en el pasado porque fue excavado varios metros bajo el suelo. Su estancia más destacable es una enorme piscina cuyas paredes, como si se tratase de trofeos, aparecen adornadas de enormes cabezas de felinos y hombres; todas distintas, todas con expresiones inolvidables y aterradoras… Allí, bajo el nivel de la tierra se hallaban más cerca de la Pachamama, el centro energético del que creían obtenían los hechiceros y chamanes todo su poder.
Pero si impactante es acceder al templo citado por sus fabulosas escaleras de andesita, cuya piedra pulida fue tocada por estos hombres que creían manejar la magia con destreza –quién sabe–, más lo es observar la grandeza de los monolitos de Bennet y Ponce, dos impresionantes estatuas de siete metros únicas en América que muestran a unos extraños personajes encajados en estos rectángulos de piedra, con el curioso detalle anatómico de que sólo tienen cuatro dedos en cada mano.
Ante tanta fastuosidad no deja de sorprender el final de esta civilización. En las leyendas, que aparecen representadas de manera fidedigna en su arte cerámico con claridad meridiana, afirman que atisbando su final decidieron enviar a los hombres y mujeres más inteligentes y fornidos más allá de las montañas para que fundaran nuevas ciudades, y de este modo, pese a la catástrofe de dimensiones apocalípticas que se avecinaba, salvaguardar su cultura y sus tradiciones.
Pero, ¿por qué imaginaron que su mundo se acababa? ¿Qué previeron estas gentes? ¿Acaso fue un aviso de las estrellas, dado el avanzado conocimiento que poseían de la astronomía? Es imposible responder, pero lo que es indudable es que en ese pasado ignoto algo ocurrió, algo tan horrible como para marcar el inicio del fin de su tiempo.
Un lugar que atrapa
No obstante si hay un lugar que atrapa, no tanto por su belleza como por su misterio, esa es la puerta del sol o de las estrellas. El fantástico reportero y documentalista Juanjo Revenga hablaba así de esta estructura, simple de trazas pero compleja de significado: “La Hayu Marca es la ‘puerta de los dioses’, tal y como la siguen llamando los indígenas que viven en los alrededores. Aún hoy es considerada la entrada que controla el espacio y el tiempo para estos pueblos andinos.
La piedra –3 metros de alto por 3,75 de ancho– impresiona cuando nos situamos frente ella. Lo primero que nos preguntamos es qué hace allí en mitad del altiplano, donde ya nada crece. Partida por su dintel, parece mantenerse milagrosamente en pie a pesar de la gran rotura. Cuando preguntamos a los habitantes de la zona por dicho resquebrajamiento la respuesta siempre es la misma: los tiahuanacotas desobedecieron a sus dioses y éstos les mandaron una piedra desde el cielo para acabar con la puerta que les daba acceso a los conocimientos superiores que les otorgaban los seres dominadores: los viracochas.
En la parte superior de la misma podemos atisbar una especie de guerrero con dos mazas en las manos. Su rostro asemeja a un jaguar, el animal sagrado siglos después para todas las culturas de esta enigmática América. Este hombre tiene un tocado del que sale una especie de antenas deformes; son rostros humanos colgando de su penacho, y a ambos lados unos pájaros con bastones de mando, en gesto de sumisión ante la figura central. Además, sembrando todo el dintel, decenas de figuras componen una especie de petroglifo de altísima calidad, que las mentes pensantes y científicas han interpretado como un calendario basado en 290 lunas. Se trata de un calendario lunar, no solar, de 365 días, demasiado perfecto para ese tiempo…
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