Los comisarios
La historia de nuestra democracia contemporánea comenzó con una tragedia: la hiperinflación causada por la imposibilidad de pagar la deuda externa contraída por la dictadura banzerista, la caída de los precios internacionales de nuestras poquísimas exportaciones,



la pésima política monetaria y el consiguiente y abrumador déficit fiscal. Sin embargo, la solución de esa tragedia fue encarada con una extraordinaria madurez política (la renuncia del presidente y la convocatoria a elecciones anticipadas) para salvar lo sustancial del bien común: la democracia. El presidente Siles Zuazo enfrentó la tragedia ampliando la democracia, no reprimiendo la libertad. Hoy, en cambio, nuestra historia está comenzando a repetir como farsa lo que comenzó como tragedia. Algunos datos de nuestra economía -no se cambió la matriz productiva, el agotamiento del extractivismo, el fomento del capital especulativo- así lo anuncian. Otros hechos de nuestra vida social -la compra gubernamental de los movimientos sociales, la profunda corrupción de lo que se llamó la reserva moral, la penetración del narcotráfico, el contrabando cotidiano- así lo prueban. Pero el punto de quiebre llega cuando la virtud seductora de vivir bien para trascender la condición colonial se revela como impostura. Y el régimen enfrenta una encrucijada: o transita por el desprecio y la represión al pueblo que lo elevó o trabaja para depurarse y dejar siquiera una imagen honorable. Sabemos que el régimen ha optado por el desprecio con Potosí y los discapacitados y ha comenzado enfatizando la represión desde el TIPNIS hasta los asesinatos en la Alcaldía de El Alto. Desprecia las demandas de justicia, de igualdad, de oportunidad, de empleo. Reprime a quienes lo desenmascaran. Como el desprecio tiene plazos largos, puede negociar sus gestos con promesas cada vez más falsas. La represión, en cambio, está obligada a actuar inmediatamente para ahogar todas las acciones que preservan los derechos.Funcionarios que organizan la conspiración contra los derechos mientras el poder estatal los encubre; policías que gasifican a discapacitados mientras un monarca mira el fútbol; fiscales que encarcelan a opositores o denunciantes mientras el otro monarca sermonea a niños de escuela; comisarios que amenazan a intelectuales y académicos, y periodistas. Porque cuando un régimen opta por el despotismo sabe que ha ingresado irreversiblemente en la historia como farsa. Hay, claro, represiones y represiones; hasta en la brutalidad hay matices. Uno de ésos es el matiz de los escribidores. Casi todos los cómplices intelectuales del régimen parten de una comprensión prebendal del Estado porque sienten que es su propiedad privada. Con algo menos de sofisticación, esperan que sus letras turbias promuevan el escarnio de quienes desnudan a sus reyes. Y, cuando habitan en el fondo de la ruina que ensalzan, se dedican a la pantomima del pensamiento. Todos los comisarios operan igual; todos sueñan compartir algo del basural estatal en que lo ha convertido el despotismo. No para reciclarlo. Sino para retozar en el despojo. Nuestra primera democracia fue una tragedia. Ésta es una farsa. Pero hasta una farsa requiere sus lacayos. La historia de la libertad durante el siglo XX los denominó comisarios. Aquellos que pretenden descalificar las opiniones con mentiras; aquellos que intentan atemorizar las denuncias con amenazas; aquellos que procuran maquillar su oportunismo de siempre amarrando los huatos del monarca de turno. Aquellos que escriben con las rodillas de su genuflexión: los ramón rocha monroy de hoy.
*es ensayista