Israel, Palestina: después de las cenizas
Lo que se necesita en este momento para proteger a la población civil en Gaza es un alto el fuego. Queda claro: la solución de dos Estados es una ilusión. La paz genuina requiere el coraje de querer vivir un ideal.
«¿Quiénes seremos cuando resurjamos de las cenizas?», preguntaba el escritor israelí David Grossman después del 7 de octubre. Como partidario de la solución de dos Estados, añadía también: «¿Y qué dicen hoy aquellos que le contaban a todo el mundo la absurda idea de un Estado binacional?».
Sus preguntas también valen para mí. Estoy entre quienes, en varias décadas de trabajo, ya no abogan por la solución de dos Estados, sino por un Estado binacional para judíos y palestinos, una república federada. Las preguntas de Grossman tocan una fibra sensible: la catástrofe que se despliega ante nuestros ojos no solo ha destruido ciudades, kibutz, campos de refugiados y familias enteras, sino que también ha estremecido las categorías con que veníamos observando hasta hoy el conflicto palestino-israelí.
Cuando las normas fundamentales se desmoronan, necesitamos por lo menos algunos ideales a los que aferrarnos mientras la realidad se diluye. En tales momentos, uno podría pensar que es imposible diferenciar los ideales de los mitos. Pero es posible: los ideales que nos guían, lejos de ser utopías de un no-lugar para un día después intemporal, hacen la diferencia en nuestra respuesta a los insoportables desafíos que hoy se nos presentan.
Sin embargo, para quienes, como yo, estamos a favor de una federación binacional, la pregunta de Grossman parece incompleta: porque se la plantea desde la perspectiva de la identidad judeo-israelí y limita esta perspectiva a la de las víctimas de Hamás. En síntesis, Grossman preguntó quiénes seríamos los judíos cuando resurjamos de «las cenizas» de este pogromo, y esto era sin dudas entendible dado el antisemitismo genocida de Hamás. La carta fundacional de la organización, creada en 1988, proclama que el Juicio Final no llegará «hasta que los musulmanes luchen contra los judíos. Los musulmanes los matarán hasta que el judío se oculte detrás de la roca y el árbol, y luego la piedra y el árbol digan: ‘¡Musulmán, oh siervo de Dios! Hay un judío detrás de mí. Ven y mátalo’». No me sorprendería que los asesinos de Hamás hayan creído que el Día del Juicio realmente había llegado el 7 de octubre.
Pero no podemos congelar las cosas al día 7 de octubre. En los meses que han pasado desde que nos preguntamos quiénes seremos cuando resurjamos de las cenizas, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han matado a una mujer palestina o a un niño palestino aproximadamente cada siete minutos. De los 2,3 millones de habitantes de la Franja de Gaza, unos 1,9 millones, o sea 85%, han sido desplazados. Las viviendas de aproximadamente 70% de esta población están seriamente dañadas, cuando no destruidas: no tienen un lugar a donde regresar. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), 600.000 habitantes de Gaza sufren ya un «hambre catastrófica» y las enfermedades infecciosas se están propagando rápidamente.
Desde el comienzo estaba claro nuestro deber de preguntarnos quiénes seríamos tras la guerra contra Hamás en Gaza: ¿respetaremos estrictamente el derecho internacional? ¿Crearíamos, por acción u omisión, las condiciones inhumanas que obligarían a los habitantes de Gaza a mudarse? ¿O, por el contrario, protegeríamos a los civiles palestinos como si fueran nuestra propia gente, como sostienen los filósofos Avishai Margalit y Michael Walzer que debería hacerse? En mayo de 2009 apareció un artículo en la revista New York Review of Books escrito por estos dos autores que ha quedado en la memoria: ya en ese momento, el artículo abordaba los desafíos éticos de la guerra de Israel contra Hamás en zonas palestinas densamente pobladas.
Los filósofos Margalit y Walzer, probablemente los más destacados intelectuales sionistas liberales y teóricos de la guerra justa, enuncian el siguiente principio al final de su texto: «Esta es la regla por la que abogamos: libren su guerra en presencia de no combatientes del otro lado con la misma precaución que tendrían si los no combatientes fueran sus conciudadanos». Esta es la idea fundamental de quienes, como yo, aspiramos a una república federativa más allá de la solución de dos Estados.
La solución de dos Estados no encarna un ideal de paz
Esa visión ha sido durante mucho tiempo la única manera de tratar a los palestinos como socios con los que debemos llegar a un acuerdo. En los hechos, la doctrina de los dos Estados se ha transformado en un método para vulnerar permanentemente los derechos de los palestinos y, al mismo tiempo, aferrarse a una ilusión de paz.
Resulta llamativo que casi nunca se reconozcan siquiera las razones por las que ha fracasado la idea de los dos Estados. Suele pensarse que el motivo silenciado es la cantidad de colonos israelíes, pero el verdadero problema es la cantidad de palestinos. Entre el Jordán y el Mediterráneo vive hoy una mayoría palestina. Aproximadamente 53% de la población es palestina y 47% es judía, pero incluso el programa de dos Estados más benévolo no llega a concederle a esa mayoría la plena soberanía sobre apenas 22% del territorio en dos regiones separadas: Cisjordania y la Franja de Gaza. Y todo sin que se diga una palabra sobre los 700.000 colonos israelíes que viven en ese 22% del territorio.
El mayor problema de la solución de dos Estados no es que no sea realista, sino que no encarna ningún ideal de paz, lo cual la hace mucho más peligrosa. Ofrece a los palestinos lo que Avishai Margalit alguna vez llamó un acuerdo putrefacto: una oferta sin valor, presentada como condición para salvaguardar sus derechos fundamentales. Si rechazan esta condición, a los palestinos se les arrebataría su derecho a tener derechos.
Por eso no deberíamos imaginar el «día después» desde la perspectiva limitada de la solución de dos Estados y afirmar que «Israel ya no será lo mismo, Gaza ya no será lo mismo», para luego repetir lo que hemos estado diciendo constantemente desde hace dos décadas y pensar que esto es realista o sensato. En realidad, las ilusiones de este falso acuerdo juegan un papel importante en la dinámica que nos ha llevado a la distopía actual. Hay motivos para preocuparse de que esta tendencia a ignorar a los palestinos como sujetos de derecho también esté influyendo en la forma en que se libra la guerra.
Esta preocupación no concierne únicamente a los radicalizados del gobierno israelí. Voces destacadas entre los israelíes que apoyan la idea de los dos Estados también muestran esta dinámica: Jair Golan, ex-subjefe del Estado Mayor de las FDI y candidato derrotado en 2022 a la dirección del partido de izquierda Meretz, marcó la pauta en el diario más importante de Israel, Yediot Ahronot, cuando pidió «hacer un cambio rápido y diametral en Gaza. No tenemos que permitir operaciones humanitarias. Que se mueran de hambre». El presidente Isaac Herzog, ex-líder del Partido Laborista de Israel y también representante de ese bando, dijo que era hora de abandonar la diferenciación «mendaz» entre palestinos combatientes y no combatientes.
Pero aún más importante es lo que los defensores de la solución de dos Estados no han dicho y descartan como antiisraelí sin más: la exigencia de un alto el fuego. Un alto el fuego se ha convertido en requisito necesario para evitar el desplazamiento forzado desde Gaza.
No hace falta remontarse más allá de Kant para saber que la guerra legítima solo es posible en el marco de la obligación de preservar la posibilidad de la paz. Este principio también está consagrado en el derecho internacional. Si la población de Gaza es desplazada, esta posibilidad ya no existe por definición: el reasentamiento se convierte en un modelo de lo que también se puede «conseguir» en Cisjordania y en el propio Israel, y de lo que la comunidad internacional está dispuesta a tolerar. El compromiso de proteger a la población sin Estado de Gaza y preservar la posibilidad de paz requiere mucho más que la ausencia de una intención clara de llevar a cabo una limpieza étnica: se necesita una firme intención de impedir tal expulsión.
Temo que la falta de una demanda de alto el fuego no se deba al hecho de que no sea necesario un alto el fuego para insistir en la solución de dos Estados. Más bien, se debe al hecho de que la doctrina de los dos Estados se ha convertido en un método para mantener la fachada de la búsqueda de paz, cuando en realidad se sacrifica la paz en el altar de la soberanía nacional.
La dignidad humana frente a la soberanía nacional
No tiene sentido decir que se combaten las «fantasías» de reasentamiento de la extrema derecha si no se apoyan las medidas necesarias para evitar que se conviertan en una realidad irreversible. Algunos tienen ahora la esperanza de que la demanda de Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia por genocidio provoque un alto el fuego mediante «medidas provisionales». Según Tal Becker, asesor jurídico del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí, esto terminaría siendo un abuso del «mecanismo de jurisdicción obligatoria» de la Convención sobre Genocidio. En mi opinión tiene razón: la exigencia de un alto el fuego debe basarse en una razonable responsabilidad de proteger a los habitantes de Gaza de una limpieza étnica y preservar la posibilidad de la paz.
No se debe abusar de la Convención sobre Genocidio y de la protección a los no combatientes bajo el derecho internacional para socavar el derecho de Israel a la autodefensa contra las organizaciones terroristas. Pero tampoco se debe abusar del derecho de Israel a la autodefensa para esquivar el derecho internacional y el compromiso de proteger a la población civil.
El ambiguo y desacreditado estándar de daño colateral «proporcional» se convirtió en el estándar de legitimidad. El principio de Michael Walzer y Avishai Margalit fue un intento consciente de resolver la ambigüedad en el caso de una guerra asimétrica: libren su guerra en presencia de no combatientes del otro lado con la misma precaución que tendrían si los no combatientes fueran sus conciudadanos.
Vale la pena desarrollar el argumento que hay detrás de este principio. En primer lugar, debe mantenerse a toda costa la diferenciación categórica entre combatientes y no combatientes si se quiere evitar una guerra ilimitada entre pueblos. Si bien las organizaciones terroristas como Hamás deben rendir cuentas por anular esta diferenciación con sus ataques a civiles y su atrincheramiento detrás de la población palestina, esto no exime a Israel de su responsabilidad de proteger a todos los civiles. Walzer y Margalit dejan claro que, en principio, a las fuerzas armadas israelíes no debería importarles si los escudos humanos son ciudadanos israelíes o palestinos.
En las circunstancias actuales, este ideal no solo es razonable en general, sino que, además, se infiere de la situación política específica. Debemos esforzarnos especialmente para evitar que esta guerra entre combatientes degenere en una guerra entre pueblos. Formulándolo por la positiva, esto significa que mantener la posibilidad kantiana de paz requiere tratar a los palestinos no combatientes como si fueran nuestros conciudadanos. En la realidad posterior a la política de los dos Estados, la paz solo podrá imaginarse si algún día se logra una ciudadanía en común para la región.
Y si todavía queremos seguir hablando de dos Estados, deberíamos asegurarnos de que, como mínimo, se redacte una Constitución común para ambos Estados en toda la región que anteponga la dignidad humana a la soberanía nacional para garantizar la autodeterminación nacional de los judíos y los palestinos, comprometiéndose a defender la dignidad humana en lugar de enterrarla bajo el compromiso con la soberanía nacional.
Algunos ahora piden una constelación de «dos Estados» en este sentido, incluidos los historiadores Omer Bartov y Moshe Zimmermann y el filósofo Michael Walzer. En contraste con el discurso de los dos Estados bajo los Acuerdos de Oslo, esta exigencia aboga de facto por un ideal federativo de paz en el espíritu que también he descrito como el de una «República de Haifa». La prueba de realidad de este ideal comienza hoy: con la exigencia de proteger a los civiles palestinos como si fueran nuestros conciudadanos, del mismo modo que resulta inaceptable la tolerancia desvergonzada ante las acciones de Hamás contra civiles israelíes.
¿Quiénes seremos? La respuesta debe convocar a los pocos israelíes y palestinos que están dispuestos a permanecer unidos hoy –no a pesar de los horrores, sino a causa de ellos– y a decir: nosotros, habitantes de esta región, encarnaremos los ideales que hacen posible la convivencia. Son una pequeña minoría, pero existen.