Sancionar a los polarizadores

Llamar a la reconciliación suena ingenuo y candoroso, y lo cierto es que el país está lejos de volver a verse con fuerza para impulsar un proyecto común más allá del corto plazo y de las encuestas

En estos tiempos de polarización y redes sociales, las salidas de tono deberían ser penalizadas con fuerza y no dejarlo en lo anecdótico, pues como ha quedado más que en evidencia, la escalada no parece tener fin.

Hace 30 años, en la democracia pactada, a nadie se le hubiera ocurrido insultar a los indígenas altiplánicos que habitan Santa Cruz ni a ningún otro, aunque solo hubiera sido por un elemental sentido del respeto y el pudor. En los últimos dos años, sin embargo, hemos visto como la propia presidenta Jeanine Áñez llamaba “salvajes” a la mitad del país – los que votaban por el MAS – y el presidente cívico cruceño, Rómulo Calvo, trataba de “bestias” a los movilizados del pasado agosto y ahora, de “cuervos” a los que defienden la wiphala y viven en Santa Cruz, porque en su básico criterio, nadie que habite en Santa Cruz puede considerar la wiphala.

Por lo mismo, una cosa es lo que diga el presidente Luis Arce de “defender el Gobierno en la calle”, una costumbre que al final está en la base de nuestro sistema democrático desde que somos República, y otra muy diferente salir a la plaza Luis de Fuentes a decir que “si hay que matar, se mata”, porque esas son precisamente las cosas que no se pueden plantear en política.

Como la costumbre es empatar, tampoco a nadie se le hubiera ocurrido burlarse de los movilizados en cualquier movilización, ridiculizándolos, como lo hizo Evo Morales en 2019 bautizando al colectivo como “pititas”, dándole así incluso una identidad. No hace una semana que volvió a repetir.

Pero tampoco se podría haber planteado una encerrona como la del 24 de septiembre del Gobernador de Santa Cruz al vicepresidente David Choquehuanca, con descenso de bandera incluido negación de la palabra.

En cualquier otro lugar del mundo, tanto Rómulo Calvo como José Yucra habrían tenido que presentar su dimisión, y alguien como Evo Morales o como Luis Fernando Camacho no podrían soñar con volver a presentarse a una elección, y, sin embargo, en esta Bolivia seguimos premiando el exceso, como si se tratara de una lucha de gallos.

El exceso de testosterona y los afanes por tensionar y polarizar el país tienen en sí un objetivo último, que pasa por destruir simbólicamente al otro, pero también construir verdades paralelas y universos en los que nadie cree nada del otro lado, sino que se refuerzan permanentemente las propias creencias.

La polarización política avanza hacia la anulación y perjudica básicamente al sistema institucional, que es también democrático. El “cuanto peor, mejor” acaba por derivar en conductas del tipo “todos son iguales”, y puestos a ello, que gobierne el que menos daño haga al país. Abono para el pasto de un país que ya ha sufrido incontables dictaduras y gobiernos nefastamente autoritarios.

Llamar a la reconciliación suena ingenuo y candoroso, y lo cierto es que el país está lejos de volver a verse con fuerza para impulsar un proyecto común más allá del corto plazo y de las encuestas. Ojalá pronto alguien proponga un paso base en el que todos bailen y sobre el que se puedan ir añadiendo las particularidades. La Constitución ya no parece ser, pero necesitamos un documento.


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