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Una reflexión sobre los incendios

Lo que sí es evidente es que lo que más acelera los incendios es la presencia del hombre cada vez más cerca del monte. En Sama lo conocemos bien, pues las urbanizaciones siguen trepando por sus faldas a la vista de todos

Los incendios forestales vuelven a castigar de manera insistente todo el oriente del país. Empezaron en las zonas “tradicionales” de Beni y Santa Cruz, y han ido bajando hacia el sur. Actualmente se ceban en la Serranía del Aguaragüe de Chuquisaca y Tarija, una zona potencialmente hidrocarburífero.

A la fecha suman 83 focos en cinco de los nueve departamentos del país según informó este martes Víctor Hugo Áñez, director de la Autoridad de Fiscalización, Control Social de Bosques y Tierra (ABT), que por otro lado dedicó más tiempo de su explicación a asegurar que se trata de eventos provocados que a dar otro tipo de explicación al respecto del alcance y daño provocado.

Las comparaciones son odiosas, y cuando se habla de desastre natural hablamos de vida, que como cualquiera, es valiosa. De ahí, no son lo mismo dos que cinco millones de hectáreas quemadas, aunque en ambos casos sean un desastre.

El problema es saber hasta cuando nuestra naturaleza se mostrará resiliente y cuando se declarará agotada. En ese preciso momento, entraremos en problemas.

Y es verdad que incendios siempre ha habido y que el territorio nacional es tan extenso y tan virgen que la mayoría han pasado desde siempre prácticamente desapercibidos, que no había redes sociales y que la propia naturaleza se encargaba de regenerar rápidamente la masa verde.

El problema es que los incendios de ahora no son igual. La mayor parte de las veces – sin cálculos políticos – no es el resultado de un accidente natural, de un rayo casual ni nada parecido, sino que es la mano del hombre la que de alguna forma busca una ventaja alterando el orden de las cosas.

La mayor parte tienen que ver con la mentada ampliación de la frontera agrícola, que por mucho eufemismo que se use se refiere básicamente a ganarle espacio al bosque, porque la opción de roturar y hacer apto el altiplano nadie la contempla en serio. Como es sabido, la forma más rápida de desmontar es prenderle fuego a todo, pues de paso cumple alguna función con la tierra.

A menudo se confunde esta práctica, planificada desde los grandes intereses agropecuarios, con los chaqueos más ancestrales, que si bien tienen también un alto riesgo de descontrolarse, no se los realiza para grandes superficies y cada vez menos, pues se ha demostrado que el beneficio para la tierra es casi nulo.

Lo que sí es evidente es que lo que más acelera los incendios es la presencia del hombre cada vez más cerca del monte. En Sama lo conocemos bien, pues las urbanizaciones siguen trepando por sus faldas a la vista de todos. También en Bermejo y Yacuiba la ambición humana va ganando terreno al monte.

Este efecto sumado al progresivo cambio climático, que va convirtiendo las estaciones de transición en inexistentes, y por el que cada vez tenemos temperaturas más altas y climas más secos, conforman un cóctel perfecto para la propagación del fuego. El problema es saber hasta cuando nuestra naturaleza se mostrará resiliente y cuando se declarará agotada. En ese preciso momento, entraremos en problemas.

Urge tomar medidas que permitan conciliar el desarrollo y la madre tierra, pero el debate apenas ha empezado.

 


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