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De ajos y cebollas (y controles aduaneros)

Salvo la agricultura de la soya, el maíz, el sorgo y otros similares que se desarrollan en Santa Cruz o el chaco boliviano, que incluyen semillas genéticamente modificadas y usos intensivos de agroquímicos y procesos de producción cuestionados en varios lugares del mundo, el resto de la...

Salvo la agricultura de la soya, el maíz, el sorgo y otros similares que se desarrollan en Santa Cruz o el chaco boliviano, que incluyen semillas genéticamente modificadas y usos intensivos de agroquímicos y procesos de producción cuestionados en varios lugares del mundo, el resto de la agricultura boliviana, como la de la zona alta de Tarija, el altiplano, los valles chuquisaqueños, cochabambinos y otras regiones similares, están en riesgo de desaparecer por su bajísima productividad y costos de transporte, entre otros.

Hoy son las cebollas y el ajo. Los productores de Yunchará, El Puente y zonas circundantes de Tarija, así como los del sur de Chuquisaca, como Las Carreras, Culpina, Incahuasi, entre otras, son las víctimas estacionales de grandes productores mecanizados y tecnificados de nuestros países vecinos, cuyas prácticas productivas están, a su vez, vinculadas a la manipulación genética y a los agroquímicos.

Nuestras fronteras abiertas redondean la angustia de las pérdidas que ya experimentan los microproductores nacionales, cuyas prácticas vinculadas aún al minifundio, la escasa mecanización, la falta de acceso a semillas mejoradas y técnicas productivas, los altos costos de insumos agrícolas, la impronta cultural- familiar o comunitaria que caracteriza sus modos de producción, y otros factores no menos importantes, configuran una suma y resta simple: sus costos son mayores a los precios con los que tienen que competir con los productos similares, muchas veces mejores, que llegan a los mercados bolivianos, de contrabando o legales.

Lo mismo ocurre con otro tipo de cultivos en otras épocas del año: cebada, trigo, papa, quinua, por ejemplo. La lista puede ser larga y no sólo limitarse a productos agrícolas.
La petición instintiva es el control aduanero, la protección del mercado interno en un país con fronteras virtualmente abiertas en el que el comerciante y el transportista boliviano es el principal enemigo del productor agropecuario también boliviano. Pero nadie confía en la eficacia de ese control aduanero, permeado por la ineficiencia y retraso tecnológico así como la inveterada corrupción.

¿Los controles agrosanitarios o fitosanitarios? Igual. Son poco eficaces y enfrentan la misma presión que la entidad aduanera. Entretanto, el productor ha contabilizado pérdidas y se ha empobrecido.

El ministro de turno del sector tiene como única respuesta el señalar a las entidades encargadas de esos controles ineficaces (Aduana y Senasag), añadiendo a la Agencia para el Desarrollo de Macro Regiones y Fronteras de Bolivia (Ademaf). Toda una institucionalidad costosa, burocrática, ampulosa hasta de nombres, pero con una ineficacia del tamaño de la angustia de los productores. Eso sí, qué duda cabe, cobrarán doble aguinaldo a fin de año, porque, paradójicamente, la economía nacional, según otros burócratas más cómodos, es próspera.

El sector productivo boliviano en todas sus áreas necesita de políticas agresivas, eficaces, que se formulen seriamente, sin improvisaciones, y que pasen por reconocer el entorno de la economía de nuestros vecinos enfrentadas a las características técnicas, culturales, de mediterraneidad y otros factores que afectan el desempeño integral de nuestros productores, y superar la mirada corta, fracasada, vinculada sólo al control aduanero y vallas fitosanitarias vencidas y sobrepasadas largamente por la realidad económica: lo que llega de lejos es más barato que lo que se produce en nuestras narices.

En esta área, como en otras, es preciso hablarnos claro entre nosotros, dejar de mentirnos y soslayar la raíz de los problemas. Será el empobrecimiento gradual de nuestros productores el que, finalmente, obligue a encontrar soluciones de fondo, cuando tal vez sea muy tarde.

Y este empobrecimiento, vinculado a la paulatina y cada vez más rápida migración de población del campo a las ciudades, está vaciando de contenido el discurso de seguridad y soberanía alimentaria.

¿Y por qué los indicadores de pobreza extrema en el área rural muestran mejoras? Así reportan las cifras oficiales y probablemente sea así según sus metodologías de medición, pero no es por la producción agraria, que no deja de mermar, sino por la provisión de servicios básicos, caminos y pago de algunos bonos, cosas que hasta hace poco no existían ni estaban disponibles. Pero estos factores sólo servirán para que el campesino se vaya a la ciudad con un bono en el bolsillo por esos caminos recientes, tardíos y vacíos, a comprar los productos importados que, precisamente, destruyeron su economía.
Aún estamos a tiempo…

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