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Un mar de tristeza

Érase una niña que pasaba las horas contemplando el mar.

Cántaro
  • Fernando Arduz Ruiz
  • 21/03/2021 00:00
Un mar de tristeza
Un mar de tristeza Foto: Fernando Arduz Ruiz
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Érase una niña que pasaba las horas contemplando el mar. Sus ojos parecían tener apenas el tamaño de un botón, pero en ellos cabía el infinito del cielo con todas sus relucientes estrellas.

Nadie recordaba exactamente el momento en que la pequeña instaló su risa juguetona junto al mar. La gente iba y venía, venía y se marchaba presurosa, discutiendo la conveniencia de ciertas inversiones económicas para obtener mayores ingresos. Por esta razón la niña tuvo que estar mucho tiempo antes que empezaran a darse cuenta que estaba allí, con su breve pollera salpicando colores en la planicie azul.

–Y ella, ¿quién es?

–No lo sé, pero basta verla para saber que se llama Soledad…

Desde el instante en que le hallaron un nombre, dejaron de ocuparse de ella.

Pero Soledad no estaba sola en la costa desierta, sino que tenía varios amigos en los que nadie había reparado, porque nadie sino Soledad tenía tiempo para ellos. Así, cuando se acercaba a la orilla, el mar de anchas espaldas y estatura profunda, la recibía batiendo sus olas como un perro fiel, que entre contento y festivo ensayaba mil piruetas en torno a la niña.

Cada mañana Soledad madrugaba con la brisa barrendera y su escoba de viento para desempolvar los viejos muebles de las rocas. Luego la lluvia de largos cabellos le enseñaba a escurrir y tender el arco iris en la cuerda del horizonte. Al mediodía visitaba la oficina del sol para revisar el balance de horas, minutos y segundos disponibles en la fábrica de luz.

Por la tarde Soledad corregía la caligrafía de los ejercicios de vuelo de sus amigas gaviotas, y con la arena laboriosa aprendía la arquitectura de palacios y castillos. Finalmente, al encender la ciudad de la noche sus estrellas de neón, el mar murmuraba dulces canciones mientras la niña dormida se convertía en una hermosa sirenita, princesa del reino de los sueños.

–Y ella, ¿quién es?

–No lo sé, pero basta verla para saber que se llama Felicidad…

Esta vez no dejaron en paz a la chiquilla: ¿cómo era posible que Felicidad jugara despreocupada a la orilla del mar?, ¿acaso nunca le habrían enseñado que para ser feliz era preciso sacrificarse y esforzarse hasta el cansancio? Evidentemente, algo andaba mal. La niña descalza y feliz echaba abajo los cimientos del inaccesible edificio construido a nombre de la felicidad. Había que remediar la situación.

–Serás la mejor alumna de la clase si vas a la escuela.

–Mi escuela es el mar.

–Tendrás ropa elegante y nueva cuando tú quieras.

–Quiero mi pollera.

–Podrás jugar con los juguetes más caros.

–Jugar con la perla de la luna no me cuesta nada.

–Te obsequiaremos caramelos, helados y chocolates si te portas bien.

–Portándome como lo hago no necesito ningún obsequio.

(¿Habráse visto semejante insolencia? ¡Jamás oí disparates más grandes! ¡Tarde o temprano se arrepentirá de no habernos tomado en cuenta! ¿Qué sucedería si todos los niños empezaran a pensar como ella? ¡Catástrofe, la catástrofe total! ¡Tendremos que hacer algo por el bien de la niña! …)

De ese modo un día amanecieron cerradas las puertas del mar, la arena sangraba acuchillada con argumentos de doble filo, la lluvia lavandera suspiraba cabizbaja en el exilio, el viento lamentaba la ausencia de Felicidad. Mientras, la pequeña sufría recluida bajo llave al otro lado del muro de las montañas. Nadie protestó ni dijo nada porque las órdenes debían ser cumplidas disciplinadamente, con estricta sumisión y obediencia.

–Y ella, ¿quién es?

–No lo sé, pero basta verla para saber que se llama Tristeza…

 Desde entonces tras las montañas hay una niña que, cuando junta y ahueca sus manecitas y se las lleva al oído, de sus ojos tristes brotan lágrimas incontenibles.

Por eso cuando el llanto de los ríos desemboca en el mar, en el pecho de éste irrumpen oleadas de dolor, y sus puños se estrellan furiosos contra las rocas impasibles.

Desde entonces los ojos del mar reflejan una soledad inmensa.

Por eso el mar es infinitamente triste.

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