Para Jorge en la distancia
No puedo evitar el sorprenderme cada vez que me detengo a pensar



No puedo evitar el sorprenderme cada vez que me detengo a pensar en la proporción de las situaciones que nos toca vivir como transeúntes de este mundo:
De los más de 7.700 millones de personas que habitamos la tierra, ¿aproximadamente a cuántas llegamos a conocer en nuestra vida?, de toda la cantidad que podamos suponer, ¿a cuántos apenas llegamos a ver una sola vez?, ¿cuántos llegan a ser “conocidos de vista” en nuestras salidas cotidianas?, ¿de cuántos llegamos a ser amigos pasajeros?, ¿de cuántos llegamos a considerarnos amigos de verdad?, ¿y cuántos llegan a ser nuestros amigos entrañables cuya vida nos afecta en profundidad?...
Indudablemente los números irán en franco descenso hasta llegar a un puñado de personas que son nuestro estrecho círculo de familiares inmediatos y amistades fraternas. Y, como si esto fuera demasiado, el tiempo se encarga de llevarse de una a una a las personas queridas que son irremplazables por la cercanía de nuestro contacto.
Antes se podía decir que la muerte sin prisa era “la ley de la vida”, pero actualmente esa ley implacable ha afilado sus garras con el covid-19 y va destrozando nuestros corazones con extrema violencia: en mi caso, sí se ha llevado a amigos queridos y entrañables con los cuales he tenido la dicha de compartir vivencias inolvidables: Abraham Tirado, don Osvaldo Medrano, mi hermano Ricardo Arduz, Roberto Barja, y los más recientes: Héctor –Gringo- López de la Vega, con quien hicimos música “progresiva” en nuestra juventud postcolegial conformando un grupo electrónico; y Jorge Molina, un muy cercano amigo, con quien compartimos colegio (San Bernardo), maestro de música (don Ernesto La Faye), ensayos de música e infinidad de conciertos en la Casa de la Cultura, con él a cargo del sonido; la grabación del CD “Música para Cristo” que realizamos en dúo con mi hijo en el estudio en su casa, inolvidables momentos de conversación amena intercambiando bromas, temas serios, de salud, de trabajo, de fe en Dios, preocupaciones, y un largo etcétera que fortaleció nuestra amistad incondicional.
–Lo siento de verdad, querido Jorge, el no haberme podido despedir estrechándote la mano deseando que pases la eternidad junto a Cristo; un último abrazo aquí a modo de hasta luego, de hasta no se sabe cuándo, porque el virus de la desconsideración está poblando nuestras calles y todo se volvió incierto. Gracias amigo por haber sido tan hermano, por tus llamadas telefónicas en momentos cruciales, por tu interés fraterno, real y sincero, por todo aquel tiempo que intercambiamos sonrisas y música… Que Dios guarde a tu familia y en su infinita bondad les susurre al oído el eterno amor con el que Él nos ampara. ¡Que disfrutes en paz de la música de la eternidad!