CARTA PASTORAL Que dirige el Obispo de La Paz El Iltmo. Rmo.Señor Obispo Mons. DIONICIO AVILA a los Padres de Familia en la Cuaresma de 1919
Amados Padres de Familia:



Amados Padres de Familia:
Los que hemos recibido la gravísima misión de dirigir las almas por el sendero de la verdad, iluminando sus pasos con la luz dé la fe revelada, como ministros de la Iglesia y dispensadores de los misterios divinos, debemos, como Aquél a quien representamos, y de Quien hemos recibido los poderes que nos habilitan para ejercer las funciones anexas al sacerdocio y cargo pastoral que desempeñamos, debemos como Jesús, a cada paso, descender de las deliciosas cimas que parecen tocar al cielo y entrar en el comercio de los hombres y confundirnos con aquéllos que se agitan y corren como ovejas sin pastor.
Menester es colocarnos en medio de la sociedad, y poniendo nuestra mano sobre su corazón, llegar a conocer el verdadero espíritu que la anima, y examinando a la luz de los eternos principios de la verdad y de la justicia, declarar con franqueza, sinceridad y amorosa solicitud si los caminos que corre, la conducen a la prosperidad que con tanto afán anhela, o por lo contrario, la llevan al abismo de las degradaciones morales, del cual surgirá un espantoso cataclismo social; y el cual no se hará esperar, si la sociedad no cambia de rumbo y no purifica y sanea el espíritu que la informa. Tal rumbo no .puede ser otro que el señalado hace veinte siglos por el Salvador del mundo, y que la Iglesia Católica continúa alumbrando con sus sabias enseñanzas; y la purificación y saneamiento del espíritu, que mueva la sociedad moderna, tan solo podría realizarse por una efusión nueva y poderosa del espíritu católico, vale decir de aquel Espíritu que conmovió el Cenáculo y se apoderó de los apóstoles y discípulos, dando solemnemente vida pública a la Esposa sin mancha del Cordero inmaculado.
Al considerar las corrientes de sensualismo, de orgullo, de codicia, de apetito desordenado de goces, de impiedad, de laicismo en la enseñanza, que trastornan los corazones, apagando las luces de la razón y de la fe, y precipitando a la sociedad a su ruina, se nos ocurre que los hombres embriagados por el vino de los placeres y adormecidos por fantásticos ensueños de propia grandeza y de mentida gloria, necesitan más que nunca de que se les advierta de los peligros inminentes que amenazan su bienestar y prosperidad.
¡Pobre sociedad moderna, triste y caduca, escribía F. Coppée, en que hay tanta corrupción y aridez de corazón arriba y tanto espíritu de rebeldía y tanta desesperación abajo! El rico oprimido por la saciedad y el hastío; el pobre devorado por la concupiscencia y la envidia. A tamaños males tan sólo la religión católica, con sus principios dogmáticos y morales perfectamente definidos, puede oponer convenientemente remedio: tan sólo ella es capaz de reivindicar los derechos del pueblo para imponerle el cumplimiento de todos sus deberes.
La elevación moral del capitalista y del proletario, la dignificación de todas las clases sociales con la conciencia de sus derechos y deberes y el equilibrio entre aquéllos y éstos, del cual tiene que resultar la paz social, es una cuestión moral, cuya solución satisfactoria no se encuentra sino en los principios católicos encarnados en la democracia cristiana,
y escritos en la bandera de la Iglesia Católica, madre fecunda de bienestar social y de libertad, como reguladora de todos los derechos y deberes.
La civilización cristiana, si ha de continuar su acción salvadora en el seno de la humanidad, debe sostenerse sobre su fundamento único y necesario, Cristo Jesús, piedra angular del edificio social; y si éste ha sido removido por los enemigos del orden y de los preceptos positivos de su moral, necesario es que vuelva a ocupar su sitio, para que la sociedad prosiga recibiendo aquel soplo divino que la arrancó de las tinieblas y vicios del paganismo, colocándola en las vías de una amplia perfectibilidad.
Para que una sociedad pueda vivir y prosperar, dice un grande escritor, tiene necesidad de dos cosas: un patrimonio de verdades intangibles y un principio sobrehumano de justicia y amor. Cristo trajo a la tierra estos dos tesoros; confió su guarda a la Iglesia que los ha conservado preciosamente y que los ofrece siempre a la humanidad; pero el mundo ha querido pasar sin ellos y hacer para sí una civilización sin tomar nada de las fuentes divinas. De ahí el malestar de la sociedad. De ahí los fracasos de todos los sistemas, fracasos cuya serie no se agotará si se persiste en la idea de querer edificar la sociedad futura sobre la arena movediza de las doctrinas que cambian, y sobre el suelo árido de una moral entresacada del egoísmo.
Con profundo dolor vemos que el espíritu católico va debilitándose en unas clases sociales, y en otras está completamente muerto, no ejerciendo ya aquella saludable influencia que debiera en las costumbres públicas y privadas, de suerte que, de día en día, éstas se corrompen y degradan hasta el punto de comprometer el rosado porvenir y la grandiosa prosperidad que todos anhelamos para nuestra querida patria.
En la presente Carta pastoral os hablaremos, padres de familia, de uno de los males de que adolece nuestra sociedad, del mayor de todos, cual es la falta de educación cristiana en la familia.
Educación Cristiana
Carácter principal de nuestro tiempo, que lo distingue de los anteriores, dice un escritor, es la cultura universal, que por la creciente extensión de la instrucción, de la prensa popular y especialmente del periodismo, va haciéndose patrimonio común de todas las clases sociales.
Como quiera que se juzgue ese carácter, hay una cosa evidente y admitida por todos, que la cultura moderna, por su espíritu, por sus tendencias y por sus manifestaciones prácticas, es, en gran parte, o contraria a la fe y a la moral cristiana, o ajena e independiente de ellas.
Ese abandono práctico de la religión en el hombre culto, que se manifiesta, cuando menos, por indiferencia en materias de fe y por descuido en las prácticas religiosas y de los deberes que la Iglesia en nombre de Dios impone, y a veces por la negación y apostasía, va descendiendo poco a poco desde las clases directoras hasta las últimas clases del pueblo, y difundiéndose por toda la masa social.
Si la cultura, al vulgarizarse, no pierde el carácter anticristiano que hoy la caracteriza, cuando llegue a su punto de intensidad máxima, habrá envenenado a la sociedad toda hasta su meollo, sin que haya podido ninguna fuerza humana contener sus defectos deletéreos. La apostasía se habrá generalizado al mismo tiempo que la cultura, y dominará en todas las clases sociales. Hay que corregir, pues, la falsa y funesta dirección de la cultura moderna, o resignarse a ver al pueblo cada vez más apartado de la religión. La cultura anticristiana ha engendrado y fomentado la apostasía moderna; la cultura cristiana debe vencerla y hacer que la religión florezca, y con ella las buenas costumbres.
Mas, para que la cultura cristiana prevalezca sobre el espíritu de apostasía y de paganismo que va alejando la sociedad de Dios y retrayéndola al estado deplorable en que se encontraba al recibir los primeros rayos de claridad que brillaron desde la Cruz, y los impulsos de vida divina que la movieron por las sendas de la verdad, de la justicia y de la libertad: de todo punto se hace necesario que se purifiquen las fuentes de la cultura, o que se abandonen las ya infectadas por el veneno del ateísmo o del positivismo impío, para volver a las fuentes de que brotó la civilización católica, hermosa, fecunda, poderosa, esto es, a la enseñanza y educación cristianas de la niñez y de la juventud, que fijan derroteros seguros a la inteligencia y difunden por todos los órdenes de la vida energías divinas para triunfar de las concupiscencias.
La cultura del humanismo, propia de la escuela atea o neutra, ha dado por resultado abrir de par en par las puertas de la sociedad al reinado de la concupiscencia de la carne y a la soberbia de la vida, que constituyen, según San Juán, el espíritu del mundo, enemigo del espíritu de Jesucristo, causa de la verdadera civilización.
El egoísmo, el orgullo, la soberbia y la voluptuosidad, frutos naturales del hombre caído y cultivados con esmero en las escuelas laicas o ateas, van encerrando al hombre moderno dentro de sí mismo y le van cortando sus alas para elevarse a Dios, principio y fin de toda perfectibilidad y de todo progreso. Y de aquí la decadencia moral que con espanto se deja ya sentir en todas las clases sociales. «El cristianismo, escribe Garriguet, ha sido el punto de partida de una evolución social que se continúa al través de las edades; ha dado nacimiento a una cultura moral infinitamente superior a todo lo que existe a su lado. La curva de sus progresos y la curva de los progresos de la civilización se confunden; ambos han marchado siempre de frente. Si se quiere saber hasta qué profundidad ha penetrado la civilización en las capas sociales de tal o cual país, no hay que buscar más que la profundidad del mismo hasta dónde ha sido impregnado por el espíritu cristiano: el medio es infalible».(1).
«Rompiendo sistemáticamente, como observa A. Léroy Beaulieu, con todas las tradiciones y con todas las creencias del pasado, pretendiendo separar de ellas violentamente la idea moral y la idea religiosa, que han sido ligadas una y otra y como entretejidas por los siglos esforzándose sobre todo por expulsar a Dios de la nueva sociedad como a un tirano malhechor o como un pedagogo enojoso, la democracia complicaría de un modo singular su obra y haría en extremo difícil la gran tarea que se ha impuesto de la educación y del gobierno de los pueblos. Sería un error gravísimo para ella cerrar los oídos al grito de alarma, que la vista de la irreligión que se difunde y de la corrupción que invade, arranca de todos los corazones nobles que se interesan por la suerte de la patria».
Víctor Hugo, nada sospechoso de clericalismo, como hoy se llama al catolicismo, decía en la Cámara francesa de Diputados:
«Dios se encuentra siempre al fin de cada obra. No le olvidemos nunca y enseñémoslo a todos. La vida sería innoble, no merecería la pena de conservarla, si muriéramos para no volver a vivir. Lo único que puede aliviar nuestros dolores, santificar el trabajo y hacer al hombre sabio, prudente y esforzado, benévolo y justo, a la vez que humilde y grande, digno de su inteligencia y de su libertad, es llevar consigo la esperanza de la posesión eterna del mundo que brilla más allá de las tinieblas de esta cárcel. Por lo que a mí toca, ya que la ocasión hace que hable en estos momentos, y que salgan de una boca tan poco autorizada como la mía, palabras tan graves, séame permitido declarar mi pensamiento desde esta tribuna para que lo sepa todo el mundo. Hago mi confesión: yo creo, profundamente creo en un mundo superior».
«El es para mí más claro que esta quimera miserable que nosotros devoramos con afán y llamamos vida: lo tengo siempre ante mi vista: creo en él con todas las fuerzas de mis convicciones: y después de tanto bregar, tanto estudio y tantas pruebas, lo tengo como el supremo consuelo de mi alma. Yo quiero. por tanto, y quiero sinceramente, firmemente, ardientemente, la enseñanza religiosa de la Iglesia. Y opto porque se lleve a los tribunales a aquellos padres que lleven sus hijos a las escuelas en cuya fachada está escrito: Aquí no se enseña religión».
Prescindir de la religión en la obra tan difícil de educar la juventud, es privarla de su mejor apoyo y consejero, para que se extravíe y quede a merced de sus pasiones. La religión es la brújula que indica el rumbo del viaje y señala los derroteros a la penosa jornada de la vida. Todo sistema de educación que prescinde del elemento religioso, es instable o produce frutos envenenados, ha dicho el Conde de Maistre.
«Es menester absolutamente, dice el ilustre Pontífice León XIII. que los hijos nacidos de padres cristianos, sean desde luego instruidos en los preceptos de la fe, y que la instrucción religiosa se una a la educación. Separar la una de la otra equivale a admitir que, al tratarse de los deberes para con Dios, la infancia puede permanecer neutral; sistema falso y pernicioso, que abre la puerta del ateísmo y cierra la de la religión».
«La inteligencia no se forma ni progresa sino bajo el imperio de Dios», ha dicho el protestante Guizot. El alma no se eleva y perfecciona sino bajo el influjo de Dios, que la crió y la juzgará.
«La instrucción no tiene valor alguno sin la religión».
«Por mucho influjo que ejerza una educación refinada en los espíritus de un temple superior, la razón y la experiencia nos prohíben esperar que pueda existir moralidad, excluyendo los principios de la religión», ha dicho Washington.
«Sobre la base de la religión se funda toda la vida del hombre y se determina, por consiguiente, toda su actividad», afirma León Tolstoi. «Es por tanto evidente que la educación, es decir, la preparación de los hombres a la vida y a la actividad, debe estar fundada sobre la religión». Pero entre nosotros, desgraciadamente, no sólo no es considerada la religión como el punto de partida de la educación, no sólo no es mirada como un asunto importante y necesario entre todos los asuntos, sino que se la considera como a uno de los menores, como a cosa inútil, herencia de la antigüedad, etc. Se comprende que en tales condiciones la educación no puede ser razonable, sino enteramente pervertida; y por esto, en dos formas se la ataca hoy en la escuela: o rechazándola de ésta abiertamente o prescindiendo de ella. En el primer caso la educación es impía, y en el segundo indiferente. Sólo los que no creen en la vida futura, en la que brilla más allá de las tinieblas de esta cárcel, pueden consentir en que sus hijos se acostumbren desde la niñez a mirar de reojo o con indiferencia a la Iglesia católica, fuera de cuyo seno no hay salvación.
Si la educación irreligiosa es detestable, no deja de ser también perjudicial y mala la indiferente. No basta, en efecto, dejar de combatir la religión en la enseñanza, para que ésta sea inofensiva: si el niño no oye en la escuela el nombre de Dios: si no adquiere instrucción religiosa; si no se le infunde amor a la virtud, mirará con descuido sus intereses eternos: no podrá contrarrestar las pasiones, y concluirá por ser víctima del error y del vicio, dada la inclinación que el hombre siente a lo malo y la dificultad que siente para lo bueno.
La educación es, en nuestros tiempos, el asunto más importante, y la escuela el campo en que se resuelve la suerte de la generación que se levanta. El mundo y sus secuaces se empeñan en que la educación se aparte de la religión (para que sea laica o atea), en que se difunda el conocimiento de las cosas terrestres y se prescinda de las celestiales; en que los hombres se ocupen incesantemente en el estudio de los cuerpos, de sus propiedades y cambios, y cuiden poco o nada del alma creada a imagen de Dios; en que se dediquen, finalmente, en todas las edades de la vida, a la investigación o adelanto de las ciencias humanas, sin destinar tiempo alguno a la contemplación del Creador de cuanto existe, en Quien vivimos, somos y nos movemos.
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«¿Qué quiere decir escuela laica»? pregunta el grande Monsabré. «Quiere decir, contesta, escuela en que se excluye como a imbécil e inútil a todo lo que tiene carácter sagrado y participa más de cerca de la luz divina; quiere decir escuela en que se aparta de los programas oficiales la enseñanza religiosa; quiere decir escuela de la que se excluye a la Iglesia, que ha salvado las letras, fundado las universidades, creado la enseñanza popular; quiere decir escuela en la que se priva a los niños de la bendición de Jesucristo, y se ahoga en sus labios inocentes toda alabanza a Dios; quiere decir escuela en que la ciencia se separa, aún en sus elementos más simples, del dogmatismo religioso: quiere, en fin, decir escuela sin Dios y de la que debe ser excluido su influjo, de modo que la enseñanza sea atea». Algunos partidarios de la escuela laica aducen el fútil argumento de que cada hombre es libre para servir a Dios como a bien tenga, y para tributarle el culto que le parezca. Semejante principio, que deja a merced del capricho y aún de las pasiones humanas las sagradas relaciones del hombre con su Autor, conduce al indiferentismo religioso, a la impiedad y al ateísmo. Nadie puede negar razonablemente que los deberes religiosos ocupan el primer lugar entre varios que tiene la criatura racional; por lo que si la educación se propone ante todo el perfeccionamiento moral del hombre, no puede desconocer y menos rechazar dichos deberes, sino antes bien inculcar su cumplimiento en la manera y forma prescrita por la Iglesia, única depositaría de la doctrina revelada.
Otros muchos, inclusive algunos católicos, juzgan que la educación moral y religiosa debe recibirla el niño únicamente en el hogar doméstico o en los templos; y que en las escuelas y colegios se ha de procurar tan sólo su instrucción científica y formación intelectual. Tal doctrina es inadmisible y perniciosa, porque desconoce el gran influjo que el maestro ejerce en el corazón del niño: restringe el campo de acción de aquél y su benéfico ministerio, y le priva del medio más eficaz de obtener de sus alumnos la moderación, el amor al trabajo, el espíritu de disciplina, el respeto y obediencia indispensables para la buena marcha de los establecimientos de enseñanza.
Porque, ¿qué cosa es educar? Perfeccionar física. intelectual y moralmente al hombre, se ha dicho muchas veces. Pero para lograr, sobre todo, lo último, es indispensable la religión, que une al hombre con Dios, le comunica fuerzas para vencer los apetitos desordenados y para practicar acciones virtuosas.
Y como no hay sino una Iglesia verdadera, la católica, que fue instituida por Jesucristo para continuar su obra divina en el mundo, a las enseñanzas y dirección de ella deben someterse cuantos desean formar cristianamente a sus hijos.
Por esto los partidarios de la escuela laica se empeñan muchísimo en excluir a la Iglesia, no sólo del hogar, sino también de la escuela: pues saben que si el niño no adquiere el temor de Dios y el amor a la virtud en los primeros años, difícilmente los adquirirá después, y que continuará, como de ordinario acontece, por la misma senda durante toda su vida.
La escuela laica se propone instruir al niño con absoluta prescindencia de la religión, para alejarle de su destino sobrenatural y contrariar los designios de Dios. Intento verdaderamente satánico, causa de la ruina temporal y eterna de muchas almas, que, instruidas desde los albores de la vida en perniciosas doctrinas, crecen como plantas nocivas para dar frutos de maldición y de muerte. Para que el niño se preserve de tan grave peligro, debe ser formado por hombres que le enseñen a obrar bien, con la palabra y el ejemplo.
La escuela neutra, ha dicho Alberto Duruy, ministro en otro tiempo de instrucción pública en Francia, es necesariamente escuela irreligiosa.
¡Cuán responsables son ante Dios y ante la sociedad los padres católicos que confían sus hijos inocentes a maestros de otro credo religioso, a maestros sin fe o por lo menos indiferentes en religión! Muy poderoso es el ascendiente del maestro sobre el discípulo, sobre todo en la primera edad. Si el niño no oye al maestro hablar de religión; si no ve que la práctica; o sí, lo que es peor, escucha de sus labios, burlas y sarcasmos contra ella, mirará con odio y desprecio a la Iglesia católica, columna de la verdad y tabla de salvación para el hombre, después del naufragio de la culpa.
No olviden los padres de familia y cuantos se interesan por el bien público, que, si la juventud pierde el temor de Dios, perderá también muy fácilmente el respeto y obediencia debidos a la autoridad paterna y civil.
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También, so pretexto de favorecer la libertad y de respetar la conciencia, se entrega el alma del niño a las fluctuaciones de la duda y su corazón, a los embates de las pasiones que con él nacen, al privarle en la escuela de la instrucción religiosa que da orientación a las ideas y rumbo seguro a las inclinaciones de la voluntad, en el asunto que más interesa al hombre y al cual está ligada su felicidad. No hablar al niño una palabra acerca de las realidades superiores que se relacionan con los problemas del mundo que brilla más allá de las tinieblas de esta cárcel; el dejar que su alma vegete al nivel o por bajo de sus propios instintos, sin ningún impulso divino, sin ninguna luz sobrenatural que venga en auxilio de la razón, es encadenar para siempre a la materia un espíritu que debía elevarse.
Ciertamente que la instrucción y la educación forman al hombre y lo preparan para desempeñar dignamente las funciones que la Providencia le tiene asignadas en el camino de la vida, apartándole de los extravíos propios de la naturaleza humana; mas, esa instrucción y educación, para llenar su fin y reglar la conducta del hombre, no deben separarse de las enseñanzas de la religión, ya que el objeto de ésta es la condición absolutamente primera de la vida, es Dios, principio y fin de todas las cosas; y el lazo religioso es el más vital y al propio tiempo el más natural de todos. Prescindir de él es tomar la obra educacional y despojarla de su influencia y de su eficacia sobre la inteligencia y el corazón para encaminarlos por el sendero de la verdad y de la justicia.
El P. Sertillanges, profesor en el Instituto Católico de París, dice: «que la ausencia de religión entre las masas, explica la baja de la moralidad. La moralidad vive de la fe y muere con el escepticismo. Cuando ya no se cree en Dios ni en la simplicidad del alma, se está muy cerca de no creer en nada. Y entonces la bestia adquiere el predominio sobre el hombre; el egoísmo sobre el deber, la baja codicia sobre la justicia; la cobardía feliz y dichosa sobre la abnegación por la familia y por la patria».
«Preténdese, continúa, que la familia supla a la escuela; sin duda que eso sería menester; pero bien sabido es que la vida en el hogar no es lo que en otro tiempo era; que lo exterior se ha apoderado de ella y que en el fondo los padres se descargan sobre el educador. Por otra parte, los que de esa suerte hablan, son los primeros en contar con esa situación para explotarla; cada vez son más tenaces sus pretensiones de arrebatar al niño a la familia entregándolo al Estado; que no digan por tanto: ahí están los padres para completar nuestra obra. Esa obra les pertenece en derecho. Es mala en cuanto que prescinde a priori de lo esencial, quitándole a la moral pública sus apoyos y lanzando al hombre, ser religioso por naturaleza, a un naturalismo inferior, que hace de él un verdadero mutilado».
Lo que el P. Sertillanges decía de la decadencia moral de Francia, señalando la escuela neutra como una de sus causas, podemos aplicar a nuestro país, con las salvedades exigidas por las circunstancias especiales de una y otra nación. Si hasta el presente la disolución de costumbres y la baja de la moral pública no han llegado al grado que el célebre profesor nota con horror en la sociedad de su patria, no tardará en descender en la nuestra, quizás aún más abajo que en Francia, por faltarnos en el orden social el fundamento firme de las tradiciones, consolidado por los siglos, sobre que reposa el alma nacional, y sobrarnos, sobre todo, el prurito de imitación de los gobiernos que más se han distinguido en la secularización de las instituciones cristianas.
Para hacer frente a la ola devastadora que avanza, creciendo siempre, necesario es preservar, en cuanto nos sea posible, las almas de los niños de los horrores del escepticismo y del naturalismo, frutos de la escuela neutra. Cuidad, por tanto, padres de familia, de que no se mutile el alma de vuestros hijos, privándosela de la instrucción religiosa; pedid que se la restablezca en los establecimientos oficiales; y si esto no lo podéis conseguir, fomentad la creación y conservación de las escuelas y colegios católicos, para que a ellos podáis enviar, con entera confianza de que no perderán la fe y las buenas costumbres que aprendieron en el hogar doméstico, esos seres queridos confiados a vuestra vigilancia y cuidado por el Padre que está en los cielos.
Prestad la más reflexiva atención a lo que afirma el grande como sabio Pontífice León XIII. «Conviene muchísimo, dice, que los padres y madres dignos de este nombre, cuiden de que sus hijos que han llegado a la edad de aprender, reciban la enseñanza religiosa y no encuentren en la escuela nada que dañe la fe o la pureza de las costumbres. La ley divina, de acuerdo con la ley natural, impone a los padres esta solicitud por la educación de sus hijos, y ninguna causa puede dispensarlos de ella. La Iglesia, guardiana de la integridad de la fe, y que, en virtud de la misión que ha recibido de Dios, su autor, debe llamar a la sabiduría cristiana a todas las naciones y velar con esmero sobre la enseñanza dada a la juventud colocada bajo su autoridad, la Iglesia ha condenado siempre explícitamente las escuelas llamadas mixtas o neutras, y con frecuencia ha advertido a los padres de familia que en asunto tan importante estén siempre vigilantes y sobre aviso. Obedecer en esto a la Iglesia es mirar por los intereses sociales y provocar eficazmente el bien común».
«No deben adoptar los católicos, sobre todo para los niños, escuelas mixtas, sino que deben tener escuelas propias, inculca el sabio Pontífice en otra de sus encíclicas; porque es muy peligrosa la educación en que se altera la enseñanza religiosa o se prescinde de ella, como acontece de ordinario en las escuelas mixtas. Si es cierto que en ninguna época de la vida, privada o pública, se ha de prescindir de la religión, con mayor razón no se ha de excluir en la primera edad, en que el hombre carece de sabiduría, en que el espíritu es ardiente y el corazón está expuesto a tantos peligros.
«Organizar la enseñanza de manera que se le prive de todo contacto con la religión, equivale a corromper y destruir en el alma los gérmenes mismos de la perfección y de la honestidad: equivale a formar, no defensores de la patria, sino enemigos de Dios y de su Iglesia. Si se suprime a Dios de la educación, ¿qué medio podrá retener a los jóvenes en la senda del deber, o traerlos a ella, si se han apartado del camino de la virtud?»
A la luz de estas verdades conoceréis, padres católicos, qué clase de escuelas y colegios habéis de preferir para vuestros hijos, y cuál la educación que debéis darles.
Terminamos esta carta con la exhortación que dirigía a los padres de familia un ilustre como santo prelado boliviano, que la hacemos nuestra. «Deber vuestro es, padres y madres de familia, dice, y deber muy sagrado, formar el corazón de vuestros hijos según lo exige su destino eterno, y dirigir con vigilancia no interrumpida sus vacilantes pasos por el camino que conduce a ese sublime fin. Y para cumplir tan importante deber y salvar vuestra responsabilidad ante Dios y ante la sociedad, inspirad a vuestros hijos, con vuestro ejemplo y palabra, grande amor y profundo respeto a la Religión católica: aprecio y veneración a las buenas costumbres, decisión práctica por los preceptos de Dios y de su Iglesia; en una palabra, educadlos cristianamente, como os lo encarga el apóstol San Pablo; educadlos corrigiéndolos e instruyéndolos según la doctrina de Jesucristo.» (2)
Mandamos que esta carta se lea en las iglesias parroquiales, el domingo siguiente de su recepción.
Que el Espíritu Santo os ilumine, carísimos padres de familia, para llevar a la práctica las instrucciones que os damos, son los ardientes anhelos de vuestro indigno Pastor, que de corazón os bendice, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.
Dada en nuestro palacio y refrendada por nuestro Secretario de Cámara y Gobierno, en La Paz a los dos días del mes de marzo del año del Señor —de 1919.
Dionisio, Obispo de La Paz.
P. M. de S. S. I.
Roberto N. Corrales, Secretario.
(1) A los de Efeso, c. 6 v. 4
(2) El valor social del Evangelio.