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J. Franz Ávila del Carpio José Eustaquio Méndez «El Moto» Historia de una Rebeldía Tarija—Bolivia 1961 (Primera parte)

Todos los grandes líderes de pueblos alcan­zan una estatura superior a la humana.

Cántaro
  • Ricardo Ávila Castellanos
  • 18/10/2020 00:00
Moto mendez

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Casa de Moto Méndez

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Monumento Moto Mendez

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Casa de Moto Mendez

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Iglesia Sella Mendez

Iglesia Sella Mendez

Iglesia de san lorenzo

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Casa de Moto Méndez
Monumento Moto Mendez
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Todos los grandes líderes de pueblos alcan­zan una estatura superior a la humana. Envuel­ven a gentíos inmensos en la red de su volun­tad y de sus ideas. Entre ciertos individuos y la Naturaleza existen relaciones obscuras y sutiles. Tales hombres pueden extenderse a través del espacio y del tiempo y comprender la realidad concreta. Parece escaparse de ellos mismos. A veces proyectan en vano sus tentáculos más allá de las fronteras del mundo material y no traen consigo nada importante.

Pero, al igual de los grandes profetas de la Ciencia, el Arte y la Religión, también pueden aprehender, en los abismos de lo desconocido, seres sublimes e ilusorios, llamados abstracciones matemáticas, las ideas platónicas de belleza su­prema, el ideal de la patria libre y grande, o Dios.

Alexis Carrel

NACIMIENTO

Año de gracia del señor de 1784, día 19 de Septiembre. Las campanas de la Iglesia de San Lorenzo Mártir han llamado a la primera misa del alba. Ruido de portones que se abren. Es un amanecer de septiembre, de ese septiembre que viste de fiesta a la villa, que la satura de fragancias de churqui y la enciende en el rojo ceibo de la plaza de armas. La gama de los ver­des magnifica la campiña. El cuadro no puede ser más bello y mientras allí, en la égloga de los cármenes, donde el río juega entre macizos de caña, entre setos de sauces, bajan las majadas de cabras y ovejas acompañadas por el sonsonete del erque y la caja, y el grito del pequeño pastor que se mezcla con los trinos con que saludan a la madrugada miles de avecillas.

A no mucho andar de la villa, se alza el so­lar de Juan Méndez y doña María Arenas, am­bos españoles que se han avecindado en este lugar recordando acaso sus vegas nativas. Ambos son jóvenes y llenos de entusiasmo. La tierra que por mandato del Visorrey se les ha asignado es buena y productiva.

Doña María espera el primer retoño. Con qué ternura aguarda la llegada de ese pedacito de carne, fruto de esta América Morena, de esta tierra que tanto aman y que con tanto esmero cuidan. Dulces son para doña María los días de espera.

Clara mañana del día 19 de Septiembre de 1784. La primavera atisba ya el verdor de las primeras hojas y la gama de las florecillas que embalsaman la campiña. Así como se entreabren los pétalos del jazmín o se alza graciosa una ver­bena o la flor de lapacho, llega al mundo un va­rón para alegría del hogar de los Méndez. El primogénito es fuerte como la tierra; tiene la si­miente de una raza pujante, y su llegada pone en los ojos claros del padre lágrimas de felicidad y emoción.

Días más tarde, el hijo de los Méndez es cristianizado en la Parroquia de San Lorenzo y el sacerdote lo bautiza con los nombres de José Eustaquio. Su partida de nacimiento dice así:

«EN ESTA SANTA IGLESIA Y BENEFICIO DE SAN LORENZO Y VALLE DE TARIJA LA VIEJA EN VEINTE DÍAS DEL MES DE SEPTIEMBRE DE MIL SETECIENTOS OCHENTA Y CUATRO AÑOS YO EL LICENCIADO DOCTOR JOSE MARIANO DE MIRANDA DE LICENCIA PARROCHI DE ESTE BENEFICIO BAUTICE, PUSE OLEO Y CHRISMA A EUSTAQUIO DE UN DIA HIJO LEGMO. DE JUAN MEN­DEZ, Y MARIA ARENAS ESPAÑOLES A VITANTES EN CANASMORO ESTA DOCTRINA FUE PADRINO EL SEÑOR MÑNO. DN. JOSEPH DE ALDANA QUE SABE LAS OBLIGACIONES DE PADRINO SIENDO TESTIGO SANTOS CHUZQUE Y PA­RA QUE CONSTE FIRMO JOSET MARIA MIRANDA.

II

LOS PRIMEROS AÑOS

De los primeros años del niño poco se pue­de» decir. El campo es teatro de sus primeras correrías. Allí, mientras el padre o la madre siem­bran, el pequeño José Eustaquio, corre detrás de ellos desmenuzando con sus descalzos pies los te­rrones de tierra oliente que espera la gracia de la semilla. Transcurren los años y José Eustaquio, hecho en la dura brega del campo, recorre y de­sentraña todos los rincones de la cordillera, unas veces ayudando a su padre a arriar el ganado hasta los potreros u otras en ansia de vagabun­deaje. Hay en el espíritu del mozo deseo de co­nocer mundos, de vivir su vida. El campo no le oculta sus secreto, el canto de las aves, el silbar del viento, el rugido de las fieras, aguzan su oído, lo vuelven observador y pegado a las cosas que la tierra en su misterio le ofrece. El constante ejer­cicio lo ha convertido en un mozo fuerte. Es há­bil como jinete, guapo en los rodeos ya que co­rre en el monte como el más consumado de los baquianos, maneja el lazo y las boleadoras con tanta destreza que despierta la admiración de pro­pios y extraños. Entre sus hermanos y otros ni­ños de la vecindad, es el caudillo en todas sus jugarretas y correrías, el primero en lanzarse al remanso del río que pasa cercano a la finca de sus mayores y, en el agua su cuerpo moreno ha­ce toda clase de suertes y pruebas de resistencia.

Es esta escuela de la naturaleza la que forja a nuestro hombre en reciedumbre y coraje, deci­sión y entereza. Desde sus primeros años José Eustaquio va dándose cuenta del privilegio del señor español, que el cura en sus prédicas domi­nicales le hacía saber, juntamente con los rudi­mentos de la doctrina y el abecedario. Para él es duro observar las prebendas de que goza el peninsular venido de allende los mares. El criollo es visto con menosprecio y nada se diga del mestizo o del indígena. Para ellos son tal sólo las gabelas y alcabalas; la justicia no existe para el criollo y hasta el sacerdote se enseñorea con los habitantes de esta tierra. Es una de las razones más poderosas para que el descontento surja entre los criollos americanos y la simiente del odio vaya germinando en el corazón de éstos, y por esa causa se producen los alzamientos de Calatayud, Gabriel Tupac Amaru, Tupac Catari y otros tantos que anhelan la libertad del suelo de sus mayores: libre de privilegios, de castas predomi­nantes, de tribunales de la inquisición y del ho­rrible suplicio de la mita.

Las noticias de los alzamientos cunden como una chispa por el valle y surge también el des­contento entre los criollos y una pertinaz resis­tencia se hace sentir entre los hacendados y seño­res españoles que viven en la villa y sus zonas aledañas. Allí nuestro héroe, pese a su condición de hombre acomodado, comenzó a gestar en su mente la idea de emancipación del solar nativo.

 III

ANDANZAS E INQUIETUDES

Un incidente cualquiera obliga un día de esos a José Eustaquio a tomar rumbo hacía las Pro­vincias Unidas del Río de la Plata. Allí el mozo trabajará de todo, será peón de estancia, pialador de ganado, marcador de reses y, en fin, hará los menesteres de un perfecto hombre de campo.

De esos años nada se sabe, su vida es una incógnita. Pero aquí caben algunas interrogacio­nes: ¿qué miles de ideas bullirían en su mente? ¿qué gran deseo de volver a su querencia y ver a sus padres que tanto amaba?. ¿Qué de callados anhelos anidarían en su corazón por tanta deses­peranza, por tanto dolor e incomprensión para la gente del valle y también para los criollos como él?.

La respuesta la tendremos por su actuación como guerrillero y patriota. No está en duda que los años que pasa en la Argentina son para él años de madurez y experiencia. También allí ya conoce la efervescencia existente entre los criollos a raíz de los levantamientos de Chuquisaca, La Paz, Cochabamba y Buenos Aires que, como el alud que baja de la montaña, como el reguero de pólvora, cunde tanto en el Alto como en el Bajo Perú, caldeando la sangre de esa generación de precursores que habrían, un día no muy lejano, de recoger el fruto de su prédica y martirio en la culminación gloriosa de la Guerra de los Quin­ce Años.

Con este bagaje de ensueños, de anhelos e ideales, José Eustaquio ha vuelto a su pago y allí, entre las faenas del campo y los momentos de solaz y descanso, comienza su prédica libertaria entre sus coterráneos.

Dura es su labor y busca para compañera de sus días a una de las más bellas criollas de la región. Esta morena de ojos claros, que aún no ha cumplido dieciséis años, une su suerte a José Eustaquio. Es Salomé Ibarbol a quien tanto el romancero criollo mentara en sus tradiciones y cantares.

IV

HISTORIA DE «EL MOTO»

Para José Eustaquio la vida está siempre lle­na de animación porque ama el campo como na­die. Le llega uno de esos días la noticia de que un toro cerril anda haciendo de las suyas entre la vacada de su hacienda. Presuroso corre él, junto con algunos peones y vecinos, para poner atajo a este bravo animal de pitones afilados. Vuela el lazo y cae entre los cuernos del toro que, con un violento jalón, derriba al jinete de su ca­balgadura, rompiendo a correr furiosamente. Los instantes que vive Méndez son dramáticos. El lazo se ha enredado en una de sus manos y por la violencia de los jalones queda cercenada. En un muñón sanguinolento, aun pende colgada de un tendón la mano, y en un acto de sangre fría, luego que la bestia ha sido acorralada, corta con el cuchillo que lleva en la cintura el miembro destrozado. A propósito de este gesto de hombría, la maledincia ha tejido muchos comentarios que en nada mellan el creciente prestigio de José Eustaquio, quien desde ese malhadado día, reci­be el nombre de MOTO MÉNDEZ.

 V

SU PRIMERA ACTUACIÓN COMO GUERRILLERO

Méndez comienza a actuar con sus hombres después del pronunciamiento de Tarija a favor de la causa patriótica. Luego, en 1812 organiza su cuerpo de guerrilleros con un corazón henchido de fe y amor por el terruño, y vestidos a la usanza criolla amplio sombrero alón, coleto y guar­damonte, lazo y boleadoras, puñal y lanza. Por todas partes los centauros de Méndez van dando que hacer a las aguerridas huestes españolas. Estuvo con Belgrano en los campos de Tucumán, Salta, y Las Piedras. Allí el valor de los jine­tes tarijeños fue inigualable. Méndez por su ac­tuación recibe el nombramiento de Coronel del Ejército Argentino, título que merecidamente le otorga Belgrano.

Su teatro de acción, desde ese instante, es dilatado. Sus anhelos: la libertad de la Patria y sacudir el yugo español de estas tierras de Amé­rica India. Él y sus hombres no buscan hono­res ni fortuna. La ambición no es su compañera. Así un día responde al Gobernador de Tarija, con un gesto de hidalguía, al ofrecimiento que le hi­ciera de grados, honores y recompensas a cambio de suspender sus continuas correrías por la villa y las tierras donde se acantonaban los soldados del Rey:—«en ningún momento ni él, ni sus hombres darán descanso a sus armas hasta no ver a Tarija limpia de tropas españolas y libre de todos los impuestos y tributos a sus habitan­tes ».

Méndez y sus hombres han escogido por cuartel general la Rinconada de Canasmoro y to­do el agreste lomerío de León Cancha. No hay cueva, desfiladero, quebrada o garganta de la mon­taña que no conozca palmo a palmo. Si hay evidencia de que una partida de españoles viene en su búsqueda la voz del erque, que toca al­gún niño pastor, da aviso a los centinelas que tiene apostados por todos los lugares más estra­tégicos. Sus hombres y cabalgaduras están siempre listos para secundar al Moto Méndez en su empresa de gloria.

Su prestigio aumenta de día en día. Realmente su actitud, su celo, su ferviente amor a la cansa de la revolución de la cual es, sin duda alguna, uno de los paladines, lo convierten en hombre de leyenda. El Moto está en todas las sorpresas y golpes de mano, destroza las comu­nicaciones españolas asalta a los convoyes de per­trechos, apresa a los correos y, en fin, un día está en la frontera argentina donde coopera con don Martín Güemes, otro incursiona hasta las fértiles vegas de Cinti donde toma contacto con el guerrillero Camargo, y otro, escoge por cuar­tel la Cordillera de Iscayachi. El hombre es nervio y espíritu indomables. Generoso y caba­llero con el vencido; cruel con los traidores y arteros.

La Republiqueta se ha organizado en el Sur y con su Jefe nato es el Coronel don Francisco de Uriondo. Juntamente con él, colaboran hom­bres de la talla del Marqués Campero, quien, pe­se a su condición de noble de España, todo lo da por la causa de la Independencia. Los Rojas, los León, los Mendieta, los Avilés, los Flores y tantos otros más, que cuentan con sus hombres y partidas, son los que mantienen vivo, por sobre todo, el espíritu de la patria en ciernas.

Estas aguerridas tropas, veteranas de tantas épicas acciones, forman una respetable y podero­sa división que bajo las instrucciones del Gau­cho Güemes que a la sazón tiene su cuartel ge­neral en Salta, estaban encargados de amargar a los españoles, a quienes no dan un solo instante de tregua, desconcertándolos con su modalidad de lucha tan propia audaz.

El lapso transcurrido entre los años del 1814, al 1816 es realmente adverso para las armas patriotas. Diversos descalabros cuestan la vida a muchos bravos que han caído en combates librados tan­to en las cercanías de Tarija, como en Padcaya y otros sectores. Así pagan con la vida los Ro­jas, Clodomiro León, José Ignacio Mendieta, cu­yas cabezas son colocadas en una picota para es­carnio de los patriotas. Pero esta medida de nada sirve y las partidas de guerrilleros agudizan más su campaña. Méndez con un arrojo temerario, en pleno día entra en el partido de San Lorenzo y rapta los centinelas del Edificio del Ca­bildo.

La vida en el valle se torna llena de angus­tias, ya que al toque de queda que anuncia la oración, los habitantes aseguran sus puertas, te­merosos de las sorpresas e incursiones que hacen las montoneras chapacas.

VI

TARIJA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

Las noticias de la situación en el Alto Perú no son nada halagadoras. Las tropas patriotas han sufrido una serie de descalabros; la acción guerrera en el norte se concreta tan sólo a com­bates de guerrillas y, en ellas, también pagan ca­ra su osadía Manuel Ascencio Padilla y José Vi­cente Camargo, paladines de la lucha por la eman­cipación en las tierras de la Real Audiencia.

Entre tanto, ¿cuál es la vida y las activida­des que desenvuelven los moradores de esta vi­lla de San Bernardo de Tarija?. Las industrias derivadas de la agricultura han sufrido grave quebranto, la mayoría de los hombres del campo se han incorporado a las tropas de los guerrille­ros y los que han escapado a las levas de los ejércitos del Rey, han buscado la soledad de las montañas o de los bosques.

En lo que se refiere a la villa, ésta va cre­ciendo poco a poco. Alrededor de la plaza de armas se han alineado casas de un solo piso y de tejados rojos que contrastan con la pureza del azul del cielo y el verde de la arboleda. Sus pa­tios son amplios y allí los naranjos y limoneros y el infaltable parral dan sombra en los días de ardiente canícula. La vida es patriarcal y senci­lla. Los comentarios que se hacen en las diarias tertulias son sobre la lucha que ya dura tantos años, y de los pormenores de ella y, pese a las admoniciones que hacen los Dominicos de la Ma­triz o los Franciscanos del Sacro Colegio de nues­tra Señora de los Ángeles de prestar obediencia y lealtad al Rey, los moradores, haciendo de su corazón una lámpara de fe, y llegan a diario postrarse a los templos para rogar por el éxito de las armas de la patria.

La ciudad, después de la hora de Ángelus que se anuncia con seis largas campanadas que parecen distenderse en el confín del valle, huele a santidad y las cuentas del rosario de las garbosas criollas se desgranan entre los dedos mientras avemarías y kyries se elevan dando gracias al Supremo Hacedor por sus bondades. Por la calle de la Pla­za de Armas, donde pasa una ancha y rumorosa acequia, el croar de ranas y sapos, entabla con la noche un diálogo de siglos y estrellas.

La vida cultural casi no existe. No se co­nocen periódicos. Escuelas hay muy pocas, y los que ansían luces tienen que buscarla en las aulas de la Universidad Pontificia de San Fran­cisco de Xavier, magna entre las magnas, el pan espiritual que ellos requieren. Pero, lo que tiene vívida expresión es la poesía popular, el panfleto contra los chapetones, la sátira aguda y pi­cante en la que sobresale sin duda alguna doña Juana Velarde, apodada la «La Tuna», por lo fino de su ironía.

Tarija no es nada más que un oasis, un re­manso de paz, agitado ahora por los sacros idea­les de liberación, y sus habitantes viven este sentimiento con fe y esperanza, ya que están cansados de la altanería, el menosprecio, con que los tratan los venidos de la península.

Es en este estado de efervescencia que las gue­rrillas y las figuras heroicas van apareciendo a diario. El campesino ha dejado el arado y ha empuñado la lanza o el sable, para ponerlo al servicio de la causa de la libertad. Y José Eus­taquio, haciendo de sus huestes símbolos de resistencia, obliga a tener a los españoles fuertes contingentes, con objeto de garantizar la seguridad de las fronteras, pero todo es inútil, hasta las persecuciones que se hacen contra determina­dos sectores de la población, a quienes se confiscan bienes y hacienda sólo por declararse parti­darios de la causa patriota.

A los españoles les desconcierta la movilidad de las fuerzas del Moto, al igual que la de los otros guerrilleros que han organizado su cuartel general en las diferentes zonas del territorio de Tarija

La situación se presenta cada vez más in­cierta y llena de sinsabores para la creciente vi­lla, pues que las continuas correrías de las mon­taneras patriotas obligan a vivir en constante es­tado de zozobra y poner a buen recaudo sus menguadas fortunas.

¡Que singular y gloriosa es esta guerra de guerrillas que van sustentando las montoneras criollas!. Nada les amedrenta, nada les ataja y los soldados del Rey se ven desconcertados ante estas continuas arremetidas. Tal situación obliga al General La Serna, en ese entonces Vi­rrey del Perú, a trasladarse a Tarija a fin de poner atajo a la avalancha patriota. Pero esta determinación de nada sirve cuando ya en el al­ma del pueblo germinan las semillas del amor a la libertad. Son muchos los que caen en la contienda; pero nacen y pelean nuevos hombres, nuevos jinetes que barren las patrullas y los des­tacamentos, que asaltan la villa o saquean e in­cendian parques y almacenes. En fin, estos hom­bres parecen poseídos de una fuerza interior tan grande, que el peligro es su diario compañero, su vida una continua acción, su centro de campaña todas las tierras de este feráz valle; patria y heredad de sus mayores.

VII

LOS MONTONEROS

El año de 1817 alborea en la vida pueblerina con honda agitación patriótica. Noticias llegadas desde Buenos Aires dan cuenta de la salida de San Miguel de Tucumán del Cuarto Ejército Auxiliar Argentino, que comanda el Coronel don Gregorio Araóz de la Madrid.

Cuál será la suerte de este nuevo contingente de tropas, tendrá la misma que les cupo a los otros ejércitos auxiliares? es la pregunta que en las diarias tertulias se hace sobre esta nueva emergencia. La ansiedad es grande, la expectativa también y las noticias circulan como un reguero de pólvora entre los guerrilleros que esperan alcanzar la revancha de los descalabros sufridos en los años anteriores. El asedio se torna cada día más intenso y las tropas esparcidas a lo largo de la frontera argentina acechan a la espera de noticias.

Pasan los días y se aproxima abril. En el campo las labores de cosecha ya han dado co­mienzo y los labradores, al tener conocimiento del ingreso al territorio de Tarija de las tropas de Araóz de La Madrid, las apresuran y corren al llamado de sus Jefes. Como primera provi­dencia, el Jefe Argentino solicita de los jinetes chapacos su contingente y un mayor esfuerzo pa­ra cortar las líneas de abastecimiento de los es­pañoles, hostigándolos con sus guerrillas desde Salta hasta las alturas de Yavi.

El día 8 de Abril, La Madrid en el Comba­te de Cangrejillos, derrota una partida de solda­dos realistas y los que toma prisioneros le dan in­formes sobre la situación de las tropas realistas en Tarija.

Después de esta acción, y a marchas forzadas, toma rumbo al N. E., vence los contrafuertes de la cordillera y recibe ayuda de las fuerzas pa­triotas que se acantonaban en la zona de Padcaya, comandadas por los hermanos León. Prosi­guiendo su avance, penetra a la región de Tolomosa hasta colocarse a la altura de la Puerta del Gallinazo. Allí ya está Méndez—con sus cen­tauros—, quien desde días atrás, han venido amagando en continuas correrías el partido de San Lorenzo y la Villa de San Bernardo, donde ha puesto en jaque la paciencia del comandante Ma­teo Ramírez, Gobernador de Tarija.

VIII

LA JORNADA DEL QUINCE DE ABRIL

La situación que se presenta para las armas patriotas es de ventaja. Todas las rutas están cortadas por la constante acción de las montone­ras criollas y en tales circunstancias, La Madrid y las guerrillas chapacas que se encuentran al man­do de Uriondo, Avilés, los Rojas, se presentan en las alturas que dominan la Villa, el día 14 de Abril.

Guarnecía la plaza un batallón de soldados del Rey, comandado por Mateo Ramírez y en el Partido de Concepción, a pocas leguas de Tarija, hallábase defendido por cincuenta hombres co­mandados por el Teniente Coronel don Andrés de Santa Cruz que, años más tarde, había de ser Presidente de la República de Bolivia y Protector de la Confederación Perú-Boliviana.

Aráoz de La Madrid dejó Concepción a la derecha, amagando a la Plaza de Tarija por el oeste. Ante esta actitud, el Comandante Ramírez trata de hacer una salida, la misma que frustran los disparos de la artillería patriota y la arremetida de los jinetes chapacos. Aprovechando el de concierto reinante en las filas realistas, las fuerzas combinadas de La Madrid y de los guerrille­ros cruzan el río, ocupan la altura denominada de San Juan y La Madrid intima la rendi­ción de la plaza por medio de parlamentarios, a lo que el Comandante Ramírez responde:

«Un jefe de honor no se entrega a discreción por el hecho de disparar cuatro tiros y yo lucharé aunque me queden veinte hombres y éstos sin municiones.»

El día va muriendo y el sol dora los bosques que circundan la Villa. El río juega una gama de irisados colores, el cielo teñido de rojo, de ese rojo otoñal tan intenso, es augurio de buena fe para los patriotas y en especial para los guerrille­ros que vivaquean entre los sauzales cercanos al río.

En las caras de los hombres de Méndez, pese a la fatiga de los días, se nota alegría y optimis­mo, las lanzas permanecen recostadas entre los carrizos y el caballo listo para cualquier emergen­cia. Muchos de ellos descansan tendidos en el suelo, yantando el avío que traen en sus alforjas.

Una noche de estrellas es la que llega y las luces de los campamentos de las fuerzas argenti­nas y chapacas alumbran en toda la colina que domina la Villa. De rato en rato se oye el alto, quién vive?, dado por un centinela, o el chapaloteo de los cascos de los caballos de los soldados que vuelven de algún patrullaje, al cruzar el va­do del río. Todos esperan la voz del clarín que los conducirá a la brega. Allí, en la Villa, donde la gente no duerme por el desasosiego reinante y por los disparos que continuamente se cambian entre atacantes y defensores, se escucha la voz de la campana como diluida en la inmensidad de la noche, que llama al rezo y al recogimiento.

Como un azar del destino esa misma noche llega al campamento patriota la coronela doña Juana de Azurduy de Padilla, que viene huyendo de la persecución realista, luego de haber enterrado a su esposo, su compañero de glorias don Manuel Ascencio y a uno de sus más adictos colabora­dores el poeta indio Huallparimachi, la vieja guerrillera quiere unir su destino de gloria en la acción que se avecina, más los jefes y guerrilleros patriotas la miran como un símbolo, la veneran  con unción y fe, anhelando tan solo mayor seguridad para su fatigada y azarosa existencia.

Alborea un día de gloria para las armas de la patria. Movimiento de tropas, trajín de caba­llo, relinchos, ruido de espuelas y sables, voces do mando que se escuchan por doquier. Desde las primeras horas del alba del 15 de Abril, y luego de haber rezado la Santa Misa en la capilla de San Juan, la artillería colocada en las alturas que dominan la ciudad, comienza con su bombar­deo a fin de debilitar las defensas de la plaza. El saldo de fuerzas del Ejército Auxiliar Argentino y tropas de guerrilleros, vadea el río y, se coloca en formación de batalla en los campos denominados La Tablada. Ante el ruido que producen los disparos de cañón, las fuerzas realistas que guarnecían Concepción se presentan para auxiliar a las tropas españolas sitiadas en la Villa. Este refuerzo, que sumaba más de cien hombres, era comandado por el segundo de Santa Cruz, llama­do Malacabeza

La Madrid y las fuerzas patriotas presentan batalla. ¡Como contrastan las vestimentas de los guerrilleros de Méndez, Uriondo, Avilés, con las de las huestes del Rey! Ponchos rojos que en el verdor del campo parecen pedazos de arrebol. La acción es rápida. Al grito que «¡Viva la Patria! Carabinas a la espalda, sables en mano y a de­güello, a ellos que son unos cobardes!» los hom­bres se lanzan a la pelea. Disparos de fusil, ayes de dolor, lanzas y bayonetas que se entrecruzan, el humo de la pólvora enardece los ánimos y pone fuego en el corazón. Piafar de caballos y choque de sables que van menguando los cuadros realis­tas. Son bravos los montoneros criollos y su ac­ción, sumada a las fuerzas de La Madrid, da una página de gloria más para las armas de la patria. Como resultado de esta acción son muchos los muertos y prisioneros de parte de los realistas e igualmente, en las filas patriotas, se han raleado las formaciones de combate.

Conocedor de las consecuencias de la batalla que tocaba a su fin, don Gregorio Aráoz de La Madrid intima por segunda vez la rendición de la plaza, dando a los defensores el tiempo de cinco minutos para definir su situación; caso contrario tomaría la ciudad a sangre y fuego. Pero la suerte ya estaba echada y el comandante español, ante la evidencia de los hechos, depone su actitud an­terior respondiendo a los parlamentarios que:

«Aunque cuento con fuerzas suficientes para sostenerme, solicito capitulación y me entrego prisionero con la guarnición, sin más condiciones que los honores de la guerra, garantías para los paisanos que por la fuerza había intimado a tomar las armas y el uso de las espadas para los oficiales con seguridad para sus bagajes.

Fue en la misma tarde del día 15 de Abril de 1817 que, en el lugar denominado Pampa de las Carreras, rindieron sus armas tres tenientes coroneles, entre ellos ¡Santa Cruz, diecisiete oficiales doscientos setenticuatro soldados y, como trofeos de combate, cuatrocientos fusiles, ciento cuarenta y cuatro armas de toda especie, cinco cajas de guerra y otros pertrechos militares.

El acto de rendición fue celebrado en la ciu­dad jubilosamente, se recorrieron las calles dando libertad a los patriotas heridos y prisioneros. Co­mo premio a su actuación, el vecindario de Tarija,

obsequió a La Madrid, armas, municiones, bastimentos, víveres y dinero a objeto de que prosiguiera su campaña. Además, sesenta jóvenes, lo más granado de la sociedad tarijeña, se incorporaron al ejército patriota, formando la base del escuadrón «Húsares del Guadalquivir».

Cual fue la resonancia que para los pueblos del Alto Perú tuvo esta acción de armas?

Aunque en realidad fue una batalla de esca­sas proporciones, sirvió como acicate para unifi­car la acción de las montoneras chapacas, destro­zar las comunicaciones españolas y avivar más la fe en las armas por la causa de la Independencia.

Alentado por este éxito, La Madrid parte el día 5 de Mayo con rumbo a Cinti, acompañado por los guerrilleros de Méndez y Avilés, que con­currieron por esta circunstancia a la Batalla de la Quebrada de Yotala, donde habrían de demostrar una vez más cuanto valía un soldado tarijeño.

IX

LA VIDA INTIMA

Méndez, el bravo caudillo, no da un solo día de tregua al español. Sus espías, esparcidos por todo el territorio de la Republiqueta, lo tienen al tanto del movimiento de las fuerzas españolas. Ha visto caer a muchos de sus bravos y también a hombres de la talla de los Rojas y tantos otros más, paladines de esta gesta de gloria. El hombre de campo es una figura desconcertante. Cam­bia de teatro de acción con la prontitud y cele­ridad de un rayo. Hoy es la frontera argentina donde ataca y toma por sorpresa a tropas del Rey o ayuda a Güemes y a sus Infernales con gana­do, municiones y otros enseres que precisa para .sus campañas. Mañana presentará combate a tropas, sin darle importancia el número, y cuando las cosas van tomando mal cariz, ordena a sus hombres replegarse y buscar refugio en muchos de los escondites que tiene esparcidos por los par­tidos de Canasmoro, Carachimayo, San Pedro.

La cabeza del caudillo ha sido puesta a pre­cio y el Gobernador de Tarija, mediante bandos y proclamas, insta a los criollos a dar muerte al manco glorioso. Pero, los españoles, no saben que Méndez cuenta con la lealtad de sus hombres, de esos buenos campesinos que acollararon su vi­da a ese destino de gloria en el que venían vi­viendo.

Méndez restaña sus heridas: las del espíritu, por la prematura desaparición de su esposa, y las del cuerpo, recibidas en una de las tantas sorpre­sas que hace al enemigo. A raíz del fallecimiento de su esposa, sus pequeños hijos han quedado en el abandono, razón por la cual tiene que buscar compañera para él y madre para los pequeños. Esta vez será también una moza del campo la que toma por esposa. La muchacha es grácil y llena de simpatía, de rostro ovalado y color de oliva, de ojos negros enmarcados por bellas pes­tañas y toda donaire. Ella se llama María Este­fanía Rojas y acompañará al manco glorioso hasta los últimos días de su existencia.

Los hombres del campo han vuelto hasta la heredad del valle, han trocado las armas de gue­rra por arados e instrumentos de paz. La vida vuelve a su cauce con la misma armonía con el mismo sentido telúrico que tanto aman los chapacos: tierra para sembrar, ver reverdecer los cam­pos con la gracia de los maizales y llevar a sus hogares los desvelos de su trabajo de sol a sol. Pero, en medio de esta aparente tranquilidad, de esta tregua en la lucha, todos ellos se mantienen alertas esperando las órdenes de don José Eustaquio que, pese a que los días que momentánea­mente vive en sosiego, está a la espera de noticias. Listos para entrar en acción, montando en fogosos corceles y pletórico de optimismo, para proseguir su destino de rebeldía, luchando entre el verdor de los campos, o haciendo sentir al enemigo el peso de su audacia y temeridad en cualesquier sector de esta tierra de quijotes.

X

LA PATRIA QUE NACE

La guerra de la Independencia toca a su fin. Ya muchos de los pueblos han sacudido el yugo español y las repúblicas surgen después de una cruenta lucha de más de quince años, dura y dolorosa, que ha convertido a los hombres en demo­niacos espíritus de anarquía.

Bolívar el Gran Capitán de América ha traspuesto por segunda vez los Andes, arrollando al enemigo con sorprendentes victorias y, ahora el escenario de sus glorias, es la tierra de los Incas, donde  viene después de la entrevista de Guaya­quil que sostuviera con el General don José de San Martín, El Libertador, con genial visión de estadista y militar, quiere redimir a la sacra tie­rra de los Incas del despotismo español y así, el día 6 de agosto de 1824, en los campos de Junín, luego de un horroroso y sangriento combate a arma blanca, derrota a las tropas españolas, quienes ya presienten el descalabro. Las acciones bélicas prosiguen a través del dilatado territorio del Virreinato del Perú y el día 9 de Diciembre, Sucre, el soldado filósofo, termina con el poderío español logrando la rendición del Virrey La Sema. Al fin la América Morena es libre y queda sella­do el destino de la Patria.

Las noticias que de estas acciones llegan al valle son recibidas con júbilo. ¡Qué expresión de alegría se dibuja en los rostros de los hombres que, con tanto denuedo, pelearon contra las tropas españolas! Al fin terminaba para ellos un periodo de lucha incesante; su premio era el triunfo de la causa de la libertad, el anhelo de tantos años de sacrificio, convertidos y estructurados en realidad y ya, desde ese momento, los valores representativos de Tarija, comienzan su campaña para organizarse y erigirse como un pue­blo soberano e independiente.

La República nace y toma el nombre de Bo­lívar, en homenaje al padre y libertador de la joven nación. Se proclama el Acta de la Independencia en Chuquisaca y se elige como primer Presidente al Libertador don Simón Bolívar. Pe­ro éste, por razones de estado luego de su apoteósica gira por La Paz, Potosí y Chuquisaca, de­be abandonar el país y deja al mando de la na­ciente República al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre. En fecha 6 de Junio de 1825, reunido en Cabildo Abierto el ve­cindario de Tarija, en el que cuenta con la pre­sencia de distinguidos representantes, se suscribe el primer acto de adhesión al Alto Perú. Asis­ten como delegados, aunque no firmantes del ac­ta, los guerrilleros Eustaquio Méndez y Francis­co de Uriondo que, desde el primer momento, son los mantenedores del deseo de pertenecer a la jurisdicción de la nueva República de Bolívar. Los representantes nombrados por Tarija no son aceptados en el Congreso de Chuquisaca, acaso por la incomprensión reinante o como una consecuencia de las reclamaciones del Gobierno Argentino por intermedio de la misión del Gene­ral don Carlos María de Alvear que, a la sazón, se encontraba en la capital. La noticia es reci­bida con amargura en la Villa de San Bernardo, y Méndez, conocedor de los resultados se retira de la vida activa y se traslada a sus heredades San Lorenzo, donde en compañía de sus familiares se dedica a los trabajos de sus fincas y a la educación de sus hijos.

¡Cuánta dedicación pone don José Eustaquio en sus trabajos agrícolas. No ha perdido la agi­lidad de sus años mozos ni el empuje que lo caracteriza en todos los actos de su vida; decisión y coraje para todo: El guerrero se ha despojado de las vestimentas bélicas y vive ahora para la vida que sus mayores le enseñaron; ama a la tierra  que cultiva, el cielo que fue su techo en el duro bregar desde 1812, a los árboles de la campiña que le sirvió de vivac, después de duras horas de pelea y combate. En fin, para el Moto, todos los lugares que ahora recorre, son un pe­dazo de su existencia. Cada lomada o recodo del camino, son en su recuerdo, el escenario de hazañas. Allí, bajo un coposo algarrobo o una florida jarca descansan muchos de sus hombres que cayeron plenos de fe luchando por la libertad y por la patria.

XI

LA REINCORPORACIÓN DE TARIJA A BOLIVIA

Pero en Tarija, persiste el anhelo de incorporarse a la nueva República de Bolívar, pese a que el Libertador ha dado su palabra al General Carlos María de Alvear de definir en forma favorable los intereses argentinos sobre el territo­rio de Tarija. Pero el pueblo soberano y libre, responde a las reclamaciones argentinas con el acta del 26 de Agosto de 1826, en la que desco­noce a las autoridades argentinas y pide su anexión a Bolivia. Méndez, sabedor de ello, se traslada desde San Lorenzo con sus hombres y se pone al servicio de la causa de Tarija. El chapaco ha vuelto a su camino y ese camino es el de la patria por la cual luchó tan denodadamente. La tesis tarijeña triunfa ante el espíritu del Gran Mariscal de Ayacucho y se encomienda al General don Francisco Burdett O’Connor ponerse de acuerdo con el General Bernardo Trigo para definir esta cuestión, ratificada meses más tarde con el acto de adhesión de 7 de Septiembre de 1826.

La situación de Tarija está decidida. Es ya también una parte de la nueva República de Bo­lívar, es un girón más de la tierra que reafirmó su voluntad a través del pensamiento de sus hom­bres. Acto solemne constituye para Tarija el día en el que el último Gobernador Argentino abandona sus funciones y es arriada desde el edificio del Cabildo la enseña azul y blanca de Belgrano, día también en que el General don Ber­nardo Trigo, cumpliendo instrucciones impartidas desde Sucre, asume las funciones como primera autoridad de esta Villa de San Bernardo de la Frontera.

 

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