Pinino Iturri
Una lluvia dispuesta para siempre había terminado entristeciendo a la gente del pueblo. Se la vio llegar en silencio, cuando numerosos nubarrones asomaron sus barbas grises por sobre las preciosas colinas que rodeaban al caserío, quedaron prendidos a los espinos largos de sus grandes matorrales...



Una lluvia dispuesta para siempre había terminado entristeciendo a la gente del pueblo. Se la vio llegar en silencio, cuando numerosos nubarrones asomaron sus barbas grises por sobre las preciosas colinas que rodeaban al caserío, quedaron prendidos a los espinos largos de sus grandes matorrales y árboles, como observando la fiesta única de la santa patrona, y parecieron conformarse expresando apenas pálidos refucilos. Los vecinos más atentos a las luces de las alturas pensaron, con absoluta ingenuidad, que aquellos maravillosos días de pleno sol y paseos a caballo por los tantos alrededores repletos de mariposas, continuarían sin interrupción en lo que aún quedaba de verano.
Con esa convicción reafirmaron sus sombreros sobre la testa.
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No fue así.
La suavísima llovizna comenzó en esas alturas de matorrales recios y trenzados entre sí, cubiertos de menudas florecillas de colores, y descendió como algodón al caserío ralo gracias a la brisa de la tarde, y apenas roció la punta de la pesada cruz de quebracho y la cabeza de yeso pintada de negro, nítido rosado en las mejillas y blanco de harina en las mejillas de la virgen en la procesión. Ni siquiera tuvo fuerzas para asentarse en ninguno de los tantos hombros de la nutrida feligresía y mucho menos para ensuciarles los zapatos. Se quedó simplemente flotando mientras la romería ingresaba en montón a la nave de la iglesia nueva, encendía las muchas y sólidas velas blancas y anaranjadas y rezaba con el delirante fervor del último aliento sus oraciones aprendidas de memoria en la lejana infancia.
Pinino Iturri giró el tobillo izquierdo con alarde técnico y despachó con el pie, a varios metros de distancia, una gorda pepa de durazno cargada de hormigas culonas.
Fue el único que comprendió lo que iba a pasar.
-Caracho, se nos viene la lluvia -advirtió-. No creo que haya juego en mucho tiempo.
Estaba apoyado al ingreso de la iglesia con los brazos cruzados sobre el pecho y las gruesas piernas ocupadas en un permanente afán por aflojar los músculos. A ratos se le daba por temblar de la fuerte carne de la espalda y reacomodar los hombros visiblemente macizos.
También llevaba la quijada de un hombro al otro.
El Cola elevó la vista al cielo pero lo halló más luminoso que nunca, con magníficos colores y el sol caliente perfilándose a las colinas del Oeste muy lentamente.
Pensó que en unas horas tendrían un maravilloso ocaso para observar desde el puente.
No comprendió la preocupación de su amigo.
-Si no hay partido -dijo de inmediato el capitán Niño Alurralde-, nos volvemos a la chirola. Nada de jaranas, Pinino.
La llovizna continuó asentándose en las puntas de los algarrobos y en las alas de los loros chocleros. También en las pepas verdes de los paraísos surgidos de milagro en las colinas. Mientras los grandes nubarrones cubrían en silencio el horizonte, las astutas víboras de colores vivos y fuertes como la tierra roja, los huidizos conejos, más rápidos que la charata, y las mismas parsimoniosas arañas de patas larguísimas, comenzaron con la cautela del caso a buscar un refugio capaz de salvarlos de la desgracia inminente.
-Va a llover hasta anegamos, pu -insistió Pinino-. Yo la huelo venir y nunca he necesitado de mis ojos para estas cosas. Va a poner al pueblo de rodillas.
El Cola volvió a mirar el cielo limpio de nubes pero se rascó la sama del antebrazo cuando descubrió las colinas. A veces sucedía que se armaba la lluvia pero no llovía. Al cabo de un rato, el cielo se aburría de tronar y se limpiaba de nubarrones. Pero también sucedía que llovía. ¿Cómo diablos se podía saber de las intenciones del cielo? Ni siquiera el brujo de los matacos se animaba a dar una opinión definitiva.
-Es tu olfato de gol, Pinino -alcanzó a bromear antes de descubrir un poco de sangre entre sus uñas sucias-. Eres un animal del área.
-Llueve y a la chirola -insistió el capitán-. Por mí, que se mueran los del comité cívico. Te pongo el candado y que siga la fiesta en paz, pero sin vos. Ya no habría motivo para tenerte afuera, pu.
-Imposible, jefe -terció el Cola-. ¿Cómo imagina usted una fiesta sin fútbol? Nosotros tenemos que jugar aunque se venga el diluvio. Toda esta gente que está en la misa ha de irse para la cancha. Debe estar rezando para que el Pinino llene la bolsa al enemigo.
La gama de luces pálidas en las colinas se incrementó de inmediato. Los nubarrones prendidos a los espinos de los churquis se desprendieron de forma paulatina dejando jirones de aire denso en su afán, pedazos de carne suelta de aquellos voluminosos cuerpos cargados de agua que comenzaron a avanzar paulatinamente al cielo ancho del pueblo.
Había que estar muy atento para descubrir ese suave movimiento.
-El comité cívico interpreta el sentimiento cierto de su gente -insistió el Cola con el rostro serio-. El Pinino es nuestra carta de gol para derrotar a Arroyitos. ¿Cómo es posible que usted no lo entienda, mi capi? Terminado el juego con nuestra victoria, usted se lo lleva para adentro.
-¡Ah, caray! -exclamó el aludido rotando los hombros.
-Así son las cosas, mi hermano -concluyó el Cola-. Hasta el próximo partido.
La finísima llovizna desapareció sin mayor noticia, pero una brisa de tono ligero bajó de la preciosa loma de la cancha de fútbol y barrió el calor de cuajo de la faz del lugar. En su lugar quedó un aire trémulo, purulento, y cargado de transparentes gotitas de agua con una pizca de arena roja en su seno.
La gente de Arroyitos pareció entenderlo de inmediato. Concluida la misa, salió en el tumulto hacia la plaza sobándose los brazos y mirando con curiosidad al cielo. Ya no hacía el calor de un momento atrás, y nubarrones gordos iban cubriendo el horizonte de colinas verdes y laderas de pasto con rumbo al caserío.
Levantaron las cejas imaginando lo que se venía.
Se sentían hostilizados por los anfitriones desde su mismo arribo. En la misma iglesia los miraron mal y no les dieron la mano ni la señal de paz.
Reaccionaron alzándose de hombros.
No pareció importarles más que la presencia de Pinino Iturri apoyado a la pared del templo. También repararon en el capitán Niño Alurralde y el Cola, agriados del rostro, flanqueando al condenado.
No les preocupó provocar una gresca.
-¡Qué joder! -expresó el Charango Barrón- ¡Qué rápido han pasado los veinte años, che! ¡Tienen razón los que dicen que el tiempo vuela!
-¡Si es así, yo mato a mi suegra, pu! -secundó el Cuchi
Arauz.
Los de Arroyitos se carcajeaban mientras a empujones caminaban a los algarrobos de la plaza. La gente del pueblo reacomodaba sus sombreros luego de un fugaz vistazo al cielo y dudaba de apresurar el paso rumbo a la cancha. La brisa corría empapando el caserío y anunciando lluvia nutrida a pesar de que los nubarrones apenas se habían desprendido de los espinos en las alturas.
El templo ya estaba vacío de gente cuando el Pinino Iturri, su amigo Cola y el capitán Alurralde decidieron caminar hacia el altar de la virgen y ponerse de rodillas. Sus pasos resonaron graves y pesados en la nave como cargados de culpa. La virgen parecía esperándolos con los brazos abiertos y una bondadosa sonrisa, muy propia de las madres buenas, en su rostro de gesto petrificado.
Ante ella se hincaron los tres con fe excluyente de duda alguna, pero además el Pinino ahogó un suspiró desgarrador de dolor intenso. Cerró los ojos apretando con fuerza los párpados y nuevamente pidió perdón honesto por lo sucedido con su mujer. No necesitó de abrir los ojos para observarse las manos crispadas y maldecirlas. Aquellas manos que se aferraron férreas al cuello desesperado de Isabel hasta quebrarlo.
La memoria del llanto de sus hijos, aún después de esos años, podía terminar enloqueciéndolo.
-Vamos -dijo el Cola al cabo de un momento-. Si nos quedamos más en este lugar sagrado, te puedes ablandar. Así no le sirves a nuestra causa. Disculpá, madrecita.
Salieron de la iglesia rumbo a la cancha. El cielo bullía ya cubierto y amenazando lluvia al otro lado del río, cerquísima del pueblo. Sin pausas, las gordas nubes cargadas de agua avanzaban a encontrarse con las surgidas por detrás de la loma.
Doblaron la esquina y caminaron por la calle única atiborrada de las chucherías propias del contrabando, esquivando aquellas inmensas ollas hechas de aluminio pensadas para los cuarteles y comedores populares, los cucharones colgantes cabeza abajo, de palo y mango largo, los cernidores y coladores de fino tejido de alambre, con hoyuelos casi invisibles, capaces y prestos a atrapar al menudo gorgojo en la harina, las chamarras de lona, los pantalones de algodón en los maniquís con las tetas al aire, los sándwiches de chorizos en tripa de conejo, los vasos de aloja y las moscas husmeando afanosas en los alfajores con dulce de leche.
Los tres apretaron el paso y superaron al tropel de gente con destino al mismo lugar. Cuando alguno reconocía al Pinino, se apresuraba saltando de terror a un lado y poniéndose a cubierto de la desgracia. Pero cuando se trataba de jóvenes rebeldes, atrevidos, más bien coreaban su nombre a viva voz y lo alentaban para un juego inolvidable.
A las dos cuadras desembocaron en la cancha con graderías laterales cubiertas de gente bulliciosa. Bajo cada una de ellas se cambiaría un equipo y el espectral trío de árbitros de la localidad neutral de La Hondonada.
El reventón de los petardos ya anunciaba la fiesta.
El capitán Alurralde consideró que había llegado el momento exacto de dejar en momentánea libertad condicional al único interno de sus celdas.
-Si haces gol y ganan -dijo con cara picara-, te dejo un momento más con los muchachos para unas cervezas.
Un par de elegantes tucanes cruzó el cielo descompuesto con rumbo cierto a los árboles viejos pero altos y aún con follaje espeso de El Barrial. De inmediato, una bandada de canarios amarillos se desprendió del churqui gigante del arco Norte y, en desbande absoluto, se perdió hacia el río chico de Las Piedras.
Mientras las nubes cerraban el cielo de la tarde, las tribunas alentaron una alegría desbordante. Los colores del equipo local flameaban alegres en las banderas, reventaban los vítores alentando al equipo y un grupo audaz y atrevido coreaba a gritos al reo Pinino Iturri.
Reventaron más petardos.
La gente de Arroyitos, apostada en lo alto de la tribuna Este, también comenzó con lo suyo. Un poco antes, mientras buscaban acomodarse de la mejor manera en las tablas sueltas, rechiflaron al Cola, al capitán Alurralde y al Pinino parados en la calle a unos metros de la cancha, como si tuvieran la autoridad moral para expulsarlos del lugar, pero la contraofensiva local, contundente, acalló su malvado propósito con cantos de festejo y mimo al desgraciado hasta restablecer su dominio.
-¡Todos los balones para el Pinino! -ordenó el profesor Miranda con la cabeza bajo las posaderas de tanto público enfervorizado-. ¡Y tú, Pinino, todo al gol!
Asintió. Hacía ya cuatro años que venían diciéndole lo mismo. Cierto era que su libertad fugazmente provisional dependía de sus goles y no de la antigua amistad. Antes del crimen pasional, cuando Isabel y él pololeaban sin mayor noticia en las calles del pueblo, en los bancos de la plaza o en los coquetos senderos conducentes al río, se limitaban a motivarlo para que llevara al equipo adelante con una o dos corridas por tiempo, nada más. Era el trato correcto que se daba en el mundo a los jugadores de fantasía. Pero la situación había cambiado. Ahora cualquiera pensaba que le era posible presionarlo hasta el maltrato moral.
-¡No dejes de correr, Pinino! -ordenaba el arquero-. ¡Al gol! ¡Al gol!
El cielo lucía encapotado cuando los equipos salieron sobre el césped de maravillas de la cancha. Los jugadores saltaban y corrían, y a su paso se escabullían las hormigas, los loritos, las arañas y algún sapo refugiado de la lluvia silenciosa que se intuía venir y que ahogaría al pueblo en una larga pena.
Se arrojó la moneda y después de varios firuletes comenzó el partido.
La bulla de los petardos acalló el rugido próximo de los truenos.
¿Por qué el Pinino Iturri le apretó el cuello a Isabel? La pelota suelta, chúcara como un conejo, iba despejada por los aires de un arco al otro. Los jugadores corrían mirándola como se mira a un pato volando y que se sueña desplumado dentro de la cacerola. Isabel y el Pinino habían enamorado con las miradas desde la temprana adolescencia y apenas supieron cómo fueron a arrullarse entre las piedras grandes del río, en sus mansas y tibias aguas, a la manera de los sapos y las ranas alegres que allí pululaban. ¿Qué diablos les pasó para que se mataran? Porque Isabel murió asfixiada, pero el Pinino perdió el alma. Se volvió un ser deshabitado de emociones. Había que verlo jugar para comprender que estaba muerto en vida.
-¡La puta que te parió, Pinino! -le recriminó el Cola-. ¡Por lo menos haz el intento, che!
No había importado que Pinino desapareciera un tiempo por Yacuiba y que el rumor de su amorío con la turca de la familia Yarur llegara a oídos de Isabel. Apenas reapareció bajo el cielo acuarela del pueblo, la muchacha lo tomó de la mano y desaparecieron juntos por uno de los senderos rumbo al río de aguas blandas y espumosas.
Recomenzaron su romance como habrían de hacerlo siempre, porque tampoco importó que Pinino volviera a desaparecer en la caravana corta y compacta de los contrabandistas armados de pistolas y cuchillos que solían viajar entre la Argentina, Chile, Perú y Bolivia disimulando la pasta blanca de los sueños increíbles entre sus trastos de cocina, de alcoba, de toilettes, y de perfumes exóticos que quitaban el habla al amante para que nunca de los nuncas revelara el nombre de la amada conseguida, y las cremas a colores y sabor a menta que lograban el inverosímil milagro de rejuvenecer inclusive a los nonagenarios que habían olvidado para siempre el único placer cierto que nos regaló la vida.
En los varios retornos, Pinino encontró la mano abierta, como flor en primavera, de la buena de Isabel.
¿Por qué entonces le apretó el cuello aquella mañana de lluvia, barro y florecillas aplastadas en la intimidad de su cuarto?
Mientras la pelota era castigada con potencia ultrajante de los botines ya verdes de las puntas, las nubes del río y las de la loma habían terminado de encontrarse. Un rugido de truenos encrespó los pelos de las señoras y de los niños espectadores, pero fue insuficiente para acallar a la multitud vasta de hombres rugientes y amenazantes que inclinaba el cuerpo agresivamente sobre Pinino parado como eucalipto en la línea de cal de la banda izquierda con las manos enjarra y sacudiendo, sin ton ni son, la carne de la espalda.
Comenzó a llover en abundancia de buenas a primeras.
La gente se alborotó. Los más sensibles bajaron muy apresurados de la tribuna para ir en busca de refugio bajo las tablas gruesas y las posaderas de esos pocos que creían en la solidaridad inclaudicable con los jugadores. Ese menudo resto comprometido continuó arengando a viva voz al equipo de mentiras que no daba pie con bola.
A Pinino no le importaba nada.
La gente quiso explicarse el motivo comentando que, durante uno de los tantos extravíos de Pinino en el laberinto de los amores casuales que se iban para siempre con el agua y el jabón, Isabel había asistido a la ronda en tomo a una fogata en la ribera del río. El firmamento, cuajado de diminutas estrellas de luz débil y agonizante, le pareció un profundo abismo capaz de engullir su pena de amor. Mientras la nostálgica guitarra pasaba de la mano sabia de un cantor a la del otro, ella abrió los ojos a esa oscuridad atrayente y le pidió en susurros que le regalara la resignación, o el consuelo y hasta el alivio definitivo para sobrevivir a las lacerantes andanzas de su hombre.
Nunca se encontró al necesario testigo que corroborara el chisme, ni tampoco nadie fue capaz de identificar al posible hombre que, suavemente, limpiara de lágrimas sus mejillas. El cuento de aquella noche de encanto se fue de boca en boca ganando realidad y muy pronto ya pareció una historia sucedida de verdad.
Al paso del tiempo la conoció Pinino Iturri.
La pelota se convirtió en una pepa de mango y resbalaba sin cesar. A los jugadores les pasaba que se iban de bruces en los charcos, o sentados en la menor pirueta, debido a la lluvia torrencial y sin visos de detenerse. Pero el árbitro del cotejo consideró que debía llegarse al final si quería cobrar la paga completa sin discusiones.
El partido continuó pese a que la pelota desaparecía detrás del agua tupida por mil velos. También los jugadores.
Salvo la visible sombra quieta en la línea de banda.
Pinino no reaccionó cuando por fin el cuento quedó completo aunque siempre sin nombres ni referencias. Isabel lloraba motivada por la letra tan triste de las canciones y por la pequeñez que sintió mirando la profundidad de la negrura, y una mano solícita le limpió las lágrimas del rostro. Eso era lo que se decía y nada más.
La vida insistió juntándolos pese a tantísima aventura de Pinino y el cuento ganando volumen. Además de desaparecer en la bulliciosa Yacuiba, lo hizo en el caserío de ensueño de Palos Blancos y en la noble Sanandita, y poco faltó para el inverosímil salto a la vieja Europa fría de la mano de una sueca transparente, de uñas comidas hasta la cutícula, de rodillas rojas y ojos transparentes, propio de los locos, que conoció en el pueblo histórico de Villa Montes.
De todas esas aventuras volvió para reunirse con Isabel. Y así nació el pequeño Joaquín, y la preciosa Laura y por último Raquel. La vida se fue organizando en la pequeña casa de barro y paja que alquilaron detrás de la iglesia con vista al monte espectacular. Las mañanas se anunciaban siempre con cotorreo ensordecedor de los loros mimetizados en tanta fronda tupida, y los canarios se encargaban de amenizar la media mañana y el atardecer. Desde ese mirador sin igual observaban correr apuradas las aguas coloradas del río, los brincos de los peces plateados, el apuro del zorro en su curioso afán de beber sin mojarse las patas, las víboras al sol, alguna vez una liebre de ojos adolescentes coronada de mariposas blancas o el águila de penacho aristocrático rumbo a la lejana cordillera de Los Andes.
Una casa de ensueño que hacía olvidar la pobreza imperante en los rincones y en los bolsillos.
A veces sucedía que la lluvia se quedaba sobre el monte, bañando las zarzamoras, logrando que brillaran las criptas de las sandías, y parecía que hubiera sido suficiente con estirar la mano, salvando esos pocos metros de abismo irremediable, para recibir la caricia tibia de su agua transparente.
Muchas veces se miraron a los ojos con el sol asomando tímidamente la cumbre feroz de la colina.
Pero una noche los despertó un canto viril acompañado de guitarra. La letra de sus canciones hablaba de un amor desesperado dispuesto como un guerrero para recuperar lo que consideraba suyo. La voz llegaba limpia rebotada de las laderas de las colinas y por más que se buscaba su origen no se lo hallaba. Pinino cargó de cartuchos colorados su vieja escopeta y salió a la oscuridad profunda matizada de estrellas y luciérnagas, dispuesto con firmeza a volarle la cabeza al hombre que consideraba un vil intruso. Como habitante del paraje recorrió sin dudar la callecita de barro, los senderos de las víboras y los cuchis de monte, saltó los arroyos de los sapos gordos con doble papada y trepó la colina con la espalda doblada dejando pedazos de piel en sus espinos.
El canto volvió a llegar pasadas unas noches y pareció vibrar colado a los vidrios de la ventana, repiquetear en los jarrones de lata y meterse en la almohada del matrimonio. Pinino Iturri volvió a cargar su escopeta como si se tratara del peligroso oso andino, impropio en el lugar, y salió dando un portazo que despertó a la familia. Esta vez dobló el cuerpo y rodeó su casa con el ánimo de sorprender al cantor por la espalda. Se arrastró sin piedad entre los matorrales, bordeó la pared de piedra rosada de la iglesia y salió a la plaza dispuesto a todo.
Pero tampoco esta vez halló a nadie.
A los pocos días volvió a suceder lo mismo. El canto pareció apenas un bicho que se arrastraba por el piso de tierra, que trepaba por la colcha y acariciaba con su finura los
oídos del matrimonio acostado. Pinino brincó de la cama y amartilló su arma en la oscuridad.
Isabel lo observó en sus aprestos y se condolió sinceramente.
-Los celos van a perderte, Pinino -dijo-. Sólo vos escuchas el canto y sólo vos lo esperas. ¿Qué te ha pasado para que te creas el cuento? ¿Acaso no sabes que la gente es mala?
Pinino comenzó su llanto cubierto de lluvia y barro parado como una sombra de mal agüero sobre la banda. Si alguien pateaba la pelota por algo de fortuna, no la veían los demás. Si alguien gritaba maldiciones a la lluvia, no se las escuchaba nadie. El agua lo era todo y lo sería por mucho tiempo. El agua gruesa y gris, interminable como una serie de velos que escondía el mundo circundante. Sonora como si enormes piedras cayeran de las laderas sin cesar. Barrosa. Asfixiante. Demoledora.
No tenía sentido seguir allí.
Abandonó su posición caminando como un pobre hombre que alguna noche perdió la razón del todo, pero que luego la recuperó para sufrir toda su condena sin la menor dádiva. Se orientó hacia la loma con la memoria de otros tiempos, la trepó resbalando un sinfín de veces, y llegó sangrando a los nichos del cementerio. Arrastrándose como un gusano manoteó entre tanta hierba y descubrió la pequeña cruz de yeso con el nombre sencillo de su mujer.
-Yo oía el canto -le dijo sollozando-. Todavía lo oigo ahora.
Y se echó a morir mientras la lluvia caía para siempre.
Con esa convicción reafirmaron sus sombreros sobre la testa.
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No fue así.
La suavísima llovizna comenzó en esas alturas de matorrales recios y trenzados entre sí, cubiertos de menudas florecillas de colores, y descendió como algodón al caserío ralo gracias a la brisa de la tarde, y apenas roció la punta de la pesada cruz de quebracho y la cabeza de yeso pintada de negro, nítido rosado en las mejillas y blanco de harina en las mejillas de la virgen en la procesión. Ni siquiera tuvo fuerzas para asentarse en ninguno de los tantos hombros de la nutrida feligresía y mucho menos para ensuciarles los zapatos. Se quedó simplemente flotando mientras la romería ingresaba en montón a la nave de la iglesia nueva, encendía las muchas y sólidas velas blancas y anaranjadas y rezaba con el delirante fervor del último aliento sus oraciones aprendidas de memoria en la lejana infancia.
Pinino Iturri giró el tobillo izquierdo con alarde técnico y despachó con el pie, a varios metros de distancia, una gorda pepa de durazno cargada de hormigas culonas.
Fue el único que comprendió lo que iba a pasar.
-Caracho, se nos viene la lluvia -advirtió-. No creo que haya juego en mucho tiempo.
Estaba apoyado al ingreso de la iglesia con los brazos cruzados sobre el pecho y las gruesas piernas ocupadas en un permanente afán por aflojar los músculos. A ratos se le daba por temblar de la fuerte carne de la espalda y reacomodar los hombros visiblemente macizos.
También llevaba la quijada de un hombro al otro.
El Cola elevó la vista al cielo pero lo halló más luminoso que nunca, con magníficos colores y el sol caliente perfilándose a las colinas del Oeste muy lentamente.
Pensó que en unas horas tendrían un maravilloso ocaso para observar desde el puente.
No comprendió la preocupación de su amigo.
-Si no hay partido -dijo de inmediato el capitán Niño Alurralde-, nos volvemos a la chirola. Nada de jaranas, Pinino.
La llovizna continuó asentándose en las puntas de los algarrobos y en las alas de los loros chocleros. También en las pepas verdes de los paraísos surgidos de milagro en las colinas. Mientras los grandes nubarrones cubrían en silencio el horizonte, las astutas víboras de colores vivos y fuertes como la tierra roja, los huidizos conejos, más rápidos que la charata, y las mismas parsimoniosas arañas de patas larguísimas, comenzaron con la cautela del caso a buscar un refugio capaz de salvarlos de la desgracia inminente.
-Va a llover hasta anegamos, pu -insistió Pinino-. Yo la huelo venir y nunca he necesitado de mis ojos para estas cosas. Va a poner al pueblo de rodillas.
El Cola volvió a mirar el cielo limpio de nubes pero se rascó la sama del antebrazo cuando descubrió las colinas. A veces sucedía que se armaba la lluvia pero no llovía. Al cabo de un rato, el cielo se aburría de tronar y se limpiaba de nubarrones. Pero también sucedía que llovía. ¿Cómo diablos se podía saber de las intenciones del cielo? Ni siquiera el brujo de los matacos se animaba a dar una opinión definitiva.
-Es tu olfato de gol, Pinino -alcanzó a bromear antes de descubrir un poco de sangre entre sus uñas sucias-. Eres un animal del área.
-Llueve y a la chirola -insistió el capitán-. Por mí, que se mueran los del comité cívico. Te pongo el candado y que siga la fiesta en paz, pero sin vos. Ya no habría motivo para tenerte afuera, pu.
-Imposible, jefe -terció el Cola-. ¿Cómo imagina usted una fiesta sin fútbol? Nosotros tenemos que jugar aunque se venga el diluvio. Toda esta gente que está en la misa ha de irse para la cancha. Debe estar rezando para que el Pinino llene la bolsa al enemigo.
La gama de luces pálidas en las colinas se incrementó de inmediato. Los nubarrones prendidos a los espinos de los churquis se desprendieron de forma paulatina dejando jirones de aire denso en su afán, pedazos de carne suelta de aquellos voluminosos cuerpos cargados de agua que comenzaron a avanzar paulatinamente al cielo ancho del pueblo.
Había que estar muy atento para descubrir ese suave movimiento.
-El comité cívico interpreta el sentimiento cierto de su gente -insistió el Cola con el rostro serio-. El Pinino es nuestra carta de gol para derrotar a Arroyitos. ¿Cómo es posible que usted no lo entienda, mi capi? Terminado el juego con nuestra victoria, usted se lo lleva para adentro.
-¡Ah, caray! -exclamó el aludido rotando los hombros.
-Así son las cosas, mi hermano -concluyó el Cola-. Hasta el próximo partido.
La finísima llovizna desapareció sin mayor noticia, pero una brisa de tono ligero bajó de la preciosa loma de la cancha de fútbol y barrió el calor de cuajo de la faz del lugar. En su lugar quedó un aire trémulo, purulento, y cargado de transparentes gotitas de agua con una pizca de arena roja en su seno.
La gente de Arroyitos pareció entenderlo de inmediato. Concluida la misa, salió en el tumulto hacia la plaza sobándose los brazos y mirando con curiosidad al cielo. Ya no hacía el calor de un momento atrás, y nubarrones gordos iban cubriendo el horizonte de colinas verdes y laderas de pasto con rumbo al caserío.
Levantaron las cejas imaginando lo que se venía.
Se sentían hostilizados por los anfitriones desde su mismo arribo. En la misma iglesia los miraron mal y no les dieron la mano ni la señal de paz.
Reaccionaron alzándose de hombros.
No pareció importarles más que la presencia de Pinino Iturri apoyado a la pared del templo. También repararon en el capitán Niño Alurralde y el Cola, agriados del rostro, flanqueando al condenado.
No les preocupó provocar una gresca.
-¡Qué joder! -expresó el Charango Barrón- ¡Qué rápido han pasado los veinte años, che! ¡Tienen razón los que dicen que el tiempo vuela!
-¡Si es así, yo mato a mi suegra, pu! -secundó el Cuchi
Arauz.
Los de Arroyitos se carcajeaban mientras a empujones caminaban a los algarrobos de la plaza. La gente del pueblo reacomodaba sus sombreros luego de un fugaz vistazo al cielo y dudaba de apresurar el paso rumbo a la cancha. La brisa corría empapando el caserío y anunciando lluvia nutrida a pesar de que los nubarrones apenas se habían desprendido de los espinos en las alturas.
El templo ya estaba vacío de gente cuando el Pinino Iturri, su amigo Cola y el capitán Alurralde decidieron caminar hacia el altar de la virgen y ponerse de rodillas. Sus pasos resonaron graves y pesados en la nave como cargados de culpa. La virgen parecía esperándolos con los brazos abiertos y una bondadosa sonrisa, muy propia de las madres buenas, en su rostro de gesto petrificado.
Ante ella se hincaron los tres con fe excluyente de duda alguna, pero además el Pinino ahogó un suspiró desgarrador de dolor intenso. Cerró los ojos apretando con fuerza los párpados y nuevamente pidió perdón honesto por lo sucedido con su mujer. No necesitó de abrir los ojos para observarse las manos crispadas y maldecirlas. Aquellas manos que se aferraron férreas al cuello desesperado de Isabel hasta quebrarlo.
La memoria del llanto de sus hijos, aún después de esos años, podía terminar enloqueciéndolo.
-Vamos -dijo el Cola al cabo de un momento-. Si nos quedamos más en este lugar sagrado, te puedes ablandar. Así no le sirves a nuestra causa. Disculpá, madrecita.
Salieron de la iglesia rumbo a la cancha. El cielo bullía ya cubierto y amenazando lluvia al otro lado del río, cerquísima del pueblo. Sin pausas, las gordas nubes cargadas de agua avanzaban a encontrarse con las surgidas por detrás de la loma.
Doblaron la esquina y caminaron por la calle única atiborrada de las chucherías propias del contrabando, esquivando aquellas inmensas ollas hechas de aluminio pensadas para los cuarteles y comedores populares, los cucharones colgantes cabeza abajo, de palo y mango largo, los cernidores y coladores de fino tejido de alambre, con hoyuelos casi invisibles, capaces y prestos a atrapar al menudo gorgojo en la harina, las chamarras de lona, los pantalones de algodón en los maniquís con las tetas al aire, los sándwiches de chorizos en tripa de conejo, los vasos de aloja y las moscas husmeando afanosas en los alfajores con dulce de leche.
Los tres apretaron el paso y superaron al tropel de gente con destino al mismo lugar. Cuando alguno reconocía al Pinino, se apresuraba saltando de terror a un lado y poniéndose a cubierto de la desgracia. Pero cuando se trataba de jóvenes rebeldes, atrevidos, más bien coreaban su nombre a viva voz y lo alentaban para un juego inolvidable.
A las dos cuadras desembocaron en la cancha con graderías laterales cubiertas de gente bulliciosa. Bajo cada una de ellas se cambiaría un equipo y el espectral trío de árbitros de la localidad neutral de La Hondonada.
El reventón de los petardos ya anunciaba la fiesta.
El capitán Alurralde consideró que había llegado el momento exacto de dejar en momentánea libertad condicional al único interno de sus celdas.
-Si haces gol y ganan -dijo con cara picara-, te dejo un momento más con los muchachos para unas cervezas.
Un par de elegantes tucanes cruzó el cielo descompuesto con rumbo cierto a los árboles viejos pero altos y aún con follaje espeso de El Barrial. De inmediato, una bandada de canarios amarillos se desprendió del churqui gigante del arco Norte y, en desbande absoluto, se perdió hacia el río chico de Las Piedras.
Mientras las nubes cerraban el cielo de la tarde, las tribunas alentaron una alegría desbordante. Los colores del equipo local flameaban alegres en las banderas, reventaban los vítores alentando al equipo y un grupo audaz y atrevido coreaba a gritos al reo Pinino Iturri.
Reventaron más petardos.
La gente de Arroyitos, apostada en lo alto de la tribuna Este, también comenzó con lo suyo. Un poco antes, mientras buscaban acomodarse de la mejor manera en las tablas sueltas, rechiflaron al Cola, al capitán Alurralde y al Pinino parados en la calle a unos metros de la cancha, como si tuvieran la autoridad moral para expulsarlos del lugar, pero la contraofensiva local, contundente, acalló su malvado propósito con cantos de festejo y mimo al desgraciado hasta restablecer su dominio.
-¡Todos los balones para el Pinino! -ordenó el profesor Miranda con la cabeza bajo las posaderas de tanto público enfervorizado-. ¡Y tú, Pinino, todo al gol!
Asintió. Hacía ya cuatro años que venían diciéndole lo mismo. Cierto era que su libertad fugazmente provisional dependía de sus goles y no de la antigua amistad. Antes del crimen pasional, cuando Isabel y él pololeaban sin mayor noticia en las calles del pueblo, en los bancos de la plaza o en los coquetos senderos conducentes al río, se limitaban a motivarlo para que llevara al equipo adelante con una o dos corridas por tiempo, nada más. Era el trato correcto que se daba en el mundo a los jugadores de fantasía. Pero la situación había cambiado. Ahora cualquiera pensaba que le era posible presionarlo hasta el maltrato moral.
-¡No dejes de correr, Pinino! -ordenaba el arquero-. ¡Al gol! ¡Al gol!
El cielo lucía encapotado cuando los equipos salieron sobre el césped de maravillas de la cancha. Los jugadores saltaban y corrían, y a su paso se escabullían las hormigas, los loritos, las arañas y algún sapo refugiado de la lluvia silenciosa que se intuía venir y que ahogaría al pueblo en una larga pena.
Se arrojó la moneda y después de varios firuletes comenzó el partido.
La bulla de los petardos acalló el rugido próximo de los truenos.
¿Por qué el Pinino Iturri le apretó el cuello a Isabel? La pelota suelta, chúcara como un conejo, iba despejada por los aires de un arco al otro. Los jugadores corrían mirándola como se mira a un pato volando y que se sueña desplumado dentro de la cacerola. Isabel y el Pinino habían enamorado con las miradas desde la temprana adolescencia y apenas supieron cómo fueron a arrullarse entre las piedras grandes del río, en sus mansas y tibias aguas, a la manera de los sapos y las ranas alegres que allí pululaban. ¿Qué diablos les pasó para que se mataran? Porque Isabel murió asfixiada, pero el Pinino perdió el alma. Se volvió un ser deshabitado de emociones. Había que verlo jugar para comprender que estaba muerto en vida.
-¡La puta que te parió, Pinino! -le recriminó el Cola-. ¡Por lo menos haz el intento, che!
No había importado que Pinino desapareciera un tiempo por Yacuiba y que el rumor de su amorío con la turca de la familia Yarur llegara a oídos de Isabel. Apenas reapareció bajo el cielo acuarela del pueblo, la muchacha lo tomó de la mano y desaparecieron juntos por uno de los senderos rumbo al río de aguas blandas y espumosas.
Recomenzaron su romance como habrían de hacerlo siempre, porque tampoco importó que Pinino volviera a desaparecer en la caravana corta y compacta de los contrabandistas armados de pistolas y cuchillos que solían viajar entre la Argentina, Chile, Perú y Bolivia disimulando la pasta blanca de los sueños increíbles entre sus trastos de cocina, de alcoba, de toilettes, y de perfumes exóticos que quitaban el habla al amante para que nunca de los nuncas revelara el nombre de la amada conseguida, y las cremas a colores y sabor a menta que lograban el inverosímil milagro de rejuvenecer inclusive a los nonagenarios que habían olvidado para siempre el único placer cierto que nos regaló la vida.
En los varios retornos, Pinino encontró la mano abierta, como flor en primavera, de la buena de Isabel.
¿Por qué entonces le apretó el cuello aquella mañana de lluvia, barro y florecillas aplastadas en la intimidad de su cuarto?
Mientras la pelota era castigada con potencia ultrajante de los botines ya verdes de las puntas, las nubes del río y las de la loma habían terminado de encontrarse. Un rugido de truenos encrespó los pelos de las señoras y de los niños espectadores, pero fue insuficiente para acallar a la multitud vasta de hombres rugientes y amenazantes que inclinaba el cuerpo agresivamente sobre Pinino parado como eucalipto en la línea de cal de la banda izquierda con las manos enjarra y sacudiendo, sin ton ni son, la carne de la espalda.
Comenzó a llover en abundancia de buenas a primeras.
La gente se alborotó. Los más sensibles bajaron muy apresurados de la tribuna para ir en busca de refugio bajo las tablas gruesas y las posaderas de esos pocos que creían en la solidaridad inclaudicable con los jugadores. Ese menudo resto comprometido continuó arengando a viva voz al equipo de mentiras que no daba pie con bola.
A Pinino no le importaba nada.
La gente quiso explicarse el motivo comentando que, durante uno de los tantos extravíos de Pinino en el laberinto de los amores casuales que se iban para siempre con el agua y el jabón, Isabel había asistido a la ronda en tomo a una fogata en la ribera del río. El firmamento, cuajado de diminutas estrellas de luz débil y agonizante, le pareció un profundo abismo capaz de engullir su pena de amor. Mientras la nostálgica guitarra pasaba de la mano sabia de un cantor a la del otro, ella abrió los ojos a esa oscuridad atrayente y le pidió en susurros que le regalara la resignación, o el consuelo y hasta el alivio definitivo para sobrevivir a las lacerantes andanzas de su hombre.
Nunca se encontró al necesario testigo que corroborara el chisme, ni tampoco nadie fue capaz de identificar al posible hombre que, suavemente, limpiara de lágrimas sus mejillas. El cuento de aquella noche de encanto se fue de boca en boca ganando realidad y muy pronto ya pareció una historia sucedida de verdad.
Al paso del tiempo la conoció Pinino Iturri.
La pelota se convirtió en una pepa de mango y resbalaba sin cesar. A los jugadores les pasaba que se iban de bruces en los charcos, o sentados en la menor pirueta, debido a la lluvia torrencial y sin visos de detenerse. Pero el árbitro del cotejo consideró que debía llegarse al final si quería cobrar la paga completa sin discusiones.
El partido continuó pese a que la pelota desaparecía detrás del agua tupida por mil velos. También los jugadores.
Salvo la visible sombra quieta en la línea de banda.
Pinino no reaccionó cuando por fin el cuento quedó completo aunque siempre sin nombres ni referencias. Isabel lloraba motivada por la letra tan triste de las canciones y por la pequeñez que sintió mirando la profundidad de la negrura, y una mano solícita le limpió las lágrimas del rostro. Eso era lo que se decía y nada más.
La vida insistió juntándolos pese a tantísima aventura de Pinino y el cuento ganando volumen. Además de desaparecer en la bulliciosa Yacuiba, lo hizo en el caserío de ensueño de Palos Blancos y en la noble Sanandita, y poco faltó para el inverosímil salto a la vieja Europa fría de la mano de una sueca transparente, de uñas comidas hasta la cutícula, de rodillas rojas y ojos transparentes, propio de los locos, que conoció en el pueblo histórico de Villa Montes.
De todas esas aventuras volvió para reunirse con Isabel. Y así nació el pequeño Joaquín, y la preciosa Laura y por último Raquel. La vida se fue organizando en la pequeña casa de barro y paja que alquilaron detrás de la iglesia con vista al monte espectacular. Las mañanas se anunciaban siempre con cotorreo ensordecedor de los loros mimetizados en tanta fronda tupida, y los canarios se encargaban de amenizar la media mañana y el atardecer. Desde ese mirador sin igual observaban correr apuradas las aguas coloradas del río, los brincos de los peces plateados, el apuro del zorro en su curioso afán de beber sin mojarse las patas, las víboras al sol, alguna vez una liebre de ojos adolescentes coronada de mariposas blancas o el águila de penacho aristocrático rumbo a la lejana cordillera de Los Andes.
Una casa de ensueño que hacía olvidar la pobreza imperante en los rincones y en los bolsillos.
A veces sucedía que la lluvia se quedaba sobre el monte, bañando las zarzamoras, logrando que brillaran las criptas de las sandías, y parecía que hubiera sido suficiente con estirar la mano, salvando esos pocos metros de abismo irremediable, para recibir la caricia tibia de su agua transparente.
Muchas veces se miraron a los ojos con el sol asomando tímidamente la cumbre feroz de la colina.
Pero una noche los despertó un canto viril acompañado de guitarra. La letra de sus canciones hablaba de un amor desesperado dispuesto como un guerrero para recuperar lo que consideraba suyo. La voz llegaba limpia rebotada de las laderas de las colinas y por más que se buscaba su origen no se lo hallaba. Pinino cargó de cartuchos colorados su vieja escopeta y salió a la oscuridad profunda matizada de estrellas y luciérnagas, dispuesto con firmeza a volarle la cabeza al hombre que consideraba un vil intruso. Como habitante del paraje recorrió sin dudar la callecita de barro, los senderos de las víboras y los cuchis de monte, saltó los arroyos de los sapos gordos con doble papada y trepó la colina con la espalda doblada dejando pedazos de piel en sus espinos.
El canto volvió a llegar pasadas unas noches y pareció vibrar colado a los vidrios de la ventana, repiquetear en los jarrones de lata y meterse en la almohada del matrimonio. Pinino Iturri volvió a cargar su escopeta como si se tratara del peligroso oso andino, impropio en el lugar, y salió dando un portazo que despertó a la familia. Esta vez dobló el cuerpo y rodeó su casa con el ánimo de sorprender al cantor por la espalda. Se arrastró sin piedad entre los matorrales, bordeó la pared de piedra rosada de la iglesia y salió a la plaza dispuesto a todo.
Pero tampoco esta vez halló a nadie.
A los pocos días volvió a suceder lo mismo. El canto pareció apenas un bicho que se arrastraba por el piso de tierra, que trepaba por la colcha y acariciaba con su finura los
oídos del matrimonio acostado. Pinino brincó de la cama y amartilló su arma en la oscuridad.
Isabel lo observó en sus aprestos y se condolió sinceramente.
-Los celos van a perderte, Pinino -dijo-. Sólo vos escuchas el canto y sólo vos lo esperas. ¿Qué te ha pasado para que te creas el cuento? ¿Acaso no sabes que la gente es mala?
Pinino comenzó su llanto cubierto de lluvia y barro parado como una sombra de mal agüero sobre la banda. Si alguien pateaba la pelota por algo de fortuna, no la veían los demás. Si alguien gritaba maldiciones a la lluvia, no se las escuchaba nadie. El agua lo era todo y lo sería por mucho tiempo. El agua gruesa y gris, interminable como una serie de velos que escondía el mundo circundante. Sonora como si enormes piedras cayeran de las laderas sin cesar. Barrosa. Asfixiante. Demoledora.
No tenía sentido seguir allí.
Abandonó su posición caminando como un pobre hombre que alguna noche perdió la razón del todo, pero que luego la recuperó para sufrir toda su condena sin la menor dádiva. Se orientó hacia la loma con la memoria de otros tiempos, la trepó resbalando un sinfín de veces, y llegó sangrando a los nichos del cementerio. Arrastrándose como un gusano manoteó entre tanta hierba y descubrió la pequeña cruz de yeso con el nombre sencillo de su mujer.
-Yo oía el canto -le dijo sollozando-. Todavía lo oigo ahora.
Y se echó a morir mientras la lluvia caía para siempre.