Los Chunchos, Símbolo de la Fiesta de San Roque (Primera parte)
EL ORIGEN DE LOS CHUNCHOS Circunscribiéndonos a la Real Academia Española, la palabra chuncho proviene de la voz quechua chu’unchu que significa “plumaje”, cuyo término castellanizado se emplea para calificar a las personas oriundas de la selva que se han incorporado escasamente a la...
EL ORIGEN DE LOS CHUNCHOS
Circunscribiéndonos a la Real Academia Española, la palabra chuncho proviene de la voz quechua chu’unchu que significa “plumaje”, cuyo término castellanizado se emplea para calificar a las personas oriundas de la selva que se han incorporado escasamente a la civilización; personas bastante tímidas que huyen o se esconden de la gente.
El origen del nombre de estos atípicos personajes se remonta a tiempos pasados, más propiamente a la época de los Incas, quienes utilizaron con antelación el denominativo de “Chunchos”, como nos señala el Dr. Mario Barragán Vargas, en su valioso libro “La Historia Temprana de Tarija”, haciendo mención a la obra de Thierry Saignes, “Los Andes Orientales: historia de un olvido”: ‘‘.....los incas empleaban esta designación, refiriéndose a la palabra Chunchos, como un término despectivo para calificar a los pueblos menos evolucionados que ellos, casi como un equivalente genérico de “salvajes”. De esta forma, continúa diciendo Saignes, los incas actuaban de manera muy parecida a los griegos, quienes calificaban a todos los pueblos que no eran griegos, como bárbaros.”
El mismo Dr. Mario Barragán dentro de sus estudios antropológicos indica que: “la festividad llamada de Los Chunchos, (refiriéndose a la fiesta de San Roque), viene a ser un complejo que encierra secretos y misterios atávicos de profunda significación por estar en el origen mismo de nuestra identidad, razón por la cual debe merecer estudios serios que conduzcan a la interpretación cada vez más correcta de sus diversos componentes, muchos de los cuales están todavía por descubrirse”(Suplemento Cultural “Cántaro”, 19-09-17).
De la misma manera, el profesor, historiador y académico español Luis Suárez Fernández, en su libro Historia general de España y América, p. 407, 1981, indica que, “....en la conquista de América, los ‘indios chunchos’ para los Incas, eran los indios no sometidos, el equivalente de “bárbaro” utilizado por los romanos”.
En el siglo XVI, cuando las huestes españolas llegaron a estas regiones, en calidad de conquistadores, tenían también la costumbre de referirse con el apelativo de Chunchos a los indígenas salvajes que moraban las regiones boscosas apartadas de la civilización, manteniendo, seguramente, la costumbre incaica. En varios documentos de aquel siglo, se hace referencia a las incursiones de estos bravos conquistadores a la región de los “Chunchos”, es decir a las zonas selváticas orientales del país, muy difíciles de explorar.
En Tarija, por tanto, siguiendo aquella antigua denominación, los Chunchos eran aquellos personajes que moraban la parte oriental del territorio tarijeño, el Chaco, generalizado con el nombre de Chiriguanos, pertenecientes a la familia lingüista tupi-guaraní, cuyos antepasados son originarios del Brasil y Paraguay, quienes ingresaron a los llanos y valles sub-andinos a fines del siglo XV casi simultáneamente con la llegada de los españoles a nuestra América. En estas tierras se encontraron, entre otros, con los pacíficos aborígenes Chanes, Tomatas, Churumatas y Chichas, a los que sitiaron y avasallaron, conquistando estas tierras tan productivas.
Según nos cuenta el padre Alejandro Corrado, los Chiriguanos, para manifestar sus expresiones religiosas, no contaban con templos ni imágenes, sin embargo, dentro de su incipiente mitología nativa, evocaban a unos seres invisibles superiores, entre ellos a un Dios supremo y todopoderoso que llamaban “Tumpa”, que desde las alturas, decían ellos, les enviaba las lluvias y otros menesteres. Además, tenían una fuerte convicción en un bienhechor que llamaban “Ipaya” quien curaba las enfermedades.
A estas respetadas divinidades, el pueblo originario evocaba sus rogativas guiados por un individuo llamado “Payé”, una enigmática figura, mezcla de brujo, sabio y médico, que en medio de espirituales danzas, rezos y ruidosos cantos, efectuaba una serie de rituales ceremoniales, transportándose a un estado místico de trance para curar a un enfermo o resistir y expulsar la presencia de espíritus malignos.
Al ritmo de redobles de tamboriles con los dulces acordes de las quenillas, junto con aquel personaje, los fieles congregados realizaban copiosos bailes con una interesante armonía sincronizada.
El acto que más elevaba el prestigio de estos hechiceros, dentro de los miembros de su raza, era el arte de la curación. Si el Payé era reconocido en varias efectivas intervenciones, tenía el honor de llevar el título de “Paí Guasú” (Gran Padre).
Para efectuar estas prácticas, se vestían con pollerines cortos, desde la cintura a las rodillas; un ponchillo que les cubría hasta los codos; la cabeza adornada con un turbante de plumas y el rostro pintarrajado con tintes de semillas especiales que preparaban ellos mismos.
!ESTAS ROGATIVAS, CON ANIMADAS DANZAS RÍTMICAS Y SU COLORIDA VESTIMENTA, SON LAS QUE DIERON ORIGEN A LOS PROMESANTES “CHUNCHOS”!.
Don Federico Ávila, revela lo siguiente respecto a este hecho: “ …como los Chiriguanos sabían conjurarla, (refiriéndose a la enfermedad de la viruela), parece que algunos indios prisioneros introdujeron en la naciente Villa esas danzas enmascaradas que más tarde se llamarán los Chunchos”.
Como se ha indicado, muchos de estos guerreros se establecieron en el delicioso valle tarijeño, atraídos por la tranquilidad de su cielo y la riqueza de sus campos, donde encontraron, además, una cultura más avanzada que la suya.
Sumado a esto, la ya establecida y temida viruela que repetidas veces se presentaba en la región, era ahuyentada y conjurada, según sus convicciones, con súplicas a sus creencias de la manera ya explicada, convirtiéndose ellos en personajes imprescindibles para el medio que se desenvolvían.
Además que, como ha sucedido con la mayoría de las etnias nativas, una parte de este pueblo originario atraído por las bondades de la capital, se han adaptado a la convivencia citadina manteniendo en cierta forma su identidad cultural ancestral con aquellos rituales precolombinos, los que, con el paso del tiempo, la fusión con la cruz, las indulgencias del Santo Peregrino, las oraciones y las virtudes teologales. En un conglomerado perfectamente armónico, se han integrado a la población con toda la fuerza de una nueva cultura, dando como resultado a esta práctica religiosa sin parangón como es la fiesta de San Roque.
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LA ENFERMEDAD DE LA LEPRA
El origen de este mal antecede el registro histórico escrito, puesto que en recientes excavaciones arqueológicas realizadas en la ciudad india de Rayastán, encontraron restos óseos con muestras de haber padecido con este mal, que datan de 4.000 años a.C. Sin embargo, las primeras menciones documentadas de la lepra se remontan al año 600 a.C., donde ya era conocida por las antiguas civilizaciones de China y Egipto.
Esta horrible afección ha sido una de las enfermedades que más terror y espanto ha inspirado a la humanidad en épocas pasadas.
Durante siglos la vida de los enfermos afectados por la lepra ha sido de sufrimiento y horror, similar a una muerte en vida, puesto que estos sujetos estaban destinados al aislamiento, recluidos en leproserías (lazaretos), alejados de las poblaciones y sometidos a la prohibición de todo contacto social, donde llevaban una vida agónica en espera de la muerte. Una situación digna de toda compasión.
Por los documentos de aquella época sabemos que cuando la enfermedad se manifestaba en una persona, un sacerdote llegaba a su casa y, entonando cantos religiosos, lo conducía hasta la iglesia donde el mortecino doliente afectado por la lepra se confesaba por última vez.
Cubierto de un paño negro o gris, con velas prendidas alrededor suyo, participaba de la misa, separado de los demás, cual si fuera un cadáver previo a su inhumación.
Acabado el oficio religioso, el clérigo bendecía los efectos personales del leproso y dándole la bendición era apartado de la comunidad y condenado por el resto de sus días a vivir solo o con otros enfermos.
Agrupados, vivían en lúgubres y sombrías cuevas desde donde salían al exterior a mendigar ropa y alimentos, que almas caritativas les arrojaban desde lejos por temor a ser contagiados.
Estos desdichados individuos estaban obligados a llevar un hábito de color oscuro, un bastón y un envase colgado en el cuello donde las personas compasivas depositaban sus limosnas.
Cuando, obligados por la necesidad, efectuaban sus caminatas, anunciaban su presencia mediante matracas, evitando transitar por caminos estrechos, manteniendo la distancia con otros y sin hacer contacto en pasamanos y paredes.
Recordemos también que este mal, antiguamente, fue considerado como una enfermedad incurable, altamente contagiosa, adquirida como castigo de Dios por aquellas personas pecaminosas que se apartaban de los principios divinos.
Haciendo ligeramente una explicación en sí de la enfermedad de la lepra, diremos que este horrible mal se manifiesta mediante pequeñas ulceraciones en la piel que se diseminan por todo el cuerpo, provocando un fuerte picor. Lentamente deja de doler puesto que el bacilo que lo provoca ataca a los nervios sensitivos y la carne se va cayendo a pedazos sin que el enfermo sintiera dolor, tomando un aspecto fisonómico espantoso con pérdida de la motricidad y con lesiones progresivas y permanentes. Todo esto unido a un olor muy fuerte que desprendían.
Los enfermos de lepra eran atendidos en leproserías, llamados también lazaretos. Los hospitales servían sobre todo para aislar a los enfermos con mayores recursos y hacer que su vida sea más llevadera, a pesar que no se conocían remedios para la enfermedad.
En la actualidad, aquel viejo tabú de tan triste enfermedad ha desaparecido merced al avance de la medicina moderna, con el descubrimiento en las últimas décadas del siglo XIX del origen bacteriano del mal, llamado bacilo de Hansen, nombre en homenaje a su descubridor, el médico noruego Gerhard Armauer Hansen.
A partir de este hallazgo, la infecciosa enfermedad de la lepra, cuando está debidamente tratada, su poder contagioso es prácticamente nulo, aunque los pacientes que no reciben ningún tratamiento constituyen una fuente de contagio. Pese a esto el proceso de curación es un poco lento, pero su restablecimiento es total y no deja secuela alguna.
LA LEPRA EN TARIJA
Juntamente con la expansión cristiana en la época colonial y la creación de la nueva República, se hace notoria la presencia de individuos atacados por la lepra en la ciudad de Tarija. No se sabe con certeza su procedencia, ni los motivos que les llevaron a avecindarse en el valle central del suelo chapaco. Al parecer se asentaron en esta benévola tierra por tratarse de una apacible región por su proverbial clima y una considerable afluencia de agua, elementos indispensables de curación que en aquella lejana época se medicamentaba para esa enfermedad.
Además Tarija, por su lejanía a los principales centros poblados, estaba considerada como periferia de aquel entonces eje central Charcas - Potosí - La Paz.
La condición misma de la enfermedad hizo que estos pobres infectados sean aceptados por la altruista población estableciéndose en un lugar aislado y alejado, un sitio surcado por dos quebradas haciendo una especie de frontera entre la urbe tarijeña y los enfermos. Se trataba de una especie de escondrijo llamado, desde ese entonces, “Lazareto”, nombre en alusión a estos tristes dolientes, que vivían en deplorables condiciones en ese su hábitat inicial.
El nombre de Lazareto tiene sus raíces en un pasaje bíblico del Evangelio de Lucas, designación que se ha generalizado a partir de la Edad Media para nominar inicialmente a los centros de reclusión y posteriormente a hospitales destinados a los infectados con el mal, en países de Europa y América.
Examinando la documentación pertinente a la Salud Pública en Bolivia, la lepra estaba inserta en informes sociales, políticos y científicos desde el primer tercio del siglo XIX, es decir, desde la fundación de la República y pese a este conocimiento, ninguna instancia se ha inquietado en forma franca en procurar un alivio o un sustento para esta triste comunidad, a excepción de la iglesia católica con la compasiva labor de los padres franciscanos y la piedad del pueblo tarijeño.
Esta clemente congregación religiosa preocupada por las condiciones calamitosas en las que se encontraban aislados estos enfermos en su precaria vivienda, la que se derrumbaba de a poco, se propusieron levantar un albergue adecuado y digno para estos afligidos desamparados.
Una interesante descripción sobre la construcción del hospital en aquel lugar, la efectúan los ilustres prelados, padre Alejandro Corrado OFM. (Roma 1830 - Tarija 1890) y padre Antonio Comajuncosa OFM. (España 1749 - Tarija 1840) en la obra “El Colegio Franciscano de Tarija y sus Misiones”, de ésta manera:
“El piadoso celo de nuestros misioneros, no satisfechos con remediar los males espirituales de estos pueblos, procuró también en cuanto pudo el alivio y socorro a sus dolencias corporales. Un tugurio, con el nombre de Lazareto, existía a unas dos leguas de Tarija, en donde, desterrados para siempre de la sociedad y esperando entre congojas y crueles sufrimientos la muerte, gemían los heridos por el asqueroso y terrible mal de San Lázaro (elefantiasis de los Griegos).
Los Franciscanos de Tarija no habían olvidado las tiernas simpatías de su Santo Padre - refiriéndose a San Francisco de Asís - para con los leprosos y la premura con que siempre había recomendado a sus hijos la compasión hacia los que él afectuosamente solía llamar por antonomasia los Hermanos Cristianos. Concibieron pues la idea de trocar aquella tétrica prisión, que iba ya desmoronándose, en un decente y cómodo hospital.
Diéronse prosa a motivar la piedad de los fieles y reunir limosna pordioseando de casa en casa; y para que la obra corriese con menos retardo y más economía hicieron venir a los neófitos de Itaú, para trabajar en ella, ya como albañiles, ya como peones. Los mismos frailes dirigían el trabajo; y para motivar a los indios, no se desdeñaban ellos mismos de revolver barro y acarrear adobes. En poco tiempo, la obra quedó concluida.”
Es así que, en el año 1853 con los desprendidos aportes de la ciudadanía se empezó a construir el hospital para los leprosos, mismo que se concluyó en 1858, gracias a la iniciativa de los padres franciscanos, en particular al decidido empuje del padre Leonardo Delfante y, como se ha manifestado, a la generosa entrega de la ciudadanía tarijeña.
Aquel imprescindible establecimiento de caridad cristiana, estaba ubicado en el lugar que hoy lleva el nombre de Lazareto, camino a San Andrés. Las características mismas de este antiguo hospital la describen los mismos padres Corrado y Comajuncosa, continuando el relato anterior:
“El cuerpo principal de la fábrica es un cuadrilongo, cortado en la mitad por una pared, que separa el departamento de los hombres del otro de las mujeres. Cada uno de éstos consta de un solo techo, un tanto cómodo y ventilado con sus correspondientes covachas, de un patio cruzado por un canal de agua excelente y de una huerta adornada con árboles frutales para el recreo de los dolientes. Al frente y a pocos pasos del hospital se construyó una bonita capilla, dispuesta de modo, que desde las verjas de su reclusorio puedan los leprosos asistir al Santo Sacrificio y recibir la Sagrada Eucaristía. Se fabricaron, además, por separado y a corta distancia, dos cómodas casas, la una para la habitación del hospitalero y la otra para albergar al sacerdote, en tiempos determinados que fuese a administrar los auxilios religiosos a los enfermos.”
Concluida esta importante obra, nuestros religiosos se dedicaron con mayor empeño en cumplir su noble labor, continuando así con la prestación de los servicios religiosos, administrando los sacramentos con las atenciones necesarias y cooperando en la manutención de estos fieles.
Pero, pese a este extraordinario esfuerzo, la falta de recursos económicos imposibilitaba una sostenida atención de la leprosería, acorde a las obligaciones de esta terrible enfermedad.
Si bien la bondad de la fértil tierra satisfacía las necesidades alimentarias durante casi todo el año, en los meses de agosto y septiembre, después de los rigurosos inviernos de la región, las provisiones escaseaban, motivo por el cual esta comunidad se veía obligada a desplazarse hasta la ciudad en busca de alimentos.
El largo recorrido de los interminables más de 8 kilómetros que separaba el Lazareto de la ciudad de Tarija, dejaba exhaustos a los pobres infectados, quienes auxiliados entre sí, mostrando sus limitadas energías y ocultando sus rostros, deambulaban por las calles de la ciudad suplicando limosnas. Alertaban su presencia con el constante resonar de una ruidosa campana o de una matraca, algunos interpretando canciones nostálgicas
El pueblo muy compasivo y caritativo, al percibir su proximidad, dejaba alimentos y prendas de vestir en las aceras de su casa y antes que estos pobres miserables se acercaran, cerraban sus puertas por temor a un inminente contagio.
Pese a este continuo desprendimiento de la población y la noble acción de los padres Franciscanos, hubo también grupos de poder que aferrados a la equivocada idea de considerar el mal de San Lázaro como castigo divino y misterioso, se antepuso también el erróneo pensamiento de considerar necesaria la desaparición de esta colectividad.
La erradicación de esta desgraciada comunidad y del Lazareto, continúa siendo un misterio sin aclarar. El mismo padre Calzavarini se refiere a este tema de la siguiente manera:
“El cierre del hospital sería dado por manos asesinas que habrían puesto fuego a muros y enfermos. Lo que quiere decir que el hospital cesó en sus funciones y quedó cementerio para siempre, además con connotaciones de mito como tragedia de enfermedad incurable y como de pasado que no debe tener futuro”.
Clara manifestación de un acucioso sacerdote, inmerso en destacados trabajos de investigación, como lo fue el reverendo padre Calzavarini.
En la actualidad, el drama de Lazareto es percibido por la población como un hecho relajado, de poca consideración, debido al escaso conocimiento de los hechos y, seguramente, al boicot de quienes protagonizaron este atropello a la dignidad humana, impidiendo desentrañar los hechos.
De esta manera, lo que en el ayer ha sido una gigantesca obra de caridad cristiana, hoy en día únicamente quedan algunas ruinas y un inerte cementerio como mudos testigos que evocan un pasado abandonado, enigmático, bañado de hondo pesar.
Circunscribiéndonos a la Real Academia Española, la palabra chuncho proviene de la voz quechua chu’unchu que significa “plumaje”, cuyo término castellanizado se emplea para calificar a las personas oriundas de la selva que se han incorporado escasamente a la civilización; personas bastante tímidas que huyen o se esconden de la gente.
El origen del nombre de estos atípicos personajes se remonta a tiempos pasados, más propiamente a la época de los Incas, quienes utilizaron con antelación el denominativo de “Chunchos”, como nos señala el Dr. Mario Barragán Vargas, en su valioso libro “La Historia Temprana de Tarija”, haciendo mención a la obra de Thierry Saignes, “Los Andes Orientales: historia de un olvido”: ‘‘.....los incas empleaban esta designación, refiriéndose a la palabra Chunchos, como un término despectivo para calificar a los pueblos menos evolucionados que ellos, casi como un equivalente genérico de “salvajes”. De esta forma, continúa diciendo Saignes, los incas actuaban de manera muy parecida a los griegos, quienes calificaban a todos los pueblos que no eran griegos, como bárbaros.”
El mismo Dr. Mario Barragán dentro de sus estudios antropológicos indica que: “la festividad llamada de Los Chunchos, (refiriéndose a la fiesta de San Roque), viene a ser un complejo que encierra secretos y misterios atávicos de profunda significación por estar en el origen mismo de nuestra identidad, razón por la cual debe merecer estudios serios que conduzcan a la interpretación cada vez más correcta de sus diversos componentes, muchos de los cuales están todavía por descubrirse”(Suplemento Cultural “Cántaro”, 19-09-17).
De la misma manera, el profesor, historiador y académico español Luis Suárez Fernández, en su libro Historia general de España y América, p. 407, 1981, indica que, “....en la conquista de América, los ‘indios chunchos’ para los Incas, eran los indios no sometidos, el equivalente de “bárbaro” utilizado por los romanos”.
En el siglo XVI, cuando las huestes españolas llegaron a estas regiones, en calidad de conquistadores, tenían también la costumbre de referirse con el apelativo de Chunchos a los indígenas salvajes que moraban las regiones boscosas apartadas de la civilización, manteniendo, seguramente, la costumbre incaica. En varios documentos de aquel siglo, se hace referencia a las incursiones de estos bravos conquistadores a la región de los “Chunchos”, es decir a las zonas selváticas orientales del país, muy difíciles de explorar.
En Tarija, por tanto, siguiendo aquella antigua denominación, los Chunchos eran aquellos personajes que moraban la parte oriental del territorio tarijeño, el Chaco, generalizado con el nombre de Chiriguanos, pertenecientes a la familia lingüista tupi-guaraní, cuyos antepasados son originarios del Brasil y Paraguay, quienes ingresaron a los llanos y valles sub-andinos a fines del siglo XV casi simultáneamente con la llegada de los españoles a nuestra América. En estas tierras se encontraron, entre otros, con los pacíficos aborígenes Chanes, Tomatas, Churumatas y Chichas, a los que sitiaron y avasallaron, conquistando estas tierras tan productivas.
Según nos cuenta el padre Alejandro Corrado, los Chiriguanos, para manifestar sus expresiones religiosas, no contaban con templos ni imágenes, sin embargo, dentro de su incipiente mitología nativa, evocaban a unos seres invisibles superiores, entre ellos a un Dios supremo y todopoderoso que llamaban “Tumpa”, que desde las alturas, decían ellos, les enviaba las lluvias y otros menesteres. Además, tenían una fuerte convicción en un bienhechor que llamaban “Ipaya” quien curaba las enfermedades.
A estas respetadas divinidades, el pueblo originario evocaba sus rogativas guiados por un individuo llamado “Payé”, una enigmática figura, mezcla de brujo, sabio y médico, que en medio de espirituales danzas, rezos y ruidosos cantos, efectuaba una serie de rituales ceremoniales, transportándose a un estado místico de trance para curar a un enfermo o resistir y expulsar la presencia de espíritus malignos.
Al ritmo de redobles de tamboriles con los dulces acordes de las quenillas, junto con aquel personaje, los fieles congregados realizaban copiosos bailes con una interesante armonía sincronizada.
El acto que más elevaba el prestigio de estos hechiceros, dentro de los miembros de su raza, era el arte de la curación. Si el Payé era reconocido en varias efectivas intervenciones, tenía el honor de llevar el título de “Paí Guasú” (Gran Padre).
Para efectuar estas prácticas, se vestían con pollerines cortos, desde la cintura a las rodillas; un ponchillo que les cubría hasta los codos; la cabeza adornada con un turbante de plumas y el rostro pintarrajado con tintes de semillas especiales que preparaban ellos mismos.
!ESTAS ROGATIVAS, CON ANIMADAS DANZAS RÍTMICAS Y SU COLORIDA VESTIMENTA, SON LAS QUE DIERON ORIGEN A LOS PROMESANTES “CHUNCHOS”!.
Don Federico Ávila, revela lo siguiente respecto a este hecho: “ …como los Chiriguanos sabían conjurarla, (refiriéndose a la enfermedad de la viruela), parece que algunos indios prisioneros introdujeron en la naciente Villa esas danzas enmascaradas que más tarde se llamarán los Chunchos”.
Como se ha indicado, muchos de estos guerreros se establecieron en el delicioso valle tarijeño, atraídos por la tranquilidad de su cielo y la riqueza de sus campos, donde encontraron, además, una cultura más avanzada que la suya.
Sumado a esto, la ya establecida y temida viruela que repetidas veces se presentaba en la región, era ahuyentada y conjurada, según sus convicciones, con súplicas a sus creencias de la manera ya explicada, convirtiéndose ellos en personajes imprescindibles para el medio que se desenvolvían.
Además que, como ha sucedido con la mayoría de las etnias nativas, una parte de este pueblo originario atraído por las bondades de la capital, se han adaptado a la convivencia citadina manteniendo en cierta forma su identidad cultural ancestral con aquellos rituales precolombinos, los que, con el paso del tiempo, la fusión con la cruz, las indulgencias del Santo Peregrino, las oraciones y las virtudes teologales. En un conglomerado perfectamente armónico, se han integrado a la población con toda la fuerza de una nueva cultura, dando como resultado a esta práctica religiosa sin parangón como es la fiesta de San Roque.
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LA ENFERMEDAD DE LA LEPRA
El origen de este mal antecede el registro histórico escrito, puesto que en recientes excavaciones arqueológicas realizadas en la ciudad india de Rayastán, encontraron restos óseos con muestras de haber padecido con este mal, que datan de 4.000 años a.C. Sin embargo, las primeras menciones documentadas de la lepra se remontan al año 600 a.C., donde ya era conocida por las antiguas civilizaciones de China y Egipto.
Esta horrible afección ha sido una de las enfermedades que más terror y espanto ha inspirado a la humanidad en épocas pasadas.
Durante siglos la vida de los enfermos afectados por la lepra ha sido de sufrimiento y horror, similar a una muerte en vida, puesto que estos sujetos estaban destinados al aislamiento, recluidos en leproserías (lazaretos), alejados de las poblaciones y sometidos a la prohibición de todo contacto social, donde llevaban una vida agónica en espera de la muerte. Una situación digna de toda compasión.
Por los documentos de aquella época sabemos que cuando la enfermedad se manifestaba en una persona, un sacerdote llegaba a su casa y, entonando cantos religiosos, lo conducía hasta la iglesia donde el mortecino doliente afectado por la lepra se confesaba por última vez.
Cubierto de un paño negro o gris, con velas prendidas alrededor suyo, participaba de la misa, separado de los demás, cual si fuera un cadáver previo a su inhumación.
Acabado el oficio religioso, el clérigo bendecía los efectos personales del leproso y dándole la bendición era apartado de la comunidad y condenado por el resto de sus días a vivir solo o con otros enfermos.
Agrupados, vivían en lúgubres y sombrías cuevas desde donde salían al exterior a mendigar ropa y alimentos, que almas caritativas les arrojaban desde lejos por temor a ser contagiados.
Estos desdichados individuos estaban obligados a llevar un hábito de color oscuro, un bastón y un envase colgado en el cuello donde las personas compasivas depositaban sus limosnas.
Cuando, obligados por la necesidad, efectuaban sus caminatas, anunciaban su presencia mediante matracas, evitando transitar por caminos estrechos, manteniendo la distancia con otros y sin hacer contacto en pasamanos y paredes.
Recordemos también que este mal, antiguamente, fue considerado como una enfermedad incurable, altamente contagiosa, adquirida como castigo de Dios por aquellas personas pecaminosas que se apartaban de los principios divinos.
Haciendo ligeramente una explicación en sí de la enfermedad de la lepra, diremos que este horrible mal se manifiesta mediante pequeñas ulceraciones en la piel que se diseminan por todo el cuerpo, provocando un fuerte picor. Lentamente deja de doler puesto que el bacilo que lo provoca ataca a los nervios sensitivos y la carne se va cayendo a pedazos sin que el enfermo sintiera dolor, tomando un aspecto fisonómico espantoso con pérdida de la motricidad y con lesiones progresivas y permanentes. Todo esto unido a un olor muy fuerte que desprendían.
Los enfermos de lepra eran atendidos en leproserías, llamados también lazaretos. Los hospitales servían sobre todo para aislar a los enfermos con mayores recursos y hacer que su vida sea más llevadera, a pesar que no se conocían remedios para la enfermedad.
En la actualidad, aquel viejo tabú de tan triste enfermedad ha desaparecido merced al avance de la medicina moderna, con el descubrimiento en las últimas décadas del siglo XIX del origen bacteriano del mal, llamado bacilo de Hansen, nombre en homenaje a su descubridor, el médico noruego Gerhard Armauer Hansen.
A partir de este hallazgo, la infecciosa enfermedad de la lepra, cuando está debidamente tratada, su poder contagioso es prácticamente nulo, aunque los pacientes que no reciben ningún tratamiento constituyen una fuente de contagio. Pese a esto el proceso de curación es un poco lento, pero su restablecimiento es total y no deja secuela alguna.
LA LEPRA EN TARIJA
Juntamente con la expansión cristiana en la época colonial y la creación de la nueva República, se hace notoria la presencia de individuos atacados por la lepra en la ciudad de Tarija. No se sabe con certeza su procedencia, ni los motivos que les llevaron a avecindarse en el valle central del suelo chapaco. Al parecer se asentaron en esta benévola tierra por tratarse de una apacible región por su proverbial clima y una considerable afluencia de agua, elementos indispensables de curación que en aquella lejana época se medicamentaba para esa enfermedad.
Además Tarija, por su lejanía a los principales centros poblados, estaba considerada como periferia de aquel entonces eje central Charcas - Potosí - La Paz.
La condición misma de la enfermedad hizo que estos pobres infectados sean aceptados por la altruista población estableciéndose en un lugar aislado y alejado, un sitio surcado por dos quebradas haciendo una especie de frontera entre la urbe tarijeña y los enfermos. Se trataba de una especie de escondrijo llamado, desde ese entonces, “Lazareto”, nombre en alusión a estos tristes dolientes, que vivían en deplorables condiciones en ese su hábitat inicial.
El nombre de Lazareto tiene sus raíces en un pasaje bíblico del Evangelio de Lucas, designación que se ha generalizado a partir de la Edad Media para nominar inicialmente a los centros de reclusión y posteriormente a hospitales destinados a los infectados con el mal, en países de Europa y América.
Examinando la documentación pertinente a la Salud Pública en Bolivia, la lepra estaba inserta en informes sociales, políticos y científicos desde el primer tercio del siglo XIX, es decir, desde la fundación de la República y pese a este conocimiento, ninguna instancia se ha inquietado en forma franca en procurar un alivio o un sustento para esta triste comunidad, a excepción de la iglesia católica con la compasiva labor de los padres franciscanos y la piedad del pueblo tarijeño.
Esta clemente congregación religiosa preocupada por las condiciones calamitosas en las que se encontraban aislados estos enfermos en su precaria vivienda, la que se derrumbaba de a poco, se propusieron levantar un albergue adecuado y digno para estos afligidos desamparados.
Una interesante descripción sobre la construcción del hospital en aquel lugar, la efectúan los ilustres prelados, padre Alejandro Corrado OFM. (Roma 1830 - Tarija 1890) y padre Antonio Comajuncosa OFM. (España 1749 - Tarija 1840) en la obra “El Colegio Franciscano de Tarija y sus Misiones”, de ésta manera:
“El piadoso celo de nuestros misioneros, no satisfechos con remediar los males espirituales de estos pueblos, procuró también en cuanto pudo el alivio y socorro a sus dolencias corporales. Un tugurio, con el nombre de Lazareto, existía a unas dos leguas de Tarija, en donde, desterrados para siempre de la sociedad y esperando entre congojas y crueles sufrimientos la muerte, gemían los heridos por el asqueroso y terrible mal de San Lázaro (elefantiasis de los Griegos).
Los Franciscanos de Tarija no habían olvidado las tiernas simpatías de su Santo Padre - refiriéndose a San Francisco de Asís - para con los leprosos y la premura con que siempre había recomendado a sus hijos la compasión hacia los que él afectuosamente solía llamar por antonomasia los Hermanos Cristianos. Concibieron pues la idea de trocar aquella tétrica prisión, que iba ya desmoronándose, en un decente y cómodo hospital.
Diéronse prosa a motivar la piedad de los fieles y reunir limosna pordioseando de casa en casa; y para que la obra corriese con menos retardo y más economía hicieron venir a los neófitos de Itaú, para trabajar en ella, ya como albañiles, ya como peones. Los mismos frailes dirigían el trabajo; y para motivar a los indios, no se desdeñaban ellos mismos de revolver barro y acarrear adobes. En poco tiempo, la obra quedó concluida.”
Es así que, en el año 1853 con los desprendidos aportes de la ciudadanía se empezó a construir el hospital para los leprosos, mismo que se concluyó en 1858, gracias a la iniciativa de los padres franciscanos, en particular al decidido empuje del padre Leonardo Delfante y, como se ha manifestado, a la generosa entrega de la ciudadanía tarijeña.
Aquel imprescindible establecimiento de caridad cristiana, estaba ubicado en el lugar que hoy lleva el nombre de Lazareto, camino a San Andrés. Las características mismas de este antiguo hospital la describen los mismos padres Corrado y Comajuncosa, continuando el relato anterior:
“El cuerpo principal de la fábrica es un cuadrilongo, cortado en la mitad por una pared, que separa el departamento de los hombres del otro de las mujeres. Cada uno de éstos consta de un solo techo, un tanto cómodo y ventilado con sus correspondientes covachas, de un patio cruzado por un canal de agua excelente y de una huerta adornada con árboles frutales para el recreo de los dolientes. Al frente y a pocos pasos del hospital se construyó una bonita capilla, dispuesta de modo, que desde las verjas de su reclusorio puedan los leprosos asistir al Santo Sacrificio y recibir la Sagrada Eucaristía. Se fabricaron, además, por separado y a corta distancia, dos cómodas casas, la una para la habitación del hospitalero y la otra para albergar al sacerdote, en tiempos determinados que fuese a administrar los auxilios religiosos a los enfermos.”
Concluida esta importante obra, nuestros religiosos se dedicaron con mayor empeño en cumplir su noble labor, continuando así con la prestación de los servicios religiosos, administrando los sacramentos con las atenciones necesarias y cooperando en la manutención de estos fieles.
Pero, pese a este extraordinario esfuerzo, la falta de recursos económicos imposibilitaba una sostenida atención de la leprosería, acorde a las obligaciones de esta terrible enfermedad.
Si bien la bondad de la fértil tierra satisfacía las necesidades alimentarias durante casi todo el año, en los meses de agosto y septiembre, después de los rigurosos inviernos de la región, las provisiones escaseaban, motivo por el cual esta comunidad se veía obligada a desplazarse hasta la ciudad en busca de alimentos.
El largo recorrido de los interminables más de 8 kilómetros que separaba el Lazareto de la ciudad de Tarija, dejaba exhaustos a los pobres infectados, quienes auxiliados entre sí, mostrando sus limitadas energías y ocultando sus rostros, deambulaban por las calles de la ciudad suplicando limosnas. Alertaban su presencia con el constante resonar de una ruidosa campana o de una matraca, algunos interpretando canciones nostálgicas
El pueblo muy compasivo y caritativo, al percibir su proximidad, dejaba alimentos y prendas de vestir en las aceras de su casa y antes que estos pobres miserables se acercaran, cerraban sus puertas por temor a un inminente contagio.
Pese a este continuo desprendimiento de la población y la noble acción de los padres Franciscanos, hubo también grupos de poder que aferrados a la equivocada idea de considerar el mal de San Lázaro como castigo divino y misterioso, se antepuso también el erróneo pensamiento de considerar necesaria la desaparición de esta colectividad.
La erradicación de esta desgraciada comunidad y del Lazareto, continúa siendo un misterio sin aclarar. El mismo padre Calzavarini se refiere a este tema de la siguiente manera:
“El cierre del hospital sería dado por manos asesinas que habrían puesto fuego a muros y enfermos. Lo que quiere decir que el hospital cesó en sus funciones y quedó cementerio para siempre, además con connotaciones de mito como tragedia de enfermedad incurable y como de pasado que no debe tener futuro”.
Clara manifestación de un acucioso sacerdote, inmerso en destacados trabajos de investigación, como lo fue el reverendo padre Calzavarini.
En la actualidad, el drama de Lazareto es percibido por la población como un hecho relajado, de poca consideración, debido al escaso conocimiento de los hechos y, seguramente, al boicot de quienes protagonizaron este atropello a la dignidad humana, impidiendo desentrañar los hechos.
De esta manera, lo que en el ayer ha sido una gigantesca obra de caridad cristiana, hoy en día únicamente quedan algunas ruinas y un inerte cementerio como mudos testigos que evocan un pasado abandonado, enigmático, bañado de hondo pesar.