Los sueños del Guadalquivir
Mi wawa
Con el tragetuch puedes llevar a tu wawa en el pecho o en la espalda; hay diferentes formas de hacer el amarre y diferentes posturas para tu bebé. Es como el aguayo en Bolivia
El 2011 migramos a Alemania. Teníamos a nuestro primer hijo con nosotros, un bebé de 6 meses. Allá empezamos a utilizar el tragetuch, una tela enorme de casi 5 metros de largo con la que amarras a tu bebé a tu cuerpo. Es como el aguayo en Bolivia, solo que orígenes culturales diferentes. Con el tragetuch puedes llevar a tu wawa en el pecho o en la espalda; hay diferentes formas de hacer el amarre y diferentes posturas para tu bebé.
Según mis recuerdos, nuestro hijo sufrió mucho con el viaje y el cambio de lugar. Tenía unos cólicos espantosos que lo hacían retorcer de dolor y que le duraron hasta que tuvo dos años. Recuerdo que por las noches teníamos que quedarnos despierto hasta las tres de la mañana hasta que se calme y por fin pueda dormir. No fue hasta casi dos años después que descubrimos que tenía una intolerancia brutal a la leche, en Alemania, el país de la leche. De hecho, a mi esposa le encantaba y había aprovechado que estábamos en Alemania para aumentar su consumo. Lo amamantaba, y la leche que ella tomaba le afectaba a él.
En esos dos años no conseguí ningún tipo de trabajo, formal o informal. Lo único fue un trabajo eventual para barrer nieve, pero ese año no nevó en la ciudad donde estábamos, así que no llegué nunca realmente a trabajar. La que sí trabajó fue mi mujer. Consiguió un trabajo medio tiempo en el departamento de investigación de la facultad de agronomía. Se ocupaba de contar porotos y tomates, pesándolos y registrando las pequeñas diferencias entre una variedad y otra. Mientras tanto yo me hacía cargo de nuestra wawa.
Esa fue una temporada durísima. Por un lado mi mujer estaba súper cansada y sobreexigida por su situación laboral, y la wawa que sufría enormidades. Recuerdo que la primera vez que le dio la fiebre de tres días mis amigos de Bolivia se me hicieron la burla: “Se nota que es tu primera wawa”, me dijeron. Pasamos tres días casi sin pegar el ojo, atendiéndolo permanentemente, acunándolo en la hamaca y bajando su fiebre con trapos húmedos. Me olvidé del mundo. Recuerdo que llegué a pensar que el mundo se podría ir al demonio, siempre y cuando mi wawa se ponga bien.
Yo lo sacaba a pasear mucho. Amarrarlo a mi cuerpo y sacarlo a caminar era una de las pocas cosas que funcionaban para hacerle pasar su dolor de panza y que pudiera dormir un rato. Lo dejaba dormir apegado a mí, sintiendo mi respiración, y cuando volvía a la casa me echaba con él en mi pecho, apenas desamarrando el nudo de atrás para que no me duela en la espalda. Salíamos a caminar a cualquier hora del día o de la noche, haga frío o calor. Fueron innumerables las veces que salí a caminar a las dos, tres o cuatro de la mañana, con el pasto congelado de invierno y con mi aliento congelando mis bigotes.
Recuerdo que cuando éramos changos debatimos en el curso la maternidad juvenil y la moralidad o inmoralidad del aborto. Y por supuesto salió el tema de las madres solteras y la imposibilidad biológica de que un hombre se embarace. En ese entonces llegué a sentir envidia de mis compañeras mujeres por no poder llevar una vida dentro de mí, y me llegué a jurar que si hubiera sido mujer hubiera sido madre soltera. Llevarlo en la tela, apegado a mí, fue lo más cercano que nunca pude sentir a mi wawa dentro de mí.
Podía sentir su peso (¡apenas pesaba una nada!), sentir su latido del corazón en mi piel, su respiración pausada que se acomodaba a mi propio latido del corazón, su agitación cuando le dolía el estómago o cuando sentía alguna incomodidad, y sus puñetes y pataditas mientras dormía. Por más duro que la hayamos pasado, esa es una sensación que no cambiaría por nada del mundo.
Con el pasar del tiempo la situación cambió radicalmente y durante mi época de doctorado mi esposa se hizo cargo casi absolutamente de todo en la casa. Recuerdo haber trabajado de 16 a 20 horas por día en mi tesis, mientras ella cuidaba a las wawas y mantenía la casa a flote. Durante todo este tiempo fui yo el que tenía permiso de salir un día a la semana (los famosos “jueves de rol”) y gastar la poca plata que teníamos tomando un vino con mis amigos. No fue hasta que nos separamos que me di cuenta de que ella había abandonado sus amistades y sus proyectos personales para construir un proyecto de vida juntos. Ahora me alegra de sobremanera que haya vuelto a tener su propio círculo de amistades y que esté trabajando para cumplir sus sueños.
Cuando hablamos de las responsabilidades compartidas dentro del hogar, yo todavía no sé muy bien qué pensar. Yo creo que la carga está mal distribuida y que muchas mujeres sufren tanto domésticamente como en sus posibilidades reducidas para construirse social y laboralmente. Pero la verdad es que yo no conozco a ningún hombre dentro de mi círculo de amigos que realmente no haga nada en la casa. Incluso los más machistas y despreocupados hacen algo, hacen mucho. Yo lo he visto.
Tal vez vivimos en otra época, pero yo no conozco de ningún caso dentro de mi círculo social que se adecúe al estereotipo de macho intolerante y violento. En el discurso son bien machitos, pero en la práctica no. Y no me mal entiendan: yo he visto situaciones dramáticas de violencia y de abandono. Yo mismo he ayudado a mujeres a escapar de una pareja abusiva. Pero ninguno de estos casos fue en mi círculo de amigos, que es bien amplio y abarca varias capas sociales. ¿Tal vez realmente las cosas están cambiando con el tiempo?