Crónicas de cuarentena: Cuando conversar con 14 españoles a la vez es posible
23 de abril, Día de Aragón y cita transoceánica. Estoy hasta nervioso. Si algo ha conseguido esto del encierro es convertir las relaciones sociales cercanas en una actividad intermediada por una pantalla, algo que los migrantes de toda condición llevamos anotado en el manual de...
23 de abril, Día de Aragón y cita transoceánica. Estoy hasta nervioso. Si algo ha conseguido esto del encierro es convertir las relaciones sociales cercanas en una actividad intermediada por una pantalla, algo que los migrantes de toda condición llevamos anotado en el manual de supervivencia.
Mi madre aprendió a usar Gmail y los pinchos, LTE y Skype fueron un gran avance; cuando llegó WhatsApp, la comunicación se convirtió en fluida y permanente. Buen día, buenas noches, fotos de la comida, fotos en el micro, fotos del modelito de la wawa antes de ir a la guardería y hasta darse el lujo de hacerse el remolón para eludir una llamada, como quien no quiere bajar a almorzar a la casa familiar el domingo.
Tan común que lo raro era sentarse a hablar en el comedor, interrumpiendo el continuo de la conversación rutinaria desde la mañana a la noche. Y tan común acabó siendo que hasta los grupos de mensajería rápida se fueron olvidando al final de la lista interminable de las conversaciones iniciadas con las urgencias de cada día y las obligaciones laborales.
Lo normal pasa a ser recurrir al grupo para notificar actividades relevantes: “me casé”, “enviudé”, “tuve otra wawa” – nadie se atreve a preguntar nombre o edad de las anteriores – “o llegaré este verano” (iluso de mí). También celebrar los cumpleaños o recuperar alguna tontada suelta de cuando en cuando, como quien limpia las telarañas.
Eso pasa, claro, cuando los grupos no tienen una motivación permanente que mantenga su actividad – fútbol, fiestas del pueblo o similar – y en las que el migrante disfruta, recuerda y ríe cada segundo porque le ayuda a seguir el hilo de la vida que dejó atrás, salvo que sea muy sensible y se sienta rarito por no poder participar o porque no se entera.
La cuestión es que uno de esos grupos convocó a merienda – vermouth con el ajuste horario -, y me dije, ahí vamos. Igualdad de condiciones para todos – salvando las que ofrece nuestro patético internet en Tarija -, pero había que prepararse: Cualquiera que haya compartido media hora de terraza con más de tres españoles aquí o allá puede imaginarse lo que se venía.
Desde la mañana puse la Ronda de Boltaña y Labordeta para recuperar el acento; advertí a los niños y me fui a comprar cervezas, doritos, choricito y cholgas – mejillones para entrar en ambiente. Al volver y cumplir con todo el procedimiento de limpieza, encuadré para que se viera más o menos churo. Ahí estaba el enlace. Vamos allá.
Y ahí estaban. Sonriendo como siempre, riendo más bajo por las circunstancias, todos con su empute de los días de encierro, pero el empuje de sacar esto adelante. Todos con sus mañas de siempre, sus bromas recurrentes, sus niños, sus kilos de más y de menos, sus filias y sus fobias. La cosa de las redes. La cosa de la comunicación. Ese momento de abrir una lata, desconectar y creer que esta pesadilla ya no existe … hasta que me di cuenta que no todo era igual: Los españoles cerraban sus micros, hacían preguntas dirigidas, por turnos, y – emoticón de la cabeza morada - hasta se creaban algunos silencios después de cada respuesta.
Tal vez alguien pueda desarrollar una tesis sobre las cosas que están cambiando en el mundo, esperemos que todo sea a mejor, si algo ha demostrado el encierro es que no podemos vivir sin gente, al menos sin la buena gente. Hasta la próxima.
Mi madre aprendió a usar Gmail y los pinchos, LTE y Skype fueron un gran avance; cuando llegó WhatsApp, la comunicación se convirtió en fluida y permanente. Buen día, buenas noches, fotos de la comida, fotos en el micro, fotos del modelito de la wawa antes de ir a la guardería y hasta darse el lujo de hacerse el remolón para eludir una llamada, como quien no quiere bajar a almorzar a la casa familiar el domingo.
Tan común que lo raro era sentarse a hablar en el comedor, interrumpiendo el continuo de la conversación rutinaria desde la mañana a la noche. Y tan común acabó siendo que hasta los grupos de mensajería rápida se fueron olvidando al final de la lista interminable de las conversaciones iniciadas con las urgencias de cada día y las obligaciones laborales.
Lo normal pasa a ser recurrir al grupo para notificar actividades relevantes: “me casé”, “enviudé”, “tuve otra wawa” – nadie se atreve a preguntar nombre o edad de las anteriores – “o llegaré este verano” (iluso de mí). También celebrar los cumpleaños o recuperar alguna tontada suelta de cuando en cuando, como quien limpia las telarañas.
Eso pasa, claro, cuando los grupos no tienen una motivación permanente que mantenga su actividad – fútbol, fiestas del pueblo o similar – y en las que el migrante disfruta, recuerda y ríe cada segundo porque le ayuda a seguir el hilo de la vida que dejó atrás, salvo que sea muy sensible y se sienta rarito por no poder participar o porque no se entera.
La cuestión es que uno de esos grupos convocó a merienda – vermouth con el ajuste horario -, y me dije, ahí vamos. Igualdad de condiciones para todos – salvando las que ofrece nuestro patético internet en Tarija -, pero había que prepararse: Cualquiera que haya compartido media hora de terraza con más de tres españoles aquí o allá puede imaginarse lo que se venía.
Desde la mañana puse la Ronda de Boltaña y Labordeta para recuperar el acento; advertí a los niños y me fui a comprar cervezas, doritos, choricito y cholgas – mejillones para entrar en ambiente. Al volver y cumplir con todo el procedimiento de limpieza, encuadré para que se viera más o menos churo. Ahí estaba el enlace. Vamos allá.
Y ahí estaban. Sonriendo como siempre, riendo más bajo por las circunstancias, todos con su empute de los días de encierro, pero el empuje de sacar esto adelante. Todos con sus mañas de siempre, sus bromas recurrentes, sus niños, sus kilos de más y de menos, sus filias y sus fobias. La cosa de las redes. La cosa de la comunicación. Ese momento de abrir una lata, desconectar y creer que esta pesadilla ya no existe … hasta que me di cuenta que no todo era igual: Los españoles cerraban sus micros, hacían preguntas dirigidas, por turnos, y – emoticón de la cabeza morada - hasta se creaban algunos silencios después de cada respuesta.
Tal vez alguien pueda desarrollar una tesis sobre las cosas que están cambiando en el mundo, esperemos que todo sea a mejor, si algo ha demostrado el encierro es que no podemos vivir sin gente, al menos sin la buena gente. Hasta la próxima.