Ella
Diego Lozano
Le gustaba hacerme rabiar, sacarme de quicio, llevar mi paciencia hasta el límite, pero nunca conseguía sobrepasarlo. Bastaba con una mirada traviesa acompañada de un guiño para que todo mi enfado se convirtiese en una sonrisa que, aunque yo no quisiera esbozar para que me tomara en serio, tampoco podía reprimir. Y era como si nada hubiese pasado.
Solía venir a mi casa a pasar las tardes, veíamos películas tumbados en el sofá o saltábamos sobre él, bailando los viejos vinilos que tenía, a todo volumen. Merendábamos macarons, sus preferidas, y salíamos a dar una vuelta por las calles estrechas del centro en busca de una librería, donde podías sentarte en unos colchones y leer todo el tiempo que quisieras y, si tenías suerte, te daban zumo y pastas de té. Algunos días, ella escogía un libro y comenzaba a leer en voz alta mientras yo, acomodado a su lado, me dejaba llevar por la curva melódica de su entonación hasta los umbrales del sueño. Otros días interpretábamos obras de teatro, con un dramatismo casi telenovelesco, hasta que la señora Blanchard, la dueña, nos invitaba amablemente a salir. Poco a poco, ése se había convertido en nuestro pequeño ritual.
Yo no sabía francés y no es que París me entusiasmara, pero ella como tantas chicas de su edad, tasaba su felicidad en vivir en un estudio en Montmartre, salir con un fotógrafo o un escritor y pasear por el Sena curioseando láminas, libros y cuadros vintage. Yo no era fotógrafo ni escritor, pero supongo que ése era un pequeño sacrificio que podía permitirse, sin que su vida soñada perdiese candor.
A veces me quedaba observando su vitalidad, su ligereza, esa alegría grácil y juvenil que todavía conservaba y que me hacía parecer un adulto a su lado. No era sólo la diferencia de edad, sino la sensación de que para mí el mundo ya había perdido su magia y su misterio.
Hoy mi canción es: «She’s always a woman» Billy Joel (Gracias a Paulina V.)