Arenas y doradas

Caminaba descalzo dando pequeños saltitos sobre la arena ardiente, como si fuesen las brasas incandescentes de una hoguera mal apagada. Obtuve el alivio para mis pies conforme me fui acercando a la orilla, húmeda por la caricia de las olas moribundas.

Miraba al suelo para evitar pisar las pequeñas conchas que yacían semienterradas a la espera de ser devueltas al mar, arrastradas por la suave resaca.

Veintiocho grados de temperatura y un puente vacacional tenían la culpa de que la playa estuviese hasta la bandera, pese a la época todavía prematura del año en la que nos encontrábamos.

Decenas de niños jugaban a saltar esquivando las olas que refrescaban sus pequeños pies, construían conatos de castillos con sus cubos y rastrillos, o eran barnizados de protección solar por sus madres.

Pocos eran los valientes o inconscientes que se atrevían a zambullirse en el agua, que pese al calor, más que una sopa, parecía un granizado.

Busqué una zona en la que la concentración de almas fuese menor y extendí mi toalla, paralelamente a la orilla, para no perder de vista el mar. Me puse las gafas de sol y saqué el libro que me ayudaba a hacer más entretenidas las largas horas de soledad.

Trataba la historia de un hombre entrado en años que cada mañana cogía su red y su caña y salía en su barca a pescar doradas en alta mar. Pasaba horas y horas acompañado únicamente por las gaviotas, el sol justiciero y el mar ondulado. Cuando lograba pescar algo o cuando empezada a anochecer, regresaba a la costa y separaba su mercancía: una parte la vendía en el puerto y la otra, menor, la servía en su mesa para cenar.

Hasta que un día, un cambio repentino de corriente le hizo desorientarse y vagar a la deriva durante días. Cuando la desesperación y los delirios le permitían cierta lucidez, reflexionaba sobre su vida, su vocación, sobre el sentido de la muerte, la soledad y el sufrimiento…

Hoy mi canción es: “Footprints in the sand” Leona Lewis


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