Comprender no es consentir

Vivo cerca de alguien que no le da la gana de aceptar las cosas como vienen y está, permanentemente, reclamando, demandando y exigiendo que se cumplan los compromisos, los contratos, los horarios, las reglas, las promesas, la ley. Es intolerante e intransigente con las malas costumbres y el conformismo que están inmersos y son parte indisoluble de nuestro ser y nuestra cultura: “la hora boliviana”, “dejémoslo así”, “no era el plato que pedí, pero me lo quedo, no se preocupe”, “los políticos y los pacos son todos iguales” o “así nomás son las cosas”. No entiende, y tampoco acepta, que como sociedad seamos capaces de normalizar todo lo negativo que nos afecta y nos quedemos callados o refunfuñando para dentro y no hagamos algo para cambiar.

Si de repente escasea la gasolina —calladitos, sin quejarnos—, buscamos el surtidor que todavía tenga algo y nos sumamos a las largas filas, lamentándonos en redes sociales o rumiando nuestra rabia bajo un sol de cuarenta grados. Al funcionario bancario que no nos quiere dar nuestros dólares que le habíamos confiado, le ponemos mala cara, pero estamos ahí, todas las semanas, intentando recuperar —en montos limitados— lo que es nuestro. Y así, con cientos de ejemplos parecidos que muestran nuestra mansedumbre y sumisión.

Pareciera que, como sociedad, sufrimos el denominado síndrome de la rana hervida. Aunque no tiene un sustento científico, este síndrome es una analogía que se usa para describir lo que ocurre cuando un problema se desarrolla tan lentamente que sus daños no son fáciles de percibir en lo inmediato y esa falta de conciencia de estos genera que no haya reacciones o que estas sean tardías para evitar o revertir los daños que ocasiona. La premisa es que, si una rana se pone repentinamente en agua hirviendo, saltará; pero si la rana se pone en agua tibia que luego se lleva a ebullición lentamente, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte. La metáfora refleja la incapacidad o falta de voluntad de las personas para reaccionar o ser conscientes de las amenazas siniestras que surgen gradualmente en lugar de hacerlo de repente.

Es evidente que estamos normalizando lo negativo. Cuando la anomalía se repite una y otra vez se hace parte del sistema. Es importante encontrar razones para tener una explicación de lo que ocurre, pero nunca para justificar su reiteración. Entender sirve para abolir, decidir o cortar. No para que en el hallazgo de la motivación esté el aval de la continuidad. Comprender no debe llevarnos a consentir. La normalización de lo incorrecto es un instinto de supervivencia que acaba jugando en nuestra contra.

Los seres humanos tenemos una increíble capacidad de adaptación, incluso a las condiciones más extremas. En algunos casos, esa capacidad puede ser nuestra salvación; pero, en otros, puede hacernos sufrir inútilmente. Hay incluso una dosis anormal de masoquismo para aguantar afrentas colectivas de parte del poder político, de nuestras malas costumbres o de taras sociales. Cuando una situación se repite constantemente, llega a convertirse en la única realidad para quien la vive. Pregúntele a un cubano, venezolano o nicaragüense, que por décadas ha padecido manipulaciones, humillaciones y maltratos del poder, al final termina normalizándolos y asumiendo que estos forman parte de su vida. Como colectividad han perdido la fuerza y motivación para poner fin a tanto atropello. Emigrar en una balsa o en un avión no debería ser la respuesta.

En muchas ocasiones, vivimos peleados con la realidad y con las cosas que nos ocurren o que suceden a nuestro alrededor. Estas situaciones nos provocan malestar, frustración y agotamiento. Para salir de ese estado de permanente rebelión es necesario trabajar en la práctica de la aceptación. Entender y respetar que no todo, menos aún las personas, pueden ser como uno quiere y espera. Aunque hay que saber diferenciar y no confundir la aceptación con la resignación. Entender en qué punto uno está situado frente a determinadas circunstancias y problemas y qué tanto control tenemos sobre el origen de estos. La resignación lleva implícita una emoción desagradable y una experiencia de derrota frente a la realidad. Resignarse es darse por vencido. La aceptación es mucho más serena, supone optar por dejar de luchar y estar peleados con la vida y afrontarla tal cual viene, de la manera más ajustada y equilibrada posible, sin derrotismos.

Podemos no estar de acuerdo con algo y, aunque no podamos modificarlo, sí podemos cambiar la actitud con la que nos enfrentamos a ello. La aceptación no significa que me guste lo que está pasando, sino que asumo que no está en mis manos cambiarlo o que incluso, las consecuencias que me llevan a cambiarlo son más dañinas que beneficiosas. Decirlo —en este caso, escribirlo— parece fácil. Hay que tener paciencia con uno mismo. O como leí en una publicación en redes sociales —que se la repetiré una vez más a mi vecina—: “Ni de derecha, ni de izquierda, para vivir en Bolivia hay que ser de extrema paciencia”.


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