Por qué no pueden derogarse los artículos 16 y 23. Parte I

Éste ha dispuesto toda una dramatización prosaica que, si no fuera por lo gastado de la trama, sería merecedor del premio “tv y novelas” (y en todas las categorías). La puesta en escena de “la prensa también llora” o “sin racismo no hay paraíso”, resulta una triste parodia de la...

Éste ha dispuesto toda una dramatización prosaica que, si no fuera por lo gastado de la trama, sería merecedor del premio “tv y novelas” (y en todas las categorías). La puesta en escena de “la prensa también llora” o “sin racismo no hay paraíso”, resulta una triste parodia de la devaluación del propio ejercicio periodístico. La devaluación es hasta moral. Por eso a la pregunta del presidente: ¿está usted de acuerdo con la discriminación?, la periodista responde: no es mi responsabilidad. En eso cae el periodismo cuando aprende no sólo a tolerar la injusticia sino hasta desearla (porque es noticia).

 

Caín se hace actual, la muerte del hermano no es responsabilidad suya, por eso elude toda culpa: ¿acaso soy guarda de mi hermano? Si la prensa degenera en la irresponsabilidad total, entonces, ¿dónde está la ética periodística? (si es que todavía se encuentra en algún lugar). No por casualidad, las ciencias de la comunicación (o ciencias de la manipulación), se desarrollan en USA; y se desarrollan como racionalidad instrumental, por eso la comunicación ya no genera comunicación sino negocios. Si el lucro administra el entretenimiento, entonces la comunicación se encuentra a merced de la especulación; aparece la privatización de un ámbito público: la comunicación ya no es un derecho sino una mercancía, a ella tienen acceso sólo los adinerados. La comunicación genera ingresos cuantiosos y genera también poder. El inversor no apuesta a los medios por filantropía.

 

Tampoco apuesta a la libertad de expresión. Su apuesta consiste en privatizar ésta; la única libertad es la libertad del mercado y ésta consiste en la libertad de vender y comprar (es decir, todo tiene precio, hasta la dignidad); por eso no se trata de la democratización de la libertad sino de su monopolio. Por eso el rechazo es tácito. Devolvernos la dignidad es un atentado al reino de los business.

 

El racismo permite naturalizar la exclusión: en el reino del mercado sólo tienen libertad los que tienen dinero y estos no son precisamente los pobres o, en nuestro caso, los indios. El único acceso de estos es para generar humor; en el indio se descarga hasta la burla que, como catarsis, sirve para el deleite del racista. Su “superioridad” consiste en burlarse del “inferior” (por eso decía Martí: sólo hay una raza inferior, aquella que se cree superior). Es feliz sólo con la desdicha del otro. Su alegría sólo puede regocijarse en la desgracia ajena. Por eso le preocupa una ley antirracismo; porque ve acabar su felicidad. Eso considera una violación a sus derechos, por los cuales se moviliza, hasta entra en huelga de hambre. La dignificación le indigna. Por eso prende velitas y hace de la compasión un congregador emocional que atrapa la buena fe de la gente.

 

¿Por qué se rechaza esos dos artículos? Se trata de una trampa. Lo que está en juego no es la libertad de expresión sino la propiedad de ésta. Si los medios reconocen los dos artículos, estarían reconociendo responsabilidad social, es decir, estarían admitiendo que su actividad solicita legislación pública. Se acaba entonces el reino de los medios, el poder de estos, la mediocracia. Se encuentran en aprietos. Por eso aceptan la ley de boca para afuera, porque para adentro la repudian; por eso optan por la resistencia. Derogado el artículo 16 la ley queda como simple enunciado y los medios aseguran la jauja a la que están acostumbrados.

 

La trampa consiste en declarar un supuesto acuerdo con la ley, minando su instancia ejecutora: en el caso de los medios, la ley no tendría ninguna incidencia. Un embuste con cara de probidad. Inversión típicamente mediática, donde lo bueno aparece como malo y lo malo bueno, y adonde caen los tontos útiles, entre ellos los propios periodistas. Si digo estar de acuerdo con una ley, es más, si reconozco además lo oportuno de su ordenanza, ¿cómo puedo objetarla cuando se refiere a mí? Si mi apoyo pone condiciones entonces no soy un sujeto de derecho y, lo que es peor, tampoco me interesa un estado de derecho; esto quiere decir: me pongo por encima de la ley, es decir, me sitúo más allá del bien y del mal, me creo Dios. La ley no puede tocarme, por tanto, soy inmune ante ella, es decir, he declarado, de facto, para mi conveniencia, un estado de excepción. Dicho de modo sucinto: sedición. Mañana, la parte II

 

(Especial para ARGENPRESS.info)


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