El mercado, ¡oh, el mercado!

Con estas expresiones, un comentarista local inicia la defensa del mercado cuya omnipresencia ha hundido en una crisis sin precedentes a las economías más derrochadoras del mundo. Por supuesto, en su argumentación sostiene que, el mercado, “no es otra cosa que el accionar de miles de...

Con estas expresiones, un comentarista local inicia la defensa del mercado cuya omnipresencia ha hundido en una crisis sin precedentes a las economías más derrochadoras del mundo. Por supuesto, en su argumentación sostiene que, el mercado, “no es otra cosa que el accionar de miles de millones de personas que todos los días o, mejor aún, a cada instante, toman decisiones independientes respecto a cómo pueden usar de la mejor manera sus recursos para alcanzar mayores niveles de satisfacción”.

Es importante analizar ambas afirmaciones. Con la primera, trata de sostener que el mercado no es un sujeto identificable y, con la segunda, sostiene que sólo se trata de una actividad de las personas para satisfacer sus necesidades aunque, al final derrapa deslizando la frase desafortunada ‘mayores niveles de satisfacción’. Y nada de eso es cierto. Porque el mercado tiene nombre y apellido: se llama G-7+1, que es el grupo de gobiernos de los 7 países más desarrollados al que agregaron a Rusia, convertida en el mejor mercado para los primeros. Los gurúes financieros de esos gobiernos deciden qué, cómo, cuánto y dónde se venderá; tienen una contrapartida en la OPEP, pero han logrado infiltrarse y mediatizaron el alcance de sus decisiones.

¿Cómo se hace esto? Parece ridículo por los simples recursos que utiliza. Pongamos un ejemplo que es muy conocido aquí, en Bolivia. Durante la Segunda Guerra Mundial, dado que Japón se apoderó de la península de Indochina, Washington nos impuso -como a casi todos los países latinoamericanos- la venta de sus materias primas a precios rebajados, a los que se dio el pomposo título de ‘precios por la libertad’. De ese modo, en Estados Unidos, donde no hay ni una sola mina de estaño, se llegó a acumular este mineral en una cantidad equivalente a 2,5 veces la producción anual de todo el mundo. Aclaremos que quedó con esa cantidad, descontando lo que usó para los requerimientos bélicos de la época.

Pues bien. Cuando se hizo la revolución nacional, en 1952, la Casa Blanca no tardó mucho en ordenar una operación que se conoció aquí como ‘dumping’, lanzando a nuestro país por el tobogán de la inflación. En términos simples: pusieron en el mercado -¡oh, el mercado!- grandes cantidades de estaño para bajar los precios hasta causar la bancarrota de Bolivia. De paso, hicieron una jugosa ganancia, vendiendo caro y comprando barato. Pero, claro, la generación del analista no vivió esos tiempos. Sin embargo, se acordará de los años ’80, cuando el presidente Hernán Siles Zuazo debió enfrentarse a una operación similar del mercado internacional que terminó destruyendo la economía nacional.

Es posible que el autor del artículo comentado, recién haya terminado de leer un libro de alguno de los teóricos del libre mercado y esté convencido de que es, en materia económica, lo más democrático que pueda imaginarse cualquier persona racional. Y es posible también que él haya olvidado lo ocurrido hace casi treinta años. Lo que no puede eludir es la prueba de lo que ocurre en este tiempo. Bastará preguntarse, ¿cuántas veces ha debido intervenir el Estado para impedir el alza de los precios en el mercado nacional? Aparte de la ya onerosa subvención al diesel, se ha visto obligado a comprar alimentos en varias ocasiones, manteniendo sólida la economía familiar de los todos quienes viven en Bolivia.

Si las cosas se dejaban al ejercicio del mercado, estaríamos sumidos en una inflación que, una vez más, volvería a robarle su futuro al pueblo boliviano. Y no es una frase bonita. Es una realidad que nos quitaron el futuro durante dos décadas y más, a título de poner la economía en el campo libre del mercado.

Pero, Bolivia, puede ser un caso atípico. Las grandes democracias, como USA y la Unión Europea, viven en el derroche más despreocupado y satisfactorio, merced al mercado libre. Ni siquiera es así. El gobierno de George W. Bush, tuvo que intervenir con más de un billón de dólares –si, si, un millón de millones- para evitar la caída en picada de todo el sistema económico de Estados Unidos de Norteamérica. En la Unión Europea, la situación no es mejor; de hecho, es peor. Comenzó en Grecia donde, prácticamente, se ha iniciado una política impuesta por los financistas, consistente en reducir los costos y aumentar los gastos. Sabemos que es un absurdo, pero así funciona el sistema del libre mercado: recibes menos por lo que haces y gastas más por lo que consumes. Y Grecia es la primera pieza del dominó. Le siguen España e Italia, con lo que las grandes economías esperan detener la caída. Pero es sabido que, cuando comienzan a caer las tablillas del dominó, no hay forma de parar la corrida.

Así es que, ¿de qué ventajas del mercado libre se habla? Porque, cuando uno va a comprar frutas, verduras y otros alimentos a uno de los mercados de la ciudad, se encuentra con precios que subieron. La sola pregunta puede provocar que no le vendan y, a continuación, se encuentre con precios mayores en los siguientes puestos. No se trata de quienes venden. Hay un mayorista que es quien se lleva la porción más grande de la ganancia. ¿Eso es democracia? Nunca pudo haberse hecho una afirmación más contradictoria.


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