Análisis
Kastitución
Chile afronta un nuevo proceso constitucional que no ha tenido, ni de lejos, el seguimiento del anterior, que fue rechazado
Nos queda una última elección a mirar en este 2023: el plebiscito constitucional de Chile, agendado para el 17 de diciembre. Quiero que nos metamos ahí, y no solo porque escribí un libro que puede ser un genial regalo para las Fiestas. Lo que pasa en ese país debe leerse en clave regional, y cada vez más local.
Para empezar, si no te informaste sobre esto, incluso si te habías olvidado que había un nuevo proceso constitucional, tenés que saber que en Chile pasa algo parecido. El tema recién está levantando un poco de interés ahora, en la recta final de la campaña; durante el año pasó casi desapercibido. Algunos de los mejores analistas del país, de consulta habitual para este correo, ni siquiera lo están siguiendo. Eso dice mucho sobre el contexto en el cual se redactó la propuesta constitucional, a través de un Consejo dominado por la ultraderecha.
Esa es la primera paradoja: el reemplazo de la Constitución redactada en dictadura estuvo a cargo, principalmente, del partido que mejor representa su ideario, y que se opuso a un nuevo proceso. La segunda es que la aprobación del texto va a depender de quienes menos interesados están en estos ribetes de la política: los apáticos, desenganchados e indecisos que deberán definirse porque el voto es obligatorio.
Kastitución
“No hay nada que celebrar”. Las palabras de José Antonio Kast en la noche del 7 de mayo de 2023, cuando el Partido Republicano ganó la mayoría en el Consejo Constitucional, confirmaban el traspaso de la maldición. Hasta ese momento, la ultraderecha había logrado capitalizar el hartazgo con lo establecido, ese que supo aprovechar Gabriel Boric en las elecciones presidenciales de 2021 y antes las figuras independientes, mayormente de izquierdas, en la Convención Constitucional del primer proceso, que quedó enterrado en el plebiscito del 4 de septiembre del año pasado.
Ahora Kast podía correr el mismo destino: ganar por ser la mejor opción de impugnación, pero rápidamente ser rechazado a la hora de plasmar su programa. Con el 35% de los votos en la elección del Consejo, que le daba la mayoría suficiente e indispensable para bocetar la nueva Constitución, la ultraderecha estaba obligada a articular un proyecto y someterse a la ciudadanía.
Contaban, al inicio, con una ventaja: ya nadie estaba mirando. Con la inseguridad y la economía instaladas como las principales preocupaciones ciudadanas, el segundo proceso no entusiasmaba a ningún sector de la política y de la sociedad. La derecha ya estaba conforme con el texto de 1980. La izquierda había asumido la derrota del 4 de septiembre. La ciudadanía se encontraba –y se encuentra– desafectada.
Si el primer proceso había sido una consecuencia directa del estallido social, con una Convención de 155 miembros electos de manera paritaria, con fuerte presencia de independientes, este revela que Chile se encuentra en otro momento. El nuevo proceso contó con bases constitucionales (interpretadas por la izquierda como “líneas rojas”), una Comisión Experta designada por el Congreso para redactar un anteproyecto –un primer boceto, digamos– y un órgano electo, más pequeño: 50 consejeros, enteramente de partidos políticos. Ahí se coló el Partido Republicano.
La propuesta fue aprobada en noviembre con los votos de todo el campo de la derecha (otro dato regional: Chile Vamos, la coalición de centroderecha, se alineó casi automáticamente a la ultra). Los partidos de izquierda se opusieron con el argumento de que las enmiendas del Partido Republicano al texto de la Comisión Experta son radicales y confusas, y dejan una Constitución partisana, de derecha.
Algunos artículos que levantaron polémica:
El texto “protege la vida de quien está por nacer” y consagra el “derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión comprende, además, la objeción de conciencia, la que se ejercerá de conformidad a la ley”. Para los críticos, esta norma puede chocar con la ley de aborto en tres causales.
“La Constitución reconoce a los pueblos indígenas como parte de la Nación chilena, que es una e indivisible”. Esta última parte es una clara referencia al conflicto chileno-mapuche en el sur. Luego: “El Estado reconoce especialmente a las víctimas de terrorismo”, entre otras menciones al tema del terrorismo.
“La ley establecerá los casos, procedimientos, formas y condiciones del egreso o expulsión en el menor tiempo posible, según corresponda, de aquellos extranjeros que hayan ingresado al territorio nacional de forma clandestina o por pasos no habilitados”. Se procura, además, “que dichos extranjeros cumplan la referida pena en su país de origen”.
La propuesta constitucional también pide eliminar los impuestos (contribuciones) al inmueble “destinado a la vivienda principal del propietario”, una carga que hoy pagan principalmente las personas más ricas, y que se reparte entre los municipios más pobres.
Este tipo de enmiendas, especialmente las últimas tres, tiene para los analistas un sentido específico: apuntar al universo de votantes lejos de la política, poco informado, que no se identifica con ningún partido y que busca soluciones en cuestiones concretas, como la inseguridad. En septiembre, cuando viajé a Santiago para un reportaje publicado en Open Democracy, un dirigente del Partido Republicano me dijo que el texto debía ser de “sentido común”. Es una muletilla repetida por otras figuras, entre ellas Kast. “Antes que parecer de izquierda o derecha, tiene que tener cosas que le hagan sentido a la gente”, me explicó.
Esa gente, además, desde hace dos elecciones está obligada a votar por el reemplazo del voto voluntario, un movimiento que incorporó a más de tres millones de personas al juego. En los dos comicios con voto obligatorio –el plebiscito de 2022 y las del Consejo de mayo–, la derecha parece haber capitalizado la ampliación del terreno. Según estudios, se trata de votantes no identificados con el eje izquierda-derecha y conservadores en temas sociales. “Son personas que están preocupadas por su propia vida, y que no quieren más problemas. No les preocupa el aborto, el matrimonio homosexual, los quorum y la cantidad de diputados. Lo único que quieren es que la cosa funcione, que no haya delincuencia en la calle y sus hijos puedan jugar ahí tranquilos”, me explicó el dirigente. “Este votante no está leyendo noticias, se ocupa de su vida. Y cuando va a votar se informa ahí y piensa: ya, este gallo se portó bien, este mal, para allá voy”.
Una parte importante del resultado del 17 de diciembre se juega en estos votantes.
“Que se jodan”
Casi todas las encuestas pronostican una victoria del “En contra”, en el rango de 10 a 20 puntos. Sin embargo, en las últimas semanas la tendencia se acortó. El último tracking semanal de la consultora Cadem pronostica una derrota de la propuesta por 8 puntos; la semana anterior era de 17. La ultraderecha tiene chances de sobrevivir al plebiscito y dejar el sello en la Constitución.
El último hito de la campaña fue la aparición de un eslogan promovido por la campaña del “A favor” en la franja televisiva, llamando a acompañar la propuesta “y que se jodan”. “Que se jodan los que asaltan y nos tienen sumidos en el terror” o “que se jodan los que quemaron Chile” se escucha a los voceros de campaña, que apostaron a polarizar con el gobierno, que se ha quedado al margen de la campaña. El nuevo eslogan parece haber ayudado a la derecha, que busca atraer más atención en la recta final.
“Si el gobierno se involucra le juega en contra a la campaña para derrotar la propuesta”, me dijo un diputado cercano a Boric. “Hay una ciudadanía muy permeada por la antipolítica, da lo mismo del color que sea. La estrategia de la derecha es convertirlo en un plebiscito contra el gobierno”. El dirigente, que se mostró optimista aunque advierte sobre el cambio de tendencia, propone darle un giro a la campaña en la última recta: “Tenemos que confrontar más con la élite política, que está reflejada en la mayoría republicana en el Consejo”. Me hizo acordar a algo que me dijo Noam Titelman, cofundador del Frente Amplio devenido en académico, en una entrevista: “Hace cinco o diez años que en Chile hay una suerte de plebiscito sobre la clase política donde siempre gana el rechazo”. La élite es el otro.
Ambas opciones –A favor y En contra– buscan vender la idea de que, con su triunfo, el proceso se cierra. El gobierno ya se comprometió a que no habrá un tercer proceso en caso de que la propuesta constitucional sea rechazada. La derecha insiste en que la única manera de garantizarlo es con un triunfo el 17.
“El proceso ya no prende en la ciudadanía. Hay una lectura despolitizada en la sociedad sobre que la Constitución y las leyes no van a resolver los problemas. La Constitución ya dejó de ser el significante vacío que adquirió con la revuelta, que sucedió hace cuatro años. Eso se diluyó, se enfrió, y hoy la gente está en una posición mucho más inmediatista”, apunta el diputado.
La derecha llega al 17 desde una posición de poder: sabe que, aun perdiendo, las bases del modelo económico quedarán vigentes. El amplio campo de la izquierda llega desgastado por la erosión del mandato de las calles, y con un gobierno que apenas roza el 30% de aprobación. La mayoría de la ciudadanía seguramente votará sin la ilusión de que una nueva Constitución, con todo lo que eso significa, cambie mucho las cosas.
Hace unos años, el politólogo Juan Pablo Luna inventó un término célebre para describir el sistema de partidos chilenos, ese que tanto admiraban sus pares occidentales: la lechuga hidropónica. A la lechuga la ves solo desde arriba: en el Congreso, en la tele. Pero abajo, en la sociedad, no hay raíz. Está flotando en el agua.