Del abuso sexual y sus encubridores

El papa Francisco logró erradicar el problema, al menos el del encubrimiento, de forma radical aplicando simplemente el sentido común: todas las denuncias deben ser puestas en conocimiento de las autoridades civiles sin dilación

Era cuestión de tiempo que un escándalo por abusos sexuales estallara en el seno de la Iglesia Católica boliviana. Era pura probabilidad, pues prácticamente ha sucedido en todos los países hasta el punto de convertirse en la principal amenaza para la continuidad de la Iglesia a principios de siglo, cuando los casos explotaron como cadena afectando a grandes jerarcas por acción o por omisión.

Y es que el problema no era únicamente el abuso sexual, un crimen penal en todas las constituciones democráticas del mundo, sino el posterior encubrimiento. La Iglesia se ha empeñado por años en escurrir el bulto, en ocultar una realidad horrenda, un infierno, apelando a quién sabe qué sentimientos de pertenencia y a unos extraños razonamientos vinculados a la divinidad y la infalibilidad que nada tienen que ver ni con la Fe ni con las enseñanzas de Jesús.

El propio papa Benedicto XVI estuvo manchado por la vergüenza de haber formado parte de ese grupo de encubridores de abusos cuando era todavía el cardenal Ratzinger y que se descubriera fue una de las causas que le llevó a renunciar intempestivamente a su papado.

Su sucesor, el papa Francisco, logró erradicar el problema, al menos el del encubrimiento, de forma radical aplicando simplemente el sentido común: todas las denuncias deben ser puestas en conocimiento de las autoridades civiles sin dilación. ¿Qué otra cosa se puede esperar?

Efectivamente esto no es lo que ha pasado en Bolivia con la poderosa orden de los Jesuitas a la que por cierto también pertenece el papa Francisco. La revelación del diario del padre Alfonso Pedrajas donde describió más de 80 violaciones a menores parece ser una punta de iceberg pues de a poco se empiezan a revelar numerosas historias similares. Algunas de las mismas estallaron públicamente en Bolivia sin esperar la intermediación de un medio poderoso como el de nuestro homónimo en Madrid, pero no pasó nada.

Es inverosímil creer que nadie sabía nada de lo que pasaba con el padre Pedrajas en el colegio Juan XXIII, refugio por cierto de algunos de los más connotados frailes de los buenos años y tan ridículo es creer que Pedrajas ha sido el único de todos los curas en Bolivia que ha cometido abusos sexuales contra niños como creer que todos los curas son abusadores por el simple hecho de ser cura.

Hay que poner el ojo en el encubrimiento, en esa política que considera errores y no delitos los excesos cometidos por los del mismo bando y para lo que se prescribe oración y arrepentimiento. En Tarija, sin ir más lejos, hay casos abiertos de denuncias por abusos sexuales a seminaristas y de acoso sexual a estudiantes en una Universidad que se han saldado con algunas modificaciones de destino y cruzando los dedos: muy pocos son los que acaban llevando hasta el final un proceso penal en el moroso sistema judicial boliviano, capaz de desangrarte antes de recibir justicia.

Las denuncias son serias y ni la Iglesia Católica ni su pléyade de coristas pueden tratar de desviar la atención hacia la persecución política o esgrimir otros asuntos peregrinos. No es tiempo de debatir sobre el celibato. Es tiempo de depurar responsabilidades, sin más vuelta que la de la denuncia penal para todos los involucrados. Es tiempo de hacer justicia terrenal.


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