Publicación proporcionada por: Julio Inchauste
Concurso literario-histórico sobre La Fiesta de la Pascua en Tarija. 1950 Trabajos aprobados por el Jury Calificador (Primera parte)



VEREDICTO
El Jurado Calificador de los trabajos presentados al Concurso Literario-Histórico sobre la Fiesta de Pascua en Tarija, convocado por el H. Concejo Municipal, después de un atento estudio de los trabajos de referencia,
RESUELVE:
Otorgar el sitial de preferencia al relato «La Mañana de Pascua en Tarija», suscrito con el seudónimo de Nieodemo, tanto por su bella forma literaria como por su profundo contenido filosófico.
Declarar que, en estricto orden de méritos, ha correspondido el segundo puesto de honor a la composición «La Fiesta de Pascua en Tarija», por Molineño, y el tercero, a la intitulada «Fiesta de Pascua en Tarija», suscrita con el seudónimo de Don Juan del Guadalquivir.
Hacer constar que todos los acuerdos del Jurado han sido adoptados por unanimidad, antes de proceder a la apertura de los sobres que contenían el nombre de los autores, los cuales en el orden que se ha mencionado, son los señores Luis Echazú, Alberto Sánchez Rossel y Alberto Rodo Pantoja.
Dejar sin efecto la adjudicación del premio de un mil bolivianos, establecido en la Convocatoria para el mejor trabajo, porque la composición o composiciones merecedoras de este galardón, fueron publicadas con anterioridad al presente fallo. Tal el caso de «Mañana de Pascua en Tarija», que aparece en el Suplemento Literario de «La Razón» de 9 de abril del presente año, firmado por el señor Luis Echazú. y el de «La Fiesta de Pascua en Tarija», que se encuentra parcialmente publicada en el conocido libro «Tierruca Chapaca» del señor Alberto Sánchez Rossel.
Sugerir al H. Concejo Municipal, que la suma de un mil bolivianos a que se refiere la Convocatoria, sea invertida en la publicación de un opúsculo integrado por las tres composiciones antes citadas, como un valioso aporte al mejor conocimiento e interpretación de nuestras fiestas tradicionales.
En la ciudad de Tarija, a veintisiete de abril de mil novecientos cincuenta años.
(Fdo). Adolfo Piñeiro R.
(Fdos). Octavio Campero Echazú.
Octavio O'Connor d'Arlach.
Pablo Colodro Robles.
LA MAÑANA DE PASCUA EN TARIJA
Luis Echazú.
Es sábado de gloria. Y como siempre, antes mejor que ahora, ocurrió que la víspera de Pascua florida la ciudad presentara un aspecto pintoresco y movido, no sólo porque la gente va y viene en afán de compras para proveer a la cocina de los elementos indispensables con los que ha de componerse el menú del día siguiente, sino por la afluencia de campesinos, empeñados en hacer llegar a la casa de sus patrones los ejemplares escogidos de la majada corderil, cuya sazonada carne servirá para la preparación del confortable caldo que precede obligatoriamente, por tradición, a la famosa picana pascual, sabrosamente condimentada, forrada en cuero de vaca y asada al horno a fuego lento. Hasta bien cerrada la tarde, y aún avanzada la noche, el tráfago no cesa, y por las calles de la ciudad camina el campesino, venido de largas distancias rurales, llevando consigo la ofrenda de su mística devoción, el arco adornado de flores que ha de plantar en la plaza principal, con arreglo a la línea y distancia preestablecidas por la autoridad municipal para la procesión de Cristo Sacramentado, o bien, el campesino va arreando a esas pobres bestezuelas que lanzan de vez en vez enternecedores balidos como si supieran el destino que les espera en la olla hirviente, hierática en su inmutable crueldad.
En la noche y levemente arropados en cama, ya que la temperatura ambiente no permite otra cosa, no podemos conciliar el sueño y nos devanamos los sesos en busca del origen de la celebración de la fiesta pascual en la forma y manera tan típicas y exclusivas de los pagos tarijeños. La crónica escrita y la tradición oral nada nos dicen acerca de cómo y cuándo nació, y quiénes implantaron esa bella devoción que se cumple a través de los siglos con el intento de llenar el corazón, siquiera por breves instantes, de sentimiento cristiano, de fe y esperanza, sin que se mitigue por eso la tortura que nos traen nuestros recuerdos.
Sin duda, en algún punto de la España medioeval, se cultivó la costumbre de rendir el máximo homenaje al día de la resurrección del divino Maestro, después de conmemorar su sacrificio en los servicios litúrgicos de la Semana Magna, y fueron los conquistadores españoles quienes trasplantaron esa costumbre a la naciente villa de San Bernardo de la Frontera de Tarija, y la adaptaron a las modalidades del lugar.
Nada compendia mejor el significado espiritual de la fiesta, su acabada expresión de ternura y sus acentos arrobadores, que esa encantadora mañanita de pascua tarijeña, tan peculiarisima de la tierra, y de un contenido emocional tan hondo que a su presencia el alma se anonada y todo se convierte en pena. Su grandeza moral edificante, que va de lo filosófico a lo místico, de lo tradicional a lo histórico; su candorosa sencillez y su inasible y fugaz presencia reclaman para su descripción el canto inspirado del poeta, antes que los toques de esta pluma prosaica y burda. El cuadro es de tal magnitud que las pinceladas corresponden únicamente al artista asistido de numen poético. Es que esa santa y adorada mañanita pascual es toda ella poesía. Y si prescindimos del primitivo origen mosaico de la conmemoración pascual, que nos hace retroceder hasta el éxodo judaico, es fuerza llegar al apogeo romano en Jerusalén y presenciar allí cómo el amor de unas santas mujeres, que van en busca de los despojos amados, descubre el misterio de la resurrección. Y el misterio es poesía, y la resurrección es también poesía. Por eso, la mañana de pascua en Tarija llena nuestras pobres almas de misterio, de dolor, de pena y de poesía. Y es por eso también que su hálito purificador nos revive, y moralmente nos perfecciona y nos transforma. No somos ya los mismos, siquiera sea por breve interregno. Se diría que un hado bueno, impalpable, invisible, se cuela en nosotros para hacernos una visita introspectiva, espiritual con el sano propósito de ayudarnos a matar al lobo ancestral que llevamos en las entrañas de nuestro ser. Y esta es la tentativa del «renacer» que la mañanita pascual alienta en todos, el «renacer» de que habló el buen Jesús y que no fuera comprendido ni siquiera por sus propios discípulos, «para ver —dijo él— reino de los cielos». Pero, ¡ay! no somos dignos de que el reino de Dios «entre en nuestra pobre morada» porque ahí está el lobo. No ha muerto. Los efluvios espirituales de la mañanita divina sólo lo tienen aletargado. Nunca podremos «renacer».
Tal es el pensamiento obsesionante que pone tensos los nervios y no permite la llegada del sueño reparador. Toda la noche, casi en vela, estamos bajo la sugestión del pasado, del pasado cuyo recuerdo es dolor, es tristeza, es pena. El ruido de la calle, con el movido tránsito de los campesinos que concurren devotamente a cumplir promesas hogareñas, llega claramente a nuestros oídos y es anuncio de que la hora se acerca.
Son las cuatro de la mañana. De pronto se oye el bronco y solemne llamado en coro de las campanas de la iglesia catedral; pero no es el vulgar repiqueteo con el que de ordinario se anuncian los servicios religiosos. Ahora es un estruendo de cadencias graves y majestuosas, cuya sonoridad cubre el espacio de honda y severa armonía. Se diría que es la oración condensada de las generaciones del pasado y el presente, que, en canto coral, alado, se alza de la tierra, en esfuerzo desesperado de llegar al cielo, para pedir perdón por todos.
La invitación es conmovedora, y nadie se queda en cama, ni en su casa, y pronto la gente se pone en la calle. Allí, como en toda la ciudad, la atmósfera densa y tibia está saturada con el aroma de las flores silvestres que engalanan los arcos traídos por la devoción del «chapaco». La quietud atmosférica es tal que los fósforos ardientes arrojados por los fumadores, describen, sin apagarse, su parábola para consumirse en el suelo.
Llegamos a la plaza Luis de Fuentes, y allí vemos que las calles que la circundan están materialmente cuajadas de arcos, cuya calidad y adornos denuncian su procedencia. Así sabemos que los arcos colocados en los sectores del norte y del oeste se componen de cañas huecas forradas con hojas verdeclaras, largas y erectas, en forma de corneta, a las que llaman «payos», y son traídos de la cordillera cercana a Sella, Erquis, La Victoria y Bella Vista, y los que ocupan los sectores del este y el sud están engalanados con variedad de flores silvestres y con ramos de plantas aromáticas, principalmente de albahacas y provienen de los lugares de San Luis, Tablada, Tolomosa y Pampa Redonda.
El gentío se mueve en todas direcciones gozando con la plácida sensación de la quietud atmosférica y del perfume de la albahaca, de la azucena silvestre y de la rosa de pascua que exhalan los arcos; pero ahí mismo, en compañía de amigos y conocidos, en esa hora de semiclaridad plateada por la luz de la luna, algo nos inquieta y conturba, algo que pone angustia y soledad en nuestro yo. Será tal vez el recuerdo de los seres queridos, con quienes gozamos años atrás de las mismas emociones y de las mismas inquietudes de esta bella mañana, el que trae sentimientos de orfandad y quebranta nuestra alma. Ya no están aquí ellos, familiares y amigos, para participar, como antes, del placer común, de la fruición común, hogareña y amistosa, que nos depara la fiesta pascual. Hace tiempo ellos se fueron para no volver más.
Nuevamente las campanas catedralicias difunden su canto sonoro y grave, para anunciar ahora la salida de la procesión. Una multitud compacta de hombres, mujeres y niños de la ciudad y el campo, llena la calle y avanza lentamente. Al final del gentío, el sacerdote- camina bajo de palio, portando el vaso sagrado con el contenido de la divina forma. Una banda de música rompe el silencio de la unción colectiva y echa al vuelo los acordes de una marcha parecida al himno inglés: «Más cerca de ti, Dios mío»; y con un comedimiento inesperado dos adorables y parleras campanitas mezclan al clamor de la banda musical sus vocecillas argentinas, claras y bien timbradas, diciendo ¡tilín, talán! ¡tilín, talán! Se hablan así, en un idioma monótono, pero dulce, que ellas sólo entienden, y se cuentan sus cuitas y subrayan, con la vibración de sus notas, los recuerdos del pasado secular.
El sacerdote ha llegado al final de la primera etapa procesional y deposita la custodia en el sitial magníficamente preparado en un ángulo de la bocacalle. La banda de música calla. El sacerdote se arrodilla y murmura una oración. Reina profundo silencio, y de lejos llega, con toda nitidez, el canto de un gallo. Surge entonces ante la visión colectiva la escena en casa de Caifás, en que la dulce mirada de Jesús hace correr lágrimas de arrepentimiento por las mejillas de Pedro, quien le negara por tres veces. Pero una obligada introspección a nuestra propia conciencia, descubre que todos somos Pedros impenitentes, porque, faltos de entereza moral, y frente al más leve peligro, no vacilamos en negar la verdad, es decir, a Cristo, y no lloramos de eso ni nos arrepentimos nunca.
El sacerdote canta un versículo litúrgico en latín y concluye repitiendo la palabra «aleluya». Un monaguillo o acólito, que toma parte en los servicios religiosos, ubicado a cierta distancia y acompañado de los acordes de un pequeño armonio transportable, contesta al sacerdote cantando también en latín; pero lo hace con vocecilla aguda y destemplada que no está a tono con la solemnidad del acto. Ocurre entonces una cosa maravillosa y singular. De los naranjales de la plaza Luis de Fuentes y de las arboledas circunvecinas se alza, a manera de plegaria celestial, el cántico cristalino de millares de pajarillos, entre los que predominan por su dulce trino las chulupias y los jilgueros, dejando en flagrante ridículo al canto del pobre monaguillo. Este acto, fuera de programa, contribución espontánea de la fauna volátil canora al esplendor de la fiesta, pone acentos de sublimidad, de recogimiento y de grandeza espiritual al despertar de la mañana.
El sacerdote ha levantado del sitial la custodia; la lleva con unción a la altura del pecho, para que esté más cerca de su corazón; se acoge bajo el palio, y la procesión se pone en marcha. Y así, hace el recorrido de la plaza por la calle cubierta de los arcos florales, con breves descansos en los sitiales ubicados en las bocacalles, en los que se repite el ritual de los cánticos de aleluyas en acción de gracias por la resurrección del Señor.
La procesión está ya camino de regreso al punto de partida. La banda de música difunde su himno sonoro, interpolado por las notas finas y penetrantes de esas campanillitas parleras, tan sentimentales como evocadoras; todavía llena el espacio la augusta sinfonía del consorcio de las aves canoras, y un vientecillo tibio del sud diluye en la atmósfera el perfume de la albahaca y de la rosa de pascua. Del oriente fluye una luz suave que va ganando el domo del cielo. La luna,- testigo milenario de la tragedia del Calvario, empalidece, y está a punto de hundirse tras la cumbre del Chicmuri. Poco a poco las estrellas se desvanecen en el éter y nuestro espíritu se siente morir al ritmo de la agonía cósmica. Pero luego la luz oriental se hace más intensa, y ahora, sobre un fondo plateado de nácar, orlado de pinceladas rosa-pálidas, la bella alborada sonríe a la tierra.
La procesión va a concluir. Desde el pórtico del templo, el sacerdote, vuelto hacia el público, se prepara para dar la bendición. La multitud se postra de hinojos. El sacerdote eleva en alto la custodia, en cuyo centro esplende la albura de la sagrada forma, para hacer con ella el signo de la cruz; pero en ese momento el sol, que ha ascendido, con soberana gloria, a la línea del horizonte, se oculta avergonzado detrás de una nube, o es más bien, que la nube ha tendido, compasiva, su albo cendal de niebla para evitar la competición, tan desigual como absurda, entre los rutilantes rayos del astro rey y los divinos efluvios de «la luz del mundo».
La bendición sacerdotal ha puesto fin a la fiesta pascual. El gentío se dispersa por todos lados. Nos encontramos solos; nos sentimos solos estando aún en medio de amigos; nos quebranta la pena. La mañanita encantadora, pero cruel, se ha ido dejándonos con el agobio de la tristeza y el dolor, dejándonos sólo con nuestros recuerdos, que nos llevan al camino recorrido desde la niñez hasta cerca de la tumba. El dolor, la pena, purifican el alma. Bien venidos sean. El dolor es llama que funde el egoísmo, mata la ferocidad de nuestros instintos, conduce al desasimiento, a la evasión del ser y realiza el milagro de nuestra transfiguración. En el corcel del dolor podemos hacer el viaje, con pasaporte limpio, de la tierra al cielo.
***
La gente que gusta del placer de aspirar el aire puro y perfumado de la mañana, y de recorrer la plaza Luis de Fuentes admirando el señorío poético y la prestancia de sus arcos florales, se ha marchado, y se ha marchado malhumorada, y con razón. No era para menos desde el momento que la banda de música, con una percepción embotada del buen gusto y del sentimentalismo del ambiente, comenzó a tocar dianas alegres y despampanantes, en discordancia absoluta con la depresión espiritual sentida por el público. Todos se marcharon, o quedaron muy pocos.
Los pájaros cruzan en bandadas la ciudad y se dirigen al campo. Será menester ir allá para dar alivio al decaimiento sentido. Sin duda, pensamos, en la campaña, el «chapaco» de suyo expansivo, estará en loca diversión festejando la pascua.
Allá nos encaminamos. Ya hemos atravesado los aledaños de la ciudad y ahora nos encontramos en campo abierto, donde se ve a grupos de campesinos, que sentados al aire libre, o metidos en casuchas o bajo toldos armados expresamente para celebrar la fiesta, toman ponches, y luego, hombres y mujeres forman ruedas, y unidos de la mano zapatean y dan vueltas,; teniendo al centro a un improvisado Paganini criollo, que toca en su violín una tonada monótona y doliente. No existe allí alegría, como suponíamos de contrario. Acabamos de comprender que la pascua campesina tarijeña no es fiesta de expansión sino más bien de reconcentración espiritual; no es fiesta de placer, propiamente dicho, sino de recogimiento, y sus manifestaciones de carácter psicológico interno se traducen al exterior mediante notas expresivas de dolor y pena. Por eso no hay bullicio, no hay juerga o jolgorio, ni otra clase de diversiones ruidosas; así como tampoco se oye el estallido de petardos, ni se ven, como ocurre comúnmente en vísperas de la celebración de cualquiera otra fiesta religiosa, esos inflamables cohetes voladores ¡que ascienden al espacio por propia impulsión y arrojan, con su estallido, puñados de estrellitas multicolores al cielo ennegrecido por la noche.
Nos acercamos a una rueda «chapaca», Las mujeres, decentemente presentadas, lucen el sombrero cubierto de flores, y en sus orejas cabalgan moribundos manojitos de albahaca. Los hombres se han quitado el poncho para actuar con holgura y prestancia en la danza. El violinista hace gemir a su instrumento, y los de la rueda zapatean rítmicamente, fuertemente, al unísono, arrancando al suelo voces broncas y cavernosas, como si la tierra, arrepentida de sus culpas, se golpease el pecho. La melodía quejumbrosa sigue interminable, mientras los «chapacos» y sus compañeras, sin perder el compás del zapateo, doblan el espinazo e inclinan la cabeza hacia abajo, y después de larga pausa recuperan su estación vertical para volver a su primitiva inflexión, y quedarse así un buen rato. Al observar esta actitud se pensaría que el «chapaco» queda sumido en profundas meditaciones y que filosofa in mente sobre los más densos problemas de la vida. Error. No medita, ni filosofa, ni piensa en nada. Lo que ocurre es que los gemidos del violín han penetrado en lo más Íntimo de su ser y han despertado al mundo dormido de sus recuerdos, y eso contorsiona de dolor a su alma.
Vamos hacia otro grupo. Aquí hombres y mujeres cantan en coro, y en su canto ponen todo el sentimiento y la tristeza de sus recuerdos. En sus coplas cuentan las amarguras del pasado y del diario vivir; sus odios, sus amores y la lejanía de sus esperanzas. Son expresiones espontáneas dictadas por el realismo del medio rústico de la campaña, en las que no faltan la hondura del concepto y la delicadeza del sentimiento poético.
No cabe observar más. Basta ver que el campesino tarijeño no usa en la celebración de la pascua, ni durante el tiempo que sigue hasta la fiesta de la Cruz, otro instrumento musical que no sea el violín, para convencernos del carácter grave, solemne y sentimental de sus conmemoraciones pascuales.
Vamos de regreso a la ciudad, y no obstante de encontrarnos ya a principios de otoño, se respira aún cálido ambiente, y los rayos solares desprenden un vaho quemante de la tierra apenas mezclado con el delicioso aroma de la flor de «churqui», traído por el hálito del campo. Las gentes pasan y nos saludan con amabilidad y respeto. Son campesinos que se retiran de la ciudad a sus pagos, y caminan silenciosos, con ánimo decaído y penoso. Será acaso porque la mañana, evocadora del pasado, se ha ido, dejando caer algo así como un crepúsculo de tristezas sobre su alma.
De pronto vemos venir a dos campesinos «chapacos», de luengas y venerables barbas, y cuyo solemne porte nos induce a creer que se trata de dos profetas de los tiempos bíblicos, escapados de algún lienzo de Rembrandt o de El Tintoreto; o bien que son auténticos discípulos de Jesús, que vienen de la ciudad deicida y van camino de Emaús. Y para que la visión de este último cuadro sea completa, imaginamos que luego ha de presentarse el divino Maestro y ha de saludarlos con su acostumbrada y dulce expresión: la paz sea con vosotros.
Pero, ¡hay! esa palabra—la paz—tiene la virtud de traernos del campo de la fantasía en que divagamos al de las realidades que palpamos; y ahora mismo, al escribirla y pronunciarla, no podemos menos que contemplar el panorama actual del mundo y sus apocalípticas perspectivas. La paz no existe. La paz no podrá existir, pese a los nobles esfuerzos de las Naciones Unidas y a las vanas seguridades que se dan entre sí los consorcios regionales, mientras la humanidad no cultive y eleve su moral y su espíritu a la altura de los progresos de su ciencia y su técnica; no podrá existir mientras no rinda sus armas, ante la fraternidad universal, la ideología materialista estatal, mil veces vencida a través de la historia, y ahora en pugna con la concepción cristiana de la vida y los principios de libertad y dignidad humanas; mientras no se rompa la cortina de hierro carcelaria y se liberte a las naciones encadenadas de la Europa oriental; y, finalmente, mientras no se mate alli, en su propia guarida, a la bestia de las estepas asiáticas, la que, en su ambición imperialista de dominio mundial, se presenta sanguinaria e irreductible, dispuesta a asaltar a los pueblos y naciones del occidente para esclavizarlos y devorarlos.
Y por lo que hace a la paz individual que anhelosamente perseguimos para aplacar las angustias que torturan nuestra vida, sólo podremos alcanzarla cuando, piadosa, nos despida con su beso frío, la muerte.
Luis Echazú.
—N1CODEMO—
Tarija, 8 de abril de 1950
LA FIESTA DE PASCUA EN TARIJA
Alberto Sánchez Rossel.
Es indudable que la festividad de Pascua en Tarija tiene su origen en la época del coloniaje. Conjuntamente con su idioma y su religión, nos trajeron los españoles las prácticas, ceremonias, características de las fiestas que, como expresión del misticismo cristiano, eran tradicionales ya en la vieja España. Empero, la celebración de la Pascua en esta ciudad difiere notablemente del resto de la República. Cómo explicarse este hecho? Preciso sería realizar pacientes investigaciones en busca de una autorizada y satisfactoria respuesta a la interrogante. Ya tendremos otra oportunidad para ello. Por ahora nos limitamos a una rápida descripción de la festividad pascual en nuestro pueblo.
La Pascua en la Ciudad
Ha concluido la solemne gravedad de los días santos. El pueblo tarijeño, profundamente católico en todas sus capas sociales, que ha vivido momentos de hondo recogimiento espiritual y fervor religioso, se apresta a la celebración de la Pascua.
En la noche del Sábado de Gloria tiene lugar la «feria». Más, en qué consiste ésta? Veámoslo: desde luego, de feria no tiene sino el nombre; pues no se trata de un mercado de compra—venta de ganado o productos, de exposición, muestra o algo semejante, sino simplemente de una concentración popular con fines de jolgorio y de fiesta. Posiblemente en épocas lejanas se realizaban verdaderas ferias que poco a poco han degenerado hasta quedar de ellas sólo el nombre.
La «feria» tiene por escenario un lugar apartado, en los suburbios de la ciudad. El próximo pasado año alguien tuvo la peregrina ocurrencia de trasladarla al centro mismo, en una de nuestras principales avenidas. Las deplorables consecuencias de esta innovación hace presumir que tal ocurrencia no ha de repetirse. Pues bien; como la «feria» no es sino un extraordinario comercio de bebidas alcohólicas, la Municipalidad ha venido gravándola con patentes de recaudación directa o en forma de licitación. Con la oportunidad debida se alquilan, generalmente en remate de puja abierta, los «sitios»; así se les llama a los espacios de dimensiones determinadas en donde se establecen puestos de expendio.
Los preparativos de la «feria» comienzan en la tarde del sábado. Bajo de improvisados techos, toldos y carpas, se instalan las tiendas. Para su ubicación no se toma en cuenta la simetría; se levantan caprichosamente; las hay de todas dimensiones y de absoluta variedad en cuanto a presentación y confort. Desde amplias cantinas con «paceña al hielo», whiskies «importados» y vinos «San Pedro», «Frigerio» o «Lema», hasta humildes tenduchas destartaladas en donde se expende el proletario «canelaú» con repugnante tufo a infames destilados de chancaca, azúcar o trapos viejos y que se venden bajo el rótulo de «singani puro de uva». (Perdónesenos una digresión y una pregunta: los productores de estos tóxicos no merecerían la sanción correspondiente a tentativa pública de homicidio por envenenamiento?).
Desde las ocho de la noche va llegando gente a la «feria». Grupos de chapacos lujosamente ataviados. Ellos con su poncho rojo—obscuro, pantalones de bayeta, sombrero de anchas alas, ojotas con hebillas de plata y pañuelo de seda al cuello. Ellas con mantas españolas de seda floreada, amplias polleras de terciopelo u otro género igualmente costoso; blusas livianas, vaporosas, adornadas de cintas y encajes, abarcas de charol y la infaltable flor en la oreja. Cada grupo tiene su «violinero» propio; por lo general es un joven chapaco tan diestro en el manejo del violín como en el «contrapunto». La clase obrera y la servidumbre doméstica concurren en pleno. Donosas «mochas de casa grande», que logran burlar la severa vigilancia de la patrona, dan con su presencia el matiz tentador y atractivo. También se hacen presentes numerosas «cuerdas» de adolescentes en procura de francachela y aventura. Y, por supuesto, los «viejos verdes» aprovechan ocasión tan propicia para poner en evidencia sus arrestos donjuanescos. En resumen: es la «feria» una fiesta popular de «trago y baile» de la que participan todos los sectores sociales; unos como actores y otros como simples espectadores.
A media noche la «feria está que arde». Se respira un pesado y caldeado ambiente de polvo, humo y alcohol. En las tiendas de primera clase, improvisadas orquestas lanzan las estridencias de las «piezas de moda»; más allá vibra incesante en los violines la dulce tonada de Pascua; los chapacos cogidos de las manos bailan la «rueda» al son del instrumento. Por acullá guitarras y mandolinas ejecutan cuecas y «bailecitos» coreados por bien templadas voces, mientras las bailadoras lucen su donaire al ritmo del jaleo frenético de los espectadores. La única nota típica la dan los chapacos. Ellas con la «manta al pescuezo» y ellos con el «sombrero alentau», tomados de las manos, zapatean rítmicamente al compás del violín; el chapaco que ejecuta se ubica en medio del ruedo. Es un zapateo menudo, ligero, persistente. La «rueda» se extiende, se ensancha, se agranda. los cuerpos cimbrean, se encorvan, se tienden...y nuevamente la «rueda» se estrecha, se comprime, se confunde en un solo haz humano...para desplazarse otra vez y estrecharse luego bailando en círculo y sin que el zapateo cese un instante. El tosco arco arranca al pequeño violín notas suaves, dulces, ágiles, nerviosas...en tanto que las exclamaciones de júbilo se mezclan en voluptuosa algarada: «Ancha la rueda compaagre»...«Pa’ la Izquierda pa’ que no se pierda»... «Saque ese pecho comaaagre»... «Levante las tabas compaaagri»...
Y entre el incesante y rítmico zapateo, las coplas emergen cantadas a coro por los varones:
Dame tu mano vidita
siquiera la agarraré...
aunque soy medio moreno
quizás no la mancharé...
A una voz responden las mujeres:
Agárrate de mi mano
si es eso lo que queris...
pero no jurguis el codo
ni menos me lo apretis...
La fiesta continúa hasta el amanecer. Al toque de las campanas que llaman a misa y procesión de Pascua, el gentío se dispersa. La «feria» ha concluido.
Los “Arcos” y la Procesión
Los «payos» con la pintoresca vestidura de sus grandes hojas de colores verde y blanco; las «rosas de pascua» de pétalos amarillo—obscuros, fragantes y sedosos, las albahacas, lozanos ramilletes de embriagador perfume, las «alantuyas», «congonas», «verbenitas» y tantas otras flores silvestres de encendidos matices, envuelven y cubren largos y delgados palos, cañas «bravas», huecas y flexibles ramas de sauce formando gigantescos bouquets tejidos por la mano habilosa de la chapaca. Son los «arcos», la ofrenda de perfume y colores de las vegas con que nuestro campesino materializa la expresión de su amor, fe y ternura a Cristo redivivo.
Desde apartadas regiones de la campiña van llegando los chapacos a la ciudad con el «arco» a cuestas. Los más grandes y frondosos son colocados a las puertas y en los atrios de los templos. Los demás enclavados en todo lo largo de las calles «La Madrid» y «General Trigo» y alrededor de la Plaza «Luis de Fuentes» por donde hace su recorrido la procesión.
Son las cinco de la mañana. El repiqueteo de las campanas de la Catedral que llaman a misa, atruena el ambiente. Concluida ésta comienza la procesión. Participan de ella millares de personas. Las asociaciones religiosas, formadas por damas de nuestra sociedad, asisten en corporación portando sus estandartes y símbolos distintivos. Instituciones católicas juveniles entonan cánticos de circunstancia. Las mujeres en general van musitando plegarias. Campanillas de diferentes tonalidades tintinean simultáneamente. Los sacerdotes a toda voz modulan sus preces litúrgicas. Las calles están materialmente atestadas de abigarrado, compacto gentío. No sería exagerado decir que un verdadero enjambre humano se mueve ondulante. Bajo el Palio bordado en oro y plata, y cuya conducción se la disputan centenares de varones, brilla el Cáliz en manos del sacerdote. El chapaco, prendido de su «arco» para defenderlo de la rapacidad de los chiquillos, tiene reflejada en el fulgor de sus ojos la infinita emoción de su alma cuando los símbolos sagrados pasan por debajo del «arco» sagrado que ofreció a Dios...
Incomparable mañanita de Pascual!
La suave y sedante frescura de la brisa. El perfume del ambiente impregnado de la fragancia de las flores silvestres y del incienso. El espectáculo fascinante de los «arcos» floridos, de policromía indecible. Los fulgores radiantes del sol que nace... La dulce y emocionada tristeza del sutil e indescriptible desasosiego que embarga el espíritu al roce de la evocación y la añoranza... Incomparable mañanita de Pascua preñada de encantos y de embrujos...
¡Los tarijeños te llevamos metida muy hondo en el alma y tu recuerdo lejos de la tierra querida empaña con lágrimas de ternura los ojos!!...
El “Asalto a los Arcos’’
Concluye la procesión y la concurrencia se agrupa en la plaza principal donde una banda de música «toca la diana», y nuestras damitas lucen su gracia, prestancia y belleza.
Centenares de chiquillos preparan el «asalto a los arcos». Los más fuertes y corajudos ofician de dirigentes. El éxito radica en la decisión de todos y cada uno; las patrullas de ataque son, pues, cuidadosamente seleccionadas por el jefe. Los guardianes del orden público que actúan como cancerberos, son objeto de burlas e inofensivas picardías de los mozalbetes. Con el mayor disimulo van acercándose los grupos a «la presa»; pues, de antemano se distribuyen los «objetivos». En un momento dado y a una señal convenida se produce el «asalto». A los gendarmes les falta ojos y manos. Al final se dan por vencidos. Los «arcos» se resquiebran en manos de los «asaltantes». Cada cual lleva su alícuota parte; pero no siempre el reparto satisface a todos... y comienza el entrevero a puñadas. Todo pasa rápidamente y sin mayores consecuencias que alguna contusión, un «ojo en tinta» o «tomadura de chocolate» (léase hemorragia nasal).
Este es el episodio final de la incomparable mañanita de Pascua tan emotiva, tan honda y entrañablemente nuestra.
La Pascua en el Campo
En toda la campiña tarijeña se celebra la Pascua, los chapacos que vienen a la ciudad para participar de la «feria» o trayendo «arcos», regresan a sus pagos tan pronto como concluye la procesión. En largas caravanas, algunos a pié y otros a caballo, emprenden la marcha de retorno entonando coplas lugareñas.
La música de Pascua, que difiere en su modalidad de una región a otra, tiene dos matices fundamentales. Uno es pausado, cadencioso, con un dejo de agridulce tristeza. El chapaco lo entona con voz suave, emocionada, cual si los versos brotaran del corazón, tiernos, hondamente sentidos... Es música exclusiva para acompañar al canto. Se entona la copla intercalando el «remate»;
Dicen que las penas matan
yo digo que núes así...
Ninguna Pascua es tan linda
como la miya.
Que si las penas mataran
ya me hubieran muerto a mi...
Ninguna Pascua es tan linda
como la miya.
Como la miya, como la miya...
Salgo al anochecer, güelvo de diya.
La otra tonada es ligera, nerviosa, vibrante. Se canta a tiempo que se zapatea al compás del violín; no tiene «remate»:
Pa’ la Pascua y pa’ la Cruz
tengo que volver...
A ver estos lindos pagos
donde dejo mi querer...
El aquerenciamiento chapaco está de fiesta.
Fervorosamente católico como es el campesino asiste con profunda unción religiosa a las solemnidades de Semana Santa. Después de tres días de recogimiento espiritual, el alma sencilla del chapaco que estuviera apretujada de congoja, se abre en desbordante entusiasmo de jolgorio y de fiesta. La casa de la «comagre» Estefa se ha engalanado. Los implementos de labranza descansan en un rincón. Grandes «virkis» de chicha están cuidadosamente cubiertos en el corredor. En el «fogón» se asan a fuego lento costillares de cordero...
El chapaco está de fiesta. Fuera el arado. Lejos palas y picos. Que descansen las «yuntas de güeyes... Suene el erke, lance al cielo sus voces «la caña», redoble incansable «la caja», vibre incesante el violin... ¡La Pascua ha llegado!!...
Y en esa explosión de eufórica alegría y frenético entusiasmo que son las fiestas chapacas, las coplas chocan y se entrecruzan en el apasionado vaivén del «contrapunto»:
Muchu te quiero vidita,
muchu te tengo pasión..
Reciencito yo hey llegado
de andar ausente...
Estoy en abrirme el pecho
y entregarti el corazón...
Reciencito yo hey llegado
de andar ausente.
De andar ausente... de andar ausente...
con mi ausencia pago a todo
tené presente...
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Tu corazón será miyo
el miyo será de vos...
Dende agora palomita
seré tu dueña...
Juntandu los corazones
haremos nido los dos...
dende agora palomita
seré tu dueña...
Seré tu dueña... seré tu dueña...
qu’el amor no se lo apriende
ni se lo’enseña...
En varias casas se expende chicha; los chapacos las visitan una a una. En todas reina delirante jolgorio y algarada.
Las «ruedas» se ensanchan y apretujan en incesante y brioso zapateo, vibran nerviosos los violines y afloran las coplas cantadas a coro. Bromas picantes, chascarros de agudo ingenio, oportunos refranes, requiebros amorosos... se atropellan y confunden entre exclamaciones y carcajadas. Bullicio, algarada, entusiasmo en creciente desborde, todo eso son las fiestas de Pascua en el campo; eclosión eufórica de una raza pletórica, abierta a los más nobles sentimientos, arrogante y altiva, con sangre hispana—tomata en las venas y fuego moruno—andaluz en el corazón...
Pero bien... aquello «era» La Pascua
¡Si! La Pascua fue hasta ayer una de nuestras fiestas más típicas, de mayor colorido vernacular, de más acentuado sabor terrigeno. Pero hoy, apenas si es una sombra de lo que fue. Lo hemos comprobado con el corazón estrujado de tristeza. Aún queda algo de lo que era la Pascua, pero queda lo peor: la famosa «feria», estúpido y vengonzoso exhibicionismo de beodez oficialmente consentida. Ya ni siquiera subsiste la única nota típica: la «rueda» chapaca, con su violín, su zapateo y sus coplas. Porque los chapacos no concurren o concurren disfrazados. ¡Sí, señor! disfrazados con sombreros «Charcas—Glorieta», zapatos «Manaco» y casimires «Forno»; las chapacas no usan sombrero y, en su mayoría, ni manta; muchas han substituido las amplias polleras con faldas plisadas y las ojotas de ojalillos y hebillas de plata, con sandalias de medio taco... Es que tienen vergüenza seguir usando su traje primitivo? Sí, eso es, vergüenza porque en su ignorancia creen que deben ponerse a tono con los «puebleños», sentirse menos chapacos en la ciudad. Es que nadie les dijo nunca que ellos pertenecen a una raza que debiera ser orgullo de Tarija y que, contrariamente a los prejuicios que los dominan, debieran esforzarse por mantener incólumes su vestimenta, su música, sus bailes y demás expresiones vernáculas. Ojalá que esta tarea se la impusieran los maestros rurales en defensa de nuestro acervo folklórico.
La feria * debe desaparecer porque carece de sentido; es un atentado a la moral y buenas costumbres En su lugar podrían organizarse los domingos de Pascua, en el Stadium, concursos de danzas, música y bailes folklóricos, con la intervención de conjuntos exprofesamente traídos desde las diferentes regiones de la campiña. La Municipalidad debe tomar para sí esta labor; cumpliría una encomiable tarea en cuanto concierne a la supervivencia de las tradiciones que dan fisonomía propia a nuestro pueblo.
¡También han desaparecido los <arcos>!!...
La procesión de Pascua ha perdido su encanto y su embrujo con la ausencia de los gigantescos bouquets que otrora ofrecía el chapaco como expresión de su amor y su fe de cristiano. La procesión de esta madrugada tuvo cantos litúrgicos, asociaciones religiosas en corporación, con estandartes y símbolos; el gentío rebasaba las calles... ¡ PERO NO HABIAN «ARCOS», DIOS MIO!!.. Las calles están pavimentadas y ya no es posible enclavarlos en ellas..
Y en lo más Íntimo del dolorido corazón la voz de la evocación y de la añoranza exclamaba transida de tristeza:
«Esta no es la Pascua de mi tierra»!!...
Tarija, Domingo de Pascua de 1950
Alberto Sánchez Rossel.
Molineño