Del libro: Poetas Tarijeños, de Heriberto Trigo Paz. Año 1958
Eduardo Torres
Al promediar el siglo XVIII, llegaba a Tarija el caballero español don Diego Torres.



Al promediar el siglo XVIII, llegaba a Tarija el caballero español don Diego Torres. Era un hombre de carácter enamoradizo e inconstante, inclinado a vagabundear. Tenía imaginación y recitaba romances deliciosos. Quizá hacía versos...
En Tarija, don Diego sintió avivada la reminiscencia de su vida en la patria lejana, y, con «lágrimas de recuerdo», añoraba a la bella Andalucía, su tierra natal. Pero consolábase frente al «pequeño Guadalquivir» americano, tan parecido al «gran Guadalquivir» español; y, según una antigua referencia, gozaba en el prado florido, aqueste valle dichoso, donde vivir es de gloria, porque, si al arbitrio lo dejaran, nadie, que lo conociera, viviría en ningún otro.
En estas tierras de Indias, don Diego relacionóse con doña María de la Vega. Casóse con ella. Y no más emigrar.
Un día de septiembre de 1770 nació, de ese matrimonio, una robusta criatura, a la que bautiza' ron con el nombre de Eduardo.
Las costumbres patriarcales, imperantes a la sazón en el pueblo, primaron en la formación de Eduardo Torres. Su madre era mujer animosa, inteligente, pero de pocas letras. Su padre le enseñó a leer y escribir, y también rudimentos de gramática y aritmética. Por otra parte, el niño sentía el más grande placer escuchando a su padre relatarle recuerdos de sus viajes por el mundo y episodios de la España eterna.
Cuando Eduardo llegó a la edad adecuada, sus progenitores le enviaron a proseguir estudios en Chuquisaca. Aprovechó bien su tiempo.
Doctorado en Leyes en la famosa universidad mayor, real y pontificia de San Francisco Xavier, regresó a Tarija.
En la villa casóse con doña Micaela Murillo, mujer de singular belleza. El matrimonio tuvo dos hijos: Ricardo y Avelino. Ambos cursaron estudios — como el padre — en Chuquisaca, y allí recibiéronse de abogados.
Nieto de don Eduardo es don Belisario Torres, mayor de ejército (R.), que, como militar, tuvo patriótica actuación en las guerras del Acre y del Chaco.
En lo físico, Eduardo Torres fue un hombre alto, espigado, de ancha y despejada frente, de ojos claros y de tez blanca. Bien barbado, lucía largas y pobladas patillas.
Vestía con pulcritud, por lo general levita.
Caminaba con aires de solemnidad, y hablaba con tono enfático.
De carácter alegre y bromista, era inclinado a las fiestas y gustaba del buen vino, especialmente de aquel que se elaboraba en la región de Concepción.
Muy sociable, era amigo de todos. Se enorgullecía — y con razón — de ser uno de los amigos *«más íntimos» del marqués Campero.
Su figura fue popularísima en Tarija.
Hay aspectos de la vida política y militar de Eduardo Torres que no podemos soslayar.
Él era un realista convencido y de buena ley; y, como tal, un servidor leal y abnegado de la Corona española.
Reprimidos, cruel y sangrientamente, los levantamientos emancipadores de Chuquisaca (25 de mayo) y de La Paz (16 de julio) del año 1809, el general José Manuel Goyeneche permaneció algún tiempo más en la «cuna volcánica de la revolución americana». Cumpliendo órdenes del virrey de Lima, Goyeneche se había trasladado desde el Cuzco al Alto Perú a la cabeza de un ejército «expedicionario», a «sofocar la rebelión». Por extensión, Goyeneche tenía para el Alto Perú, las potestades de emergencia que la Junta de Sevilla otorgó a los virreyes.
Cierta tarde, el jefe español recibía, en la sala principal de la Audiencia, la visita del «diputado por el ilustre Cabildo de Tarija», don Eduardo Torres, que hizo viaje expreso para tratar con aquél «asuntos de importancia relativos a esta provincia».
Goyeneche accedió a los pedidos del representante tarijeño. Agradeció los votos de lealtad a la «causa española». Y, gratamente impresionado por la «competencia del señor diputado» — competencia de la que él tenía noticias, y «ahora pudo apreciar de cerca» — pidióle aceptar el cargo de alguacil mayor de la villa de Tarija, «con derecho hereditario para sus sucesores». Torres aceptó el cargo, y, a su regreso a Tarija, tomó posesión ante el congreso capitular en pleno.
Entretanto, los levantamientos populares, las rebeliones inconexas, alcanzaban difusión y proporciones contra la dominación tricentenaria de España en América.
El alguacil mayor de Tarija organizó unidades militares, especialmente de caballería, y con ellas tomó parte en varios combates y batallas en favor de la Corona española: Concepción, Río Blanco, Cinti, Chichas, Oruro ... Como capitán del célebre regimiento «San Carlos», combatió contra las fuerzas patriotas hasta la retirada de Challapata. Allí, su escuadrón de caballería quedó «sumamente reducido», por lo que «fue agregado a otros cuerpos del ejército» español. El capitán Torres pasó a desempeñar las funciones de Ayudante de Campo del general Joaquín de la Pezuela.
En la provincia de Tarija, los patriotas tomaban posiciones y no daban tregua a los realistas. Eduardo Torres regresó a su villa. Organizó y equipó «a su costa» un escuadrón, y, en unión de don Gerónimo Villagra, dio batalla a los patriotas que «amenazaban tomar esta ciudad» (Tarija). Venció. Aceleradamente reorganizó sus unidades. Aumentó sus efectivos y su potencial bélico. Su bien probada voluntad, no aflojaba. Y fue al alcance de las fuerzas patriotas que se disponían a avanzar sobre Tarija, desde diversos puntos. Duros combates libráronse en Padcaya, San Agustín, Rumicancha y otros lugares.
Victorioso una vez más, Torres hizo su ingreso a la capital. Dio garantías a todos. Volvió la paz a la villa, y se creía que estaba asegurada por siempre.
A mediados de 1812, Eduardo Torres recibía el nombramiento de «gobernador de la provincia de Tarija», atendiendo a «sus esmerados servicios, inteligencia y sagacidad». Sucedía en el mando político y militar al coronel Melchor José de Lavin.
El último virrey que tuvo el Perú, don José de la Serna, al retirarse de Tarija hizo los más «entusiastas elogios» de don Eduardo Torres, que — dijo aquél — «manifestó en todos sus actos singular talento y habilidad». Patentizó sus expresiones dando a Torres «amplios poderes» y comisionándole para «dirigir todas las operaciones políticas y militares de la provincia».
Pero los patriotas de Tarija no dormían. Ya antes (16 de julio de 1810), secundando a Buenos Aires levantáronse en armas y proclamaron la emancipación, reorganizaron el Cabildo y acreditaron diputados al Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Poco tiempo después, las fuerzas realistas retomaron la plaza.
El año 1817, la capital tarijeña era ocupada por los patriotas argentinos y tarijeños. Don Eduardo Torres cayó prisionero, y, con chaleco de cuero, fue conducido a Tucumán. Allí, en la prisión, murió, en 1818.
Cronológicamente, Eduardo Torres es el primer poeta tarijeño.
La literatura colonial en Tarija está por descubrirse. Por tradición, por noticias y por algunas piezas incompletas que han llegado hasta nosotros, creemos que no debe ser desestimada. Su más abundante expresión está en la obra de los sacerdotes católicos, especialmente de aquellos misioneros que se internaron en el territorio del Chaco a adoctrinar indígenas en la fe de Cristo. Ellos escribieron en prosa y en verso, relatando sus viajes, describiendo la naturaleza, los lugares, las personas, las cosas, nuevas para sus ojos. Tenemos noticias que en la biblioteca del convento franciscano de Tarija existen, o existían, buenas pruebas de aquello.
De Eduardo Torres, poeta, es muy poco lo que ha llegado hasta nuestros días. Don Tomás O’Connor d’Arlach lo menciona como al «querido y popular poeta» tarijeño, «uno de los más notables del siglo XVIII», «cuya fama de inspirado vate estaba en todas partes». Y agrega: «A una virtuosa africana, llamada Alejandra, ejemplo de lealtad y nobleza, a quien conocimos en la casa materna, y a quien jamás olvidará nuestro corazón, oíamos repetir, allá en las dulces veladas de la infancia, muchísimos versos de Torres, y le oíamos decir — pues ella le conoció personalmente — que era notable la facilidad con que don Eduardo los improvisaba en un banquete, en cualquier acto público y hasta entre amigos en una conversación familiar».
Y así debió ser.
Pero hay que advertir que Torres no sólo era poeta galante que hacía versos que traducían los secretos del alma y del corazón, sino que su estro poético estaba condicionado, particularmente, al momento político que se vivía en América.
Las referencias que he dado en líneas precedentes sobre aspectos de la vida política y militar de Eduardo Torres, nos sirven como antecedentes para apreciar su producción poética, con la dirección anotada.
Y aún más. Recuérdese que a principios del siglo XIX la larga maceración social americanista se manifestó en un movimiento que vino siendo anónimo y que, poco después, estalló en guerra: la de la emancipación.
Siendo la Colonia realidad concretada al correr de tres siglos, nada extraño era que algunos criollos, «blancos españoles», se aferrasen en su defensa, frente a la americanidad naciente, gestora de nacionalidades autónomas, de repúblicas «libres e independientes».
El hombre tarijeño de aquella época mostróse Inquieto y activo por la causa republicana. El ambiente estaba iluminado por la chispa de la libertad. En el pueblo fermentaba la idea libertaria. Por doquier escuchábase apostrofes a la Colonia, al régimen colonialista, a la Corona española, al lado de la arenga patriótica, las proclamas republicanas, etc. Alegatos vibrantes, panfletos, versos, orientaban y expresaban el derecho de los pueblos americanos a gozar de libertad e independencia.
Todo eso soliviantaba más y más el espíritu del pueblo por la aspiración política autonomista.
Frente a aquello, el poeta Eduardo Torres — que sentía que en sus venas ardía España — levantóse y dijo unos versos sentenciosos, sugerentes, de los que, lamentablemente, sólo fragmentos han llegado hasta nuestros días.
Los recogemos en seguida como la única producción en verso que hemos encontrado del primer poeta tarijeño.
VERSOS DE EDUARDO TORRES
¿Te alzas contra tu rey,
Legítimo soberano,
Das la obediencia a un tirano
Sin Dios, sin honor, sin ley?
¿Por qué, pues, con tanta zaña
Y con destemplanza tanta,
Combates la causa santa
De nuestra madre la España?
Maldices la aristocracia,
Mas, puede ser que algún día
Maldigas la tiranía
Que traiga la democracia.