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Del libro ¨Estampas de Tarija¨ 1574 - 1974

Qué lindas me parecían las calles de mi tierra!

Cántaro
  • Agustín Morales Durán
  • 20/03/2022 00:00
Del libro ¨Estampas de Tarija¨ 1574 - 1974
Estampas de Tarija Foto: Agustín Morales Durán
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LAS CALLES DE LA CIUDAD.

Qué lindas me parecían las calles de mi tierra!: rectas, limpias, alegres. En época de verano se cubrían de un verde tapiz tanto en veredas cuanto en calzadas, porque el empedrado de ambas era rudimentario, sin argamasa consistente; en las afueras o extramuros muchas calles no tenían ningún pavimento, por eso las hierbas crecían lozanamente dándoles un aspecto de campiña, un tanto abandonadas, pero aun así resultaban lindas para los pihuelos que se ocultaban en sus juegos.

En la primavera casi todas las calles eran alegradas por miles de golondrinas que se posaban en los alambrados dándoles un atractivo aspecto de hermosos collares blanquinegros; no las volví a ver así en ninguna otra parte. Ya para el verano aparecían miríadas de otros pajaritos amarillos que la gente los llamaba “chiutas”, seguramente por lo bulliciosos y parleros; no faltaban en algunas zonas grandes palomas torcazas que le daban otro colorido a los lugares donde se aposentaban; también volaban cardenales con su hermoso penacho rojo, “viente-fues” que presagiaban buena o mala suerte, polícromos colibrís o “quentes” como los llamaban y que iban chupando la savia de cuanta flor encontraban y así otras especies a cual más vistosas y alegres, porque no faltaban árboles y plantas en todas las casas.

CALLES PRINCIPALES.

Como yo vivía en el centro de la ciudad, las calles que más frecuentaba eran: la Comercio, también denominada “General Bernardo Trigo”, la de la Matriz (La Madrid), la General Sucre o de la Recova, la Santa Bárbara o Tomás Frías y después Daniel Campos, la Bolívar, Camacho, etc., éste era el límite de mis andanzas hacia la parte alta; por abajo hacia el río: la “15 de Abril”, Alto de la Alianza (después Virginio Lema) y más abajo estaba la playa o ribera del río; por el norte la General Narciso Campero o del Hospital y la siguiente paralela, “La Palma” después denominada “Aniceto Arce” y al último “Misael Saracho”; por el sur hacia los “callejones”: la calle “Santa Bárbara”, denominada “Tomás Frías y después “Daniel Campos”, paralela venía la calle del Convento o “Colón”, lindante con la plazuela “San Francisco”, más abajo la “Suipacha”, ésta prácticamente constituía la “frontera” de nuestras correrías. Claro que habían muchísimas otras calles más allá y en todas las direcciones; no se vaya a creer que aquellas eran las únicas calles de la ciudad, imposible, sino que siendo las principales formaban el centro, porque pasando de cierto límite, digamos 3 ó 4 cuadras de la Plaza principal, ya se consideraba un poco “lejos” y como otros barrios a los que se iba sólo cuando había necesidad.

Ya lo dije: las calles de Tarija, rectas, largas, relativamente anchas, con una extensión de norte a sur de más de 25 cuadras (desde el comienzo de la calle Bolívar en la Loma de San Juan, hasta el final del Prado) y de 14 cuadras en su parte más ancha (desde las barrancas aledañas al Panteón, comienzo de la calle Gral. Bernardo Trigo, hasta la ribera del río Guadalquivir). En aquellas épocas no se crea que tenían aspecto de un pueblo, de ningún modo, más bien resultaban animadas, casi siempre concurridas por el constante trajinar de gente, pues desde la madrugada con la presencia de beatas y personas piadosas que iban y venían a misa de las diferentes iglesias; luego cuando ya el sol aparecía por el naciente, se movilizaban campesinos madrugadores que llegaban del campo, vendedoras, amas de casa, sirvientas y cargadores con el afán de proveerse pan para el desayuno, agua y comestibles de la recova.

MOVIMIENTO CITADINO.

Más tarde, por el centro y desde diferentes latitudes aparecían los escolares, luego los empleados públicos, comerciantes, en fin, todos daban movimiento y animación a la ciudad, especialmente en su parte central; animación y actividad que no cesaba hasta después del medio día en que se notaba cierta tranquilidad mientras las gentes almorzaban o descansaban, pero en verano aún en estas horas se veía gente que iba y venía a los agradables baños en nuestro hermoso río.

En las tardes también el deambular las animaba, casi siempre se notaba movimiento en calles y plazas. A la “oración” y llegando la noche, eran los muchachos quienes daban bulla y vida, especialmente en las esquinas bien alumbradas, plaza y plazuelas, atrios de las iglesias y solares, con juegos y correrías, pero éstos terminaban temprano, porque en esos tiempos pasadas las ocho de la noche ya se consideraba tarde, aunque en las noches de retreta se prolongaban un poco más.

Realmente fueron pocos, por no decir contados los vehículos motorizados que transitaban por nuestras calles, habían algunos coches y camiones; recuerdo a los extraños “citroenes” de los hermanos Lema “ulupica” y “tiznao”, otros “essex” largos de los “gringos” Burris y alguno que otro que lo sacaban de cuando en cuando; pero el que más llamaba la atención, especialmente de los pequeños, era el extrañísimo y lujoso auto “Ford” modelo 1.927 del hombre más acaudalado de Tarija don Moisés Navajas, que aparecía muy rara vez, para trasladar a su dueño y esposa desde su principesca mansión hasta el mil- unanochezco “chalet”, su misterioso Parque propio o alguna de sus numerosas cuán herméticas quintas de las afueras de la ciudad. Este personaje merece una Estampa especial. También recuerdo a unos grandes camiones “White” de un “gringo” Gamba y otros de un señor Zanabria, que ingresaban haciendo bufar su estrindente motor y bocina.

Claro que el mayor movimiento citadino, aparte de aquellos motorizados y peatones, era el de los simpáticos burritos en los que nuestros gentiles chapacos traían las provisiones, leña y otras cargas; éstos no faltaban en las calles, plazas, y cercanías de la Recova; aparte de lindos y briosos caballos montados por gente más pudiente o viajeros hacia sus fincas; .tampoco faltaban en las mañanas algunas vacas y burras lecheras, llevadas por campesinas que recorrían de puerta en puerta ofreciendo “leche al pie de la vaca o la burra negra”, ésta como alimento medicinal para ciertos males que no llegué a conocer.

Resultaba interesante recibir “servicio domiciliario” de fresca leche, pues campesinas conocidas de los alrededores llevaban las ubres hasta el interior mismo de los patios caseros y ordeñaban en presencia de la clientela una espumosa y calentita leche para tomarla de inmediato; la leche de “burra negra” era ordeñada y vendida en unos vasitos chiquitos y seguramente por receta.

Para la “burrada y caballada” casi en todas las casas habían grandes corrales en las partes posteriores, especialmente en los barrios alejados, allí solíamos ir los muchachos traviesos a montar, jinetear y molestar a caballos, yeguas y burros. La mayoría de la gente tenía “en cuida” por las campiñas aledañas esos cuadrúpedos, para utilizarlos en viajes o cuando se presentaba la ocasión.

Me acuerdo que habían personajes conocidos y populares que siempre andaban a caballo aunque sea para ir a comprar algo o a la misa o para subir a la calle “ancha” a beberse unos “mates” de buena chicha; estoy viéndolo al “loco Morales” aparecer borrachito sobre su alazán por la Plaza y otros lugares, ya todos lo conocían, podía dormirse sobre el animal, no había ningún peligro; también habían otros temibles jinetes que daban sustos a la gente y a la chiquilada cuando hacían de calles y plazas pistas de carreras, entrando al galope, espantando a bípedos implumes y a pájaros o cuanto bulto encontraban a su paso; de todas maneras fueron lindos aquellos tiempos en que preferible era temer a un buen jinete, a ser atropellado por un carro.

LA FAMOSA “CALLE ANCHA”.

Esta antigua y una de las más largas calles de la ciudad, situada en la parte alta y que comienza desde las “goteras” del ingreso norte y remata en unos baldíos del extremo sur, con el nombre oficial de “COCHABAMBA’, posiblemente porque allí predominaban las fábricas de chicha, ese rico néctar de maíz bebido con fruición por todos los bolivianos desde la época de los incas, fue más conocida y llamada por el pueblo como “CALLE ANCHA”, seguramente debido a su amplitud, como que en efecto resultaba más ancha que las adyacentes.

LAS CHICHERIAS.

Desde cuando la conocí, de paso obligado para llegar al Panteón, se caracterizaba por la proliferación de chicherías, que por aquellos tiempos se las reconocía por las banderitas coloradas que acostumbraban colocar en el extremo de una larga caña a manera de saliente mástil, en las puertas de las casas donde se hacía y vendía chicha. Estas chicherías muy visitadas por habitúes a esa rica bebida y más aún para las fiestas, fueron casas generalmente amplias, con corredor, patio y corral de fondo; en los primeros se reunían los “tomadores”, mejor llamados “tunantes”, a los que se ofrecía asiento en largas bancas poniéndoles una mesita para las botellas y vasos; con frecuencia las “tomadas” daban lugar a interesantes tertulias o partidas de “taba”; pero si de fiesta se trataba, ya había compañía femenina, música de “caña”, “erke”, “caja”, “camacheña” o violín, según la época, armándose vistosas escenas de “rueda” y zapateo, claro que tampoco faltaban las “vihuelas” y entonces venía la “cuequiada” con estridente “tonkoreada” o gorjeo de zorzales criollos. Esto puede decirse en tiempos normales, pero con mayor incremento los sábados, domingos y lunes, infaltables lunes...

LOS “SAN LUNES”.

Cuando artesanos, empleados y chapacos iban a “mojar el gargüero” llegando a su auge en los famosos “San lunes”, cuando se hacía derroche de “cumplimiento” al llenar las chicherías y abandonar talleres, oficinas y trabajos, porque este día parecía constituir toda una institución lugareña; no había que perderlo sin copiosas libaciones o “barbasquiadas” de chicha; ahora para las fiestas, ni se diga, día y noche sonaban las reventazones de corchos desbordando la espumosa bebida amarilla para deleite de aquellos “puntuales” cofrades del “san lunes”; claro que con el tiempo tuvieron que irlo reduciendo gracias a las asiduas visitas de las patrullas policiales que buscaban desarraigar esa perjudicial costumbre; no sé si lo lograrían.

LAS CASAS ESPECIALES.

Para la gente de otros barrios, principalmente los “caballeros” del centro, existían casas y chicherías conocidas y de mucha nombradía, sea por las bondades de la chica, porque servían platitos especiales o porque las dueñas eran “buenas mozas” acequibles para grata compañía. Entre las más “mentadas” de aquella popular calle “ancha”, estaban la famosa y simpatiquísima “Mis San Roque”, luego había otra muy concurrida y atendida por dos “ojosas” y lindas hermanas conocidas como “las Rocha”, con igual nombradía estaba la casa de “doña Felisa”, la de “las teclas”, de “la Cira”, la de “la gaucha”, “la chilena”, “las chabelas” y otras por el estilo, adonde no faltaban jóvenes y viejos en busca no sólo de la buena chicha, sino también de la “taba” y los buenos vinos...

DECAIMIENTO DE LA “CALLE ANCHA”.

Bueno, esta popular y renombrada “calle ancha” llegó a tomar verdadero auge con motivo de la guerra, pues a élla convergían los oficiales y soldados en busca de “consuelo para sus penas” y a “echarle el último trago” antes de ingresar a la zona de combate; así que las chicherías, bares y cantinas se multiplicaron y funcionaban día y noche; no tan sólo atendidas por gente del lugar, sino que poco a poco fueron instalándose muchas mujeres norteñas, incluso llevaron sus costumbres, así podían encontrarse casas atendidas por paceñas, cochabambinas y de otros lugares, con pianolas, victrolas y música de todos los gustos. Las jaranas se hicieron permanentes, pues unidad que llegaba ni bien salía de franca, era para dirigirse a esas zonas altas: directamente a la “calle ancha”, allí con seguridad encontraban la fuente para “abrevar su sed”; con esto perdió su característica y se vulgarizó, porque ya no había allí expresión costumbrista lugareña ni ansias para festejar a los santos predilectos, ya el pueblo verazmente local tenía poco asidero y prefirió “enrumbar” hacia otros barrios o al campo, porque además al calor de las libaciones con esa heterogeneidad, se armaban grescas y manifestaban costumbres exóticas; había perdido todo su sabor y atracción, empujada por el oleaje de movilizados y la voracidad de la guerra. Entonces la “calle ancha” quedó para el recuerdo, porque al concluir la contienda ya no recobró sus antiguos atractivos y luego el progreso acabó sepultando viejas Costumbres y convirtiéndola en una calle más como  cualquier otra de la ciudad; quizás fue mejor así, pero el recuerdo de los tiempos lindos de la famosa calle debe perdurar para muchos tarijeños que tuvieron oportunidad de gozar, deleitarse, “trompear” y expandirse en los ya hoy inexistentes amplios patios y “canchones”, donde ni el eco de las “tabeadas” y reventazones de la rica chicha debe quedar... Así tenía que ser, pero no cabe duda que la guerra precipitó ese decaimiento y transformación.

Principales Edificios:

LA CASA “DORADA”

Hasta antes del año 1.930, el mejor, más grande, lujoso y atrayente edificio fue —sin lugar a dudas— la famosa “Casa dorada” de don Moisés Navajas; ya la tengo someramente descrita en una Estampa anterior, sólo me queda agregar que la fantasía popular tejía una serie de cuentos y leyendas acerca de la misma como de su misántropo ocupante; con cierto misterio se decía que en determinados días y a altas horas de la noche salía de esa casa un coche antiguo tirado por 4 hermosos corceles y que se dirigía llevando a don Moisés, a una de sus quintas situadas en la parte sur, donde este fantástico personaje tenía un hermoso Parque; que allí se reunía con el diablo en forma de un elegante caballero, saliendo de la célebre “casa dorada”. Los muchachos abrían mucho las orejas para escuchar todas aquellas leyendas y veían con cierta aprensión cuando muy rara vez salía don Moisés, extrañando que fuera a la iglesia, pues parecía un hombre muy devoto; frecuentaba sólo en las fiestas principales la iglesia San Francisco, donde tenía un sitio reservado y de preferencia, con su propio y bien tapizado reclinatorio; se notaba que recibía las atenciones de los franciscanos porque para lo único que no parecía muy avaro, era para hacer donaciones a ese templo; luego la fama de tacaño llegaba al extremo que cuando alguien quería motejar de ridícula a otra persona, la hacían parecerse a don Moisés. Este personaje amasó una buena fortuna porque en su amplia casa había establecido —posiblemente desde muchos años antes— todo un emporio comercial, pues tenía desde Botica, sedería, confecciones, géneros, abarrotes, cristalería, hasta ferretería, en sus surtidas tiendas situadas en todo el contorno de la casa. Nunca se volvió a ver en Tarija un comercio más completo como aquél. En cierta época y por razones que nunca conocí, don Moisés decidió cerrar sus tiendas, procediendo a una total liquidación; tampoco se volvió a ver otro “baratillo” más completo, la “quemazón” fue absoluta hasta agotar existencias y despedir al numeroso personal de empleados y dependientes; seguramente esto ocurrió cuando aquel resolvió apartarse aún más del mundo, porque con nadie compartía, aunque cada año se decía que viajaba hasta Roma a recibir la bendición del Papa. Como no tenía hijos, a su muerte, que ocurrió cuando yo ya no vivía en Tarija, su inmensa fortuna fue muy disputada, diluyéndose en pleitos seguidos por sus herederas que resultaron unas hermanas solteronas y antañosas y no así a su esposa que lo sobrevivió; parece que así lo había dispuesto en su testamento o sea que fue tacaño hasta después de su muerte. Las numerosas casas, quintas, huertas y tapiales, no sé si llegarían a beneficiar a alguien de la familia.

MI INGRESO A LA FASTUOSA “CASA DORADA”.

Como la esposa de don Moisés Navajas, doña Esperanza Morales, era prima de mi padre, tía tercera de mí, una vez acompañé a mi papá —no a visitarla—- sino a hacerle una notificación en algún pleito que seguía en la Corte; el caso es que llegamos a ingresar después de un sonoro ruido de campanillas al abrirse la gruesa puerta de calle; abriendo mucho los ojos deslumbrados con tanto lujo y belleza, pese a que yo era muy pequeño, recuerdo bien el esplendor de los altos zócalos de mármol del zaguán, que hoy se llama hall, las paredes revestidas de relucientes azulejos, luego las gradas de brillante mármol, una vez en la parte superior (2do. piso) pasamos por un largo corredor o galería decorado con profusión de floreros, maceteros, tapices, óleos y otras decoraciones que hacían “abrir la boca” de admiración. Luego mi tía nos hizo pasar a una salita adonde había enormes espejos, muebles tallados y dorados, pero todos cubiertos con fundas, y en un momento que salió la vieja en busca de sus anteojos, me atreví a escudriñar por las estancias vecinas, contemplando un amplio comedor lleno de espejos, frutas artificiales de vidrio que parecían frescas e incitantes a tocarlas, eso fue todo cuanto pude ver, pero mi infantil asombro me hizo imaginar las maravillas de los cuentos de “las mil y una noches” que ya me habían leído; vi allí a la verdadera “lámpara de Aladino”, maravillosa, realmente parecía que existía ella en la fabulosa “Casa dorada”.

OTROS EDIFICIOS.

Bueno, hablando de edificios me pasé a rememorar aquel extraño y su aún enigmático propietario que conocí y sobre quien el pueblo tejió fantásticas leyendas, no era para menos, en medio de la general pobreza, aquel emergía como algo extraordinario. Creo que se justifica esta digresión, pero seguro estoy que habría mucho más que contar acerca de ese desaparecido “Creso” tarijeño. Al pasar los años su nombre sólo se lo recuerda por la casa que donó para el Asilo de huérfanos, contigua al viejo hospital y también por el raro mausoleo que guardan sus restos en el también viejo Panteón; allí descansa, tan solo como vivió, a su frente lo acompañan los restos de su esposa, pero ya no sé decir si seguirá entrando y saliendo de allí el diablo...

Otro edificio que algo llamaba la atención, era el “Castillo de Beatriz” del Dr. Carlos Paz, enorme casa de dos pisos situada en la esquina Bolívar-Sucre, frente a la Recova, por sus grandes proporciones, profusas columnas, estilo romano y porque aún se lo conservaba bien.

La mayoría de las casas del centro eran de dos pisos, pero no tenían nada de extraordinario, todas fueron caserones altos, con anchos portales, balcones salientes hacia la calle, sin seguir ningún estilo arquitectónico, hasta las había feas, con sus aleros salientes del techo, sin revocar y descuidadas.

EDIFICIOS PÚBLICOS.

No puedo hablar de palacios o grandes edificios públicos porque como ya tengo dicho, desde la Prefectura estaba instalada en una casa particular de otro hermano ricachón de don Moisés:          don Juan Navajas; luego          el Concejo Municipal, era una casa corriente de dos pisos, con sus balcones de madera derruyéndose y que en la parte trasera y lateral que da sobre las calles Gral. B. Trigo y Alto de la Alianza, conservaba todavía un enorme “canchón” atravesado por una acequia donde se lavaban y salaban los cueros de res que traían del matadero; lo único interesante era su Biblioteca que abría sus puertas en la planta baja sobre la Plaza, pero como su encargado un viejito de “malas pulgas” de nombre Matías, no permitía el ingreso a los muchachos hasta cuando estaban ya crecidos y podían deletrear los tomos de la valiosa colección del “Tesoro de la Juventud” y eso con muchas recomendaciones, a la primera bulla los sacaba de las orejas para la Plaza.

Después, estaba —digno de mencionarse— como hasta hoy, el edificio del Banco Nacional, con su enorme león en la parte superior del frontis. En cambio los juzgados, sanidad, correos, telégrafos, policía, obispado y otras reparticiones públicas, funcionaban en casas particulares alquiladas y sin ningún relieve.

EL TEATRO “GENERAL BERNARDO TRIGO”.

De algo que podíamos enorgullecemos era el hermoso edificio del Teatro que se levantaba majestuoso con dos enormes plantas exteriores y cuatro interiores, en cerca de medio manzano de la esquina Campero-Ingavi, con entrada sobre la primera. Fue una construcción de grandes proporciones, estilo romano, con tres amplios portales que se abrían luego de breve escalinata, ventanales en el frontis y en la parte lateral. Tenía una gran antesala hoy llamada “foyer” o “hall”, antes de ingresar a la platea o a las localidades más altas, adonde se accedía por escaleras a ambos lados. Tenía palcos, anfiteatro, galería y gallinero. Luego en el interior o fondo su amplia boca de escena y amplios camarines cubierta por un artístico telón plegable que llevaba una pintura de la Batalla de “La Tablada” a todo color y con los personajes, cañones y detalles de la histórica Capilla de San Juan, los guerreros se destacaban con todo detalle en forma bien proporcionada e impresionante. Nunca supe quién sería el autor de tan linda pintura, pero siempre la extrañamos cuando el recordado Teatro desapareció; y, cómo fue esto?, pues solo por obra del descuido, porque se derrumbó en tiempo de guerra, incluso sirvió de cuartel, no por acción de bombardeo, sino desgastado por filtraciones en una pared lateral que daba hacia el Colegio Nacional; una noche de esas se vino abajo aquella pared arrastrando una mínima parte del edificio, tenía remedio reparándolo a tiempo, pero nadie lo hizo y por la incuria oficial poco a poco se fue cayendo de a pedazos dejando allí solo escombros que nos angustiaban de pena porque en ese viejo Coliseo habíamos pasado momentos de dicha, solazándonos ya con actuaciones artísticas, ya con biógrafo, y en fin con cómicos y trágicos que llegaban por aquella lejana tierra. Nunca volvió a levantarse en Tarija un Teatro ni obra igual, pues el estilo y las proporciones fueron de una época de esplendor ya pasada.

LA VIEJA RECOVA.

Usando el término que se acostumbraba en aquellos tiempos, el único lugar de aprovisionamiento y de obligada concurrencia diaria del pueblo, en busca de lo indispensable para el cotidiano “yantar”, fue una edificación antigua de un solo piso construida en el siglo pasado, con viejas tiendas sobre las calles y en su interior semi-derruidos corredores sostenidos por gruesos pilares de adobes; en la ancha puerta principal de la calle Bolívar, existía un umbral de madera labrado con el nombre de un Coronel Magariños y una fecha del año 1.800 y tantos, seguramente como recuerdo de quien lo construyó. La recova estaba dividida en dos patios, existiendo en el centro del primero una fuente circular de agua, donde se proveía la gente de la vecindad, siendo lugar de preferida reunión y comadreo de las “mochas”, sirvientas y aguateros, con frecuentes escenas de pugilato por “quítame esas pajas”.

LOS CARNICEROS.

Más al centro quedaban las carnicerías, que más parecían cárceles por sus anchas rejas, adonde los carniceros, gente muy “mentada”, como los hermanos Severiche, Castillo, Delgado, Alvarado y otras familias, ejercían la venta de este principal alimento, siendo todos ellos en épocas de abundancia los más atentos y solícitos vendedores que llamaban a sus conocidas “aparceras” con ruegos y súplicas como aquellas de: “mamita, venga, mire esta “ahujilla” de linda!; venga patroncita, llévese esta maravilla, mire de gorda!, le voy a dar con hartu “corriu”, etc., pero en temporadas de escasez se transformaban en unos “tigres”, se hacían los sordos que no escuchaban los ruegos ni reclamaciones de sus clientes; pero en general era buena gente, dicharachera, chistosa y llena de interesantes modismos a fin de vender sus carnes; entonces no faltaba la buena “yapa” y la “kiucha” o el “bofe” p‘al gato” como regalo consabido para no perder la clientela, y aquellas no eran menos de un buen pedazo de medio kilo o más gratuito; no se vendían esas vísceras. La linda carne gorda, escogida, bien pesada y a elección, costaba “dos reales y medio” y la corriente apenas llegaba a "real y medio”.

EL “REPARTO” Y LAS “CATERAS”.

En los corredores que lindaban hacia la puerta principal, estaba el “reparto” o sea el lugar adonde llevaban los propios dueños sus productos para venderlos sin intermediarios y muchas veces con ayuda de los vigilantes o comisarios municipales. Todo allí se vendía mucho más barato que en otros lugares; habían medidas especiales como “zurrones”, que eran unas vasijas de cuero para medir papas y otros productos. El “zurrón” de la mejor “papa ojosa” costaba “un real” y el de “collareja” “medio” y eran como tres kilos. Existía entonces un viejito vigilante, el único uniformado a la francesa, que decían haber sido expedicionario del Acre, de apellido Galarza; luego un Comisario feo a quien llamaban “mono pintacho” y un terrible cobrador de “canchaje” de apellido Illescas, como personajes “notables” y así habían dos o tres comisarios de cierta fama por su energía o complacencia cuando había “huaycas” en las que el pueblo se desgañitaba para que le vendan un “zurrón” de papas o unas lindas ajipas que llegaban al “reparto”.

En los corredores laterales estaban ubicadas las clásicas “cateras” (extensión del quechua kcattu) que vendían al menudeo toda clase de víveres; era tradicional el económico sistema de los “cuartillos”; habían mujeres muy conocidas y populares por sus sobrenombres, como “las monteñas”, “la sarca”, “la suipacheña”, etc. El pleno patio servía para que se “asienten” los chapacos que traían frutas u otros comestibles en costales, “chipas’ o grandes canastas “zapas”; allí había para escoger de lo más barato y mejor, previa “probada” que era un anticipo —unidad o pedazo— para cerciorarse de la buena calidad. Todo en aquellos tiempos fue barato, así la fruta como ser duraznos, peras o higos, se vendían en unas medidas de canastas cilíndricas por “medio” y hasta “cuartillo”; las naranjas eran cinco por un “real” y dos por “medio”; los huevos tres por un “real” y así todo fraccionado, abundante y baratísimo; habían épocas en que las vendedoras rogaban implorando para que se les compre.

En el segundo patio detrás de las carnicerías se “asentaban” chapacos que venían de lejos y metían sus cargas “burros y todo”; allí había para escoger y regatear por mayor y menor; en un costado se sentaban las “comideras” con sus inmensas y humeantes ollas o enormes “pailas” de chicharrón; también éstas llamaban a los comensales ofreciendo “probada” que era un previo plato gratis; tironeaban de sus ponchos o mantas a los campesinos para que probaran sus ricas viandas.

Ya afuera de la Recova y en la media cuadra comprendida desde la esquina de la calle Sucre sobre la Bolívar, se asentaban las “sanlorenceñas” que en tiempo de frutillas traían su agradable fruta en unas canastas llamadas “cestas”, vendían por libras y a cierta hora después de almuerzo, rogaban o iban de puerta en puerta ofreciendo sus ricas frutillas, porque se apuraban para el retorno que tenían que hacerlo en burro o a pie. Fueron unas exquisitas frutillas grandes, fragantes, jugosas, como nunca más volví a ver iguales en ninguna otra parte.

En suma, nuestra vieja Revoca fue un centro de bullanguero colorido, un poco sucia, descuidada, pero siempre abundante y barata; a los años, o sea después de la guerra del Chaco, recién fue reconstruida y modernizada por el único Alcalde dinámico que tuvo Tarija en los últimos 50 años: el famoso “turco rubio”, de quien nos ocuparemos en otras Estampas.

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