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El Renacuajo de luz

En el charco del parque vecino a la escuelita del barrio

Cántaro
  • Nilda Castrillo de Varas
  • 11/07/2021 00:00
Renacuajo de luz

Renacuajo de luz

En la cartera

En la cartera

En su hueco

En su hueco

Renacuajo en flores

Renacuajo en flores

En la escuela

En la escuela

Renacuajo saltando

Renacuajo saltando

Renacuajo de manos

Renacuajo de manos

Arrojando piedras

Arrojando piedras

Renacuajo apedreado

Renacuajo apedreado

Renacuajo pisado

Renacuajo pisado

Tristes

Tristes

Renacuajo de luz
En la cartera
En su hueco
Renacuajo en flores
En la escuela
Renacuajo saltando
Renacuajo de manos
Arrojando piedras
Renacuajo apedreado
Renacuajo pisado
Tristes
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En el charco del parque vecino a la escuelita del barrio, vivía feliz, la familia Sapirilán. Sapirito, el menor de los diez retoños, era intrépido y curioso. Días atrás había recorrido el parque de pé a pá, saltando entre multicolores amapolas; incursionando por rayas de fragantes manzanillones; bebiendo el rocío que temblaba sobre los tréboles ; atragantándose de cucarachas y luciérnagas dormidas , chapuzando de rato en rato y para secarse luego con los flecos del sol que colgaban tibios de los rosales.

Con el correr de las horas captaba un mundo maravilloso y era feliz... feliz... muy feliz, hasta que un buen día, bandadas de chiquilines irrumpieron en sus dominios y quiso ser como ellos.

Oculto entre matas de violetas los miraba boquiabierto. No atinaba ni a decir ¡croa!. ¡Cómo chillaban y correteaban de aquí para allá!. Sus risas eran cascabeles de alegría que inundaban su corazón de sapo-niño.

Después de un largo período de entretenimiento y algazara, se escuchó la voz de la joven maestra instándolos a dejar los juegos.

- ¡A formar!...¡A formar!...- repitió una y otra vez.

Era la hora del retorno.

En un santiamén ya estaban las filas hechas. Avanzaban por las calles tomados de las manos de dos en dos, cantando a voz en cuello y llevando en los bolsillos trompitos de eucalipto, gallitos de los ceibos y su secreta cosecha de pétalos y mariposas. El pequeño batracio los seguía embelesado saltando... saltando... y... saltando se metió en el bolso de la maestrita jardinera, que no se apercibió de ello.

En pocos minutos llegaron a la escuela y se quedaron afuera un buen rato todavía, realizando prácticas de cómo sortear los peligros de la calle.

Sapirito aprovechó ese momento para dejar su escondite. Luego, el portón se abrió y por él desaparecieron los pequeños y con ellos la campanilla de su alegría.

Sapirito, curioso, quiso franquear la entrada pero... ¡Zas!, las puertas se cerraron en sus narices.

- ¿Cómo me cuelo?- se preguntó mirando por todas partes con sus redondos ojos más abiertos que nunca.

Consternado, saltaba de aquí para allá, buscando una entrada y cuando ya desesperaba por hallarla, descubrió un caminito subterráneo: el albañal.

Dando tumbos las voces de los niños llegaban hasta sus oídos. Guiado por ellas Sapirín avanzó por la obscuridad, temblando de miedo.

De pronto, divisó un rayo de luz descolgándose a través de unos orificios. Un instante después, tímidamente, fue sacando su deforme cabecita y acabó por salir sin dificultad.

-¡Cuántos niños!- dijo emocionado el sapito. Era el recreo en un amplio patio rodeado de helechos, enredaderas, jazmines y muchas otras plantas. Rápidamente se metió bajo la hoja de un geranio, providencial quitasol en aquella tarde estival.

-Yo les demostraré mis habilidades de gran saltarín y ellos me aplaudirán mucho - pensó el sapito y salió de su improvisado escondite.

Saltó hasta el centro del patio donde lanzó al aire un potente ¡croa! seguido por otros muchos ¡croa!... ¡croa!... ¡croa!. Los niños al verlo, convirtieron el recreo en un pandemonio. Sapirito quiso demostrarles de lo que era capaz, como lo hacía en el charco ante sus congéneres que lo admiraban y ovacionaban.

Se plantó de cabeza y ejecutó difíciles pruebas acrobáticas; saltó sobre tres patas, sobre dos y al final sobre una manteniendo un equilibrio perfecto. Los chiquilines riendo a carcajadas y con rítmicas palmadas repetían a coro:

-¡Sapo loco te falta el coco!. –

¡Sapo loco te falta el coco!.

Pero, súbitamente cambió la actitud del público infantil.

Bastó que un niño arrojara una piedrecilla, para que los demás lo imitaran y una lluvia de proyectiles cayera sin piedad sobre su frágil cuerpecito. En un esfuerzo supremo, Sapirito gritó su asombro con un -¡CROAAA!... - que quería decir ¡mamáaa...!, como lo hacen los pequeños en la hora del peligro.

Atontado, maltrecho, Sapirín les habló en el lenguaje universal del dolor:

- "¡No me maltraten!, ¡Yo los amo!... Sólo quise hacerles reír y jugar"-.

La algazara cesó de golpe cuando uno de los niños saltó sobre el indefenso acróbata y lo aplastó ...El, aún pudo emitir un prolongado y ronco ¡croa...a ...a...a!, que poquitito a poco se fue trasformando en un etéreo y brillante renacuajo de luz,

que cual flecha dorada se metió en el acordeón que en ese instante, estirábase perezoso, en manos de la maestra.

 ¡Oh!... ¿qué pasa? - gritó ella sorprendida.

 ¡Un rayo de luz! - decían unos.

 ¡Una chispa de fuego! – exclamaban otros

Dios que eterniza la ternura, eternizó la voz de Sapirito, el sapito curioso y su voz, sale, traviesa., en alegres notas musicales desde los bajos de los acordeones.

Los niños con los ojos cuajados de lágrimas, prometieron que nunca más serían crueles con los pequeños e indefensos seres de la Naturaleza.

Querido niño lector:

"Deseo que tú seas parte de este cuento, por lo que, te invito a cambiar el final por otro de tu creación".

Con ternura:

Nilda

Nilda:

En el país de los cuentos leerán tus páginas de azucena los niños, los grillos y picaflores, porqué en síntesis son para ellos los destellos, (que vas encendiendo en cada uno de los rosales de tu creación .

Prof. Hugo Molina Viaña

Organización internacional para el libro juvenil

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