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Fragmento de la novela de Cimar Aguirre Soruco

“Laura”

Cimar Aguirre Soruco, hijo de Cimar Aguirre Lema pintor impresionista

Cántaro
  • Cimar Aguirre Soruco
  • 10/01/2021 00:00
Portada Laura

Portada Laura

Cimar Aguirre

Cimar Aguirre

Cuadro Cimar

Cuadro Cimar

Cuadro Cimar

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Portada Laura
Cimar Aguirre
Cuadro Cimar
Cuadro Cimar
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Cimar Aguirre Soruco, hijo de Cimar Aguirre Lema pintor impresionista, profesor de arte; y de Alcira Soruco, escritora, poetisa y narradora. Cimar nació en 1943 en Tarija y gran parte de su vida vivió en Argentina, nutriendo sus conocimientos y desarrollándose como fotógrafo y artista.

Cimar es fotógrafo desde muy joven, pintor desde los 25 años y escritor desde los 43, cuando escribió el poemario Los colores del alma. Más tarde, a los 54, publicó Así es Tarija, libro turístico en dos idiomas con fotografías de su autoría de casi todos los rincones del Departamento que lo vio nacer, y ahora presenta esta novela corta, la que deriva de un guión para cine que él mismo escribió en 1976 cuando intentó dedicarse a este medio. Este guión se transformó en novela, y así nació “LAURA”. Anecdótico, porque generalmente a la novela le sigue el guión.

El tiempo en que esta obra se desarrolla es durante la década del 70, cuando el camino era de tierra y con cascajos, como se relata cuando el taxi llevaba a Marcos a la tierra de Méndez.

II

Con la frente pegada a la ventanilla, contemplaba el bello Illimani y el gran cañón por donde corre el río, buscando entre montañas llegar al llano.

Montañas y más montañas, primero un aterrizaje en Cochabamba sin tropiezos, luego otro en Sucre, después de dos vueltas sobre la Ciudad Blanca buscando el mejor modo de aterrizar en ese difícil aeropuerto.

Impaciente, Marcos, sin dejar su asiento, esperó mientras la nave se desocupaba del pasaje con ese destino y los que se bajaban solo a comprar chocolates famosos en Charcas.

El avión despegó de nuevo para hacer el último tramo, Marcos cerró los ojos y se durmió; soñó que estaba en la orilla de un arroyo de aguas cristalinas, las que corrían sorteando las piedras, tal cual bailarinas alegres en busca de la rueda de un molino, enmarcando todo ello en un cuadro de inmensa cantidad y calidad de verdes.

Su chaqueta ya no estaba húmeda y le producía sofocón, cuando despertó y el avión empezó a perder altura, dejando las montañas para sumergirse en el tibio aire del gran valle, que no tenía el verde de sus sueños; el año había sido seco y aún en octubre no se presentaban las lluvias.

Se apoderó de Marcos una tristeza infinita, cuando después de hacer tierra, se encontraba tan sólo, en un aeropuerto lleno de gente, recibiendo a sus amigos, familiares o algún político rezagado del vuelo del viernes.

Había escuchado decir que la ciudad a la que llegaba le decían el valle florido y sin que nadie escuche, se preguntó:

- ¿Y dónde están las flores?

Después, los apretujones entre quienes se desesperaban por las valijas como si se fuesen a terminar, antes que al último le toque la suya.

Marcos, silencioso contemplaba la algarabía en tomo a los recién llegados; al parecer, todos se citaron en esa Terminal. No faltó un grupo de políticos, con banderas y guirnaldas de flores amarillas, recibiendo a su líder; tampoco otro de jóvenes mechudos que abrazaban a unos futbolistas. Había una vieja con bastón, acariciando el brazo de su bien vestido hijo, el doctor. Jóvenes, niños, vendedores, lustradores y algún solitario que había ido sólo para ver llegar el avión.

Después de largo regateo, decidió tomar el destartalado taxi conducido por un joven de escuálida presencia y grandes orejas, quien le aseguro que nadie mejor que él para hacerlo llegar hasta San Lorenzo. De este modo Marcos se embarcó rumbo a la tierra de El Moto Méndez, encantador pueblo a la ribera de dos ríos. El flaco de grandes orejas, luego de cargar combustible, raudamente cruzó la ciudad por una arbolada avenida de tres vías en busca del norte, allí donde hay verdes como los de su sueño.

No vio el río, porque los árboles de la avenida y el muro que lo separa no lo permitieron, sin contar con la velocidad del coche acelerado por el escuálido chofer que en tres minutos llegó al puente angosto por donde se cruza el Guadalquivir, para entrar en un pequeño pueblo de una sola calle y muchos restaurantes, allí donde venden comida típica y chicha, bebida que anuncian con una bandera roja; también se ven algunos manteles blancos anunciando pan.

Los domingos, ese pequeño pueblo, llamado Tomatitas, es lugar obligado para quienes quieren pasar su fin de semana lejos de la ciudad, comiendo y disfrutando del río que corre por una ancha playa, para luego, después del puente, entrar en un bello cañón. El río tenía poca agua y muchos bañistas disfrutando del sábado.

Después del pueblo, una avenida de altos eucaliptos regalando su sombra, un largo túnel verde antes de trepar una alta colina desde donde se domina el valle; el cambiante panorama empezó a alentar a Marcos, a pesar del nerviosismo que le producía la aparente pericia del conductor emocio\nado con el camino.

El sol estaba en lo alto, sin una nube, sin una brisa que disminuyera sus puñales calientes, los que atravesaban la cabina mezclándose con el parloteo del taxista y la polvareda que se metía por los cuatro costados del coche; mientras el hábil conductor con acelerador a fondo corría como un gran retador al camino, sin pensar que al encontrarse con un inesperado bache podía dejar medio auto y toda su carga desparramada antes de llegar a destino.

- Esta es la recta final - balbuceó el chofer apretando aún más el acelerador; las piedras y los cascajos volaban a diestra y siniestra.

Entraban ya a un pueblito como sacado de un libro de historia, las casas todas pintadas de blanco, techos rojo negruzco de tejas antiguas.

- Realmente, este es un pueblo de ensueño - pensó Marcos, mientras el deteriorado auto daba tumbos en la calle empedrada.

Luego su plaza con algunos mirones que asemejaban búhos que seguían con la cabeza como preguntándose: ¿Quién será?

Unos cuantos chicos corrían tras el transporte, que gracias al santo del pueblo llegó con tan sólo pinchar un neumático.

Justo en ese momento, al pasar la segunda cuadra de la pequeña plaza, el chofer paró la máquina y se dirigió a Marcos:

- Mientras usted averigua dónde se va a alojar, yo cambio la goma.

Sacudiéndose el pantalón, Marcos salió del carro. Lo primero que le llamó la atención fue una gran capilla con dos torres truncas, en el otro extremo una primorosa casa construida el siglo XVIII, hogar del guerrillero “El Moto Méndez”, muy parecida a la que está en Argentina, al Norte, conocida como la “Posta de Yatasto”.

Echó a caminar a lo largo de la cuadra, aproximándose a la Iglesia. En eso, se encontró con un mercado bordado por un enjambre de donosas chapacas, que en grandes canastos exhibían el pan recién horneado.

Marcos se dirigió a un señor que compraba pan, a quien le preguntó después de presentarse:

- ¿Dónde vive doña Nélida Zárate?

Y con un acento un tanto acruceñado, de buen modo, el señor le indicó y con el intercambio de pocas palabras el caballero quedó enterado del motivo de la presencia del colla letrado en San Lorenzo, y antes de despedir a Marcos con un apretón de manos le dijo:

- Yo soy el Jefe de Policía y cuando quiera venga a mi casa, me gustan las visitas, además siempre hay suficiente comida, hasta luego.

Asombrado por la expresión del policía con pinta de caballero, Marcos se quedó mirando la figura del gentil hombre, alto, robusto y de buen semblante que con su cigarro se perdió tras la esquina.

Marcos, antes de volver al taxi, dejó que su vista vagara por encima de los sombreros amarillo cadmio, sobre la cabeza de las elegantes vendedoras de pan. El orejudo esperó paciente, mientras su pasajero miraba con tanta curiosidad, el entorno.

Ya en la casa de doña Nélida, mientras el chofer le alcanzaba la máquina de escribir y recibía su paga, este le recomendó que lo buscara cada vez que quisiera viajar en taxi.

Doña Nélida, mujer entrada en años, viuda, con media docena de hijos diseminados en el país, recibió a Marcos con una cálida sonrisa en una cara redonda, rosada con ojos verdes y cabellos blancos.

La señora lo instaló en un cuarto con vista al naciente, frente a un patio lleno de plantas distribuidas por todas partes, algunas en tarros, ollas, bacinillas viejas y muy pocas en maceta. Al fondo había una gran estera cubierta con parrales y más allá, un huerto de durazneros.

Instalado Marcos, sacó del estuche la máquina de escribir y puso a la izquierda un gran rimero de papeles blancos, tan alto como la máquina.

¿Por qué trajo tanto material, si sólo escribiría la crónica del poeta? ¡No!, tenía la secreta esperanza de escribir largos y profundos poemas, lejos de sus amigos, lejos de quienes criticarían tal vez sus intentos, por eso se sintió satisfecho al pensar que desde el día siguiente escribiría rodeado de paz, flores, murmullos lejanos y trinos en todos los tonos.

No se sintió solo, había instalado su oficina en una frágil y vieja mesa de delgadas patas, iluminada con la luz que venía del cielo y entraba por una gran puerta de dos hojas con aldaba y una cerradura que tenía la llave más grande que las de San Pedro.

Más tarde, se lo vio nuevamente cerca de la plaza portando con cierta incomodidad la llave de su cuarto. Al llegar a la esquina de la casa del Moto, se cruzó con una buena moza de ojos glaucos y piel trigueña, que venía de la banda del Río Chico con una canasta de caña, llevando carne para su casa. Se turbó Marcos al encontrarse con la mirada de tan linda mujer, la que sin más, lo saludó y siguió de largo; en cambio Marcos se quedó petrificado con la mirada que seguía su esbelta y cadenciosa marcha dejando entrever a través del ligero vestido una figura de hembra bien provista y con muchas ganas de amar. De haber actuado, Marcos, de una manera animal, habría corrido a prenderse de su cintura y acariciar con avidez sus caderas, sin embargo se quedó estático, con la pulsación que repercutía en sus sienes y la sensación de ser poseído por aquellos encantos que se mo­vían rítmicamente bajo el vestido

Esas formas, esa mujer, esos pies dentro de tan sencillas sandalias que parecían bordar más que caminar, hicieron olvidar a Marcos para qué había salido esa tarde.

La presencia de esa señora de esbelta figura, reflejo de sus ancestros castellanos, no solo hizo olvidar a Marcos de su amigo Carlos, sino a qué había ido a San Lorenzo.

Sin llegar a la plaza rodeada de naranjos, Marcos regresó a la casa de doña Nélida, a quien encontró en la puerta de calle conversando con un barbado y rubio chapaco que desde su montura y con el sombrero en la mano, respetuosamente, atendía las recomendaciones de doña Nélida, su comadre.

- Buenas tardes, pase usted - le dijo doña Nélida a Marcos, rompiendo el diálogo con el rubio jinete, al momento que el cabalgado hombre saludaba con una inclinación de cabeza desde lo alto del nervioso corcel.

- Buenas tardes señor - una voz profunda de bella entonación.

- Buenas tardes - contestó Marcos y a pesar de tener el deseo de quedarse unos momentos a disfrutar de tan singular escena, entró a la casa y se encaminó a su cuarto a rumiar a solas el efecto causado por el encuentro con la bella mujer de la que conoció solo su estampa.

Al ponerse el sol, dejó Marcos, que por la puerta que estaba abierta, entrara el ocaso y después la noche, rememorando en silencio el momento vivido en la esquina del pueblo, frente a la casa del Moto.

Doña Nélida se presentó de repente, en la puerta del cuarto de Marcos, con un candelero en la mano.

- Señor, ¿no quisiera tomar usted una sopita de gallina? - rompiendo así las distancias y arrastrando a Marcos tras de sí hasta el comedor, donde otra vela alumbraba débilmente una caliente y fragante sopera, platos, cucharas, servilletas y pan redondo.

Al terminar la sencilla cena, única comida del día, Marcos, ya sabía el nombre de cada uno de los hijos de doña Nélida, donde vivían y a qué se dedicaban, cuántos nietos tenía y cómo llenaban la casa cuando celebraba su cumpleaños.

Marcos, con pocas palabras, puso al tanto a doña Nélida del motivo de su presencia en San Lorenzo; su interés por conocer la pasada vida de Guillermo.

Ella le recomendó hablar con don Lucio Cardozo. Decidor de la poesía vernácula, hombre popular, conocedor de las cosas del pueblo y amigo de Guillermo.

Una vela en el candelero intentaba iluminar el libro que Marcos tenía en las manos, mientras sin desvestirse, estaba tirado en la cama tratando de leer algunas estrofas de su libro preferido y aunque buscaba concentrarse en la lectura, más pensaba en la mujer del fortuito encuentro.

Jamás sintió Marcos la sensación esa, frente a una mujer que lo impactó en su primera salida.

Había tenido varios amores tranquilos, con poca emoción, pese a su tiempo vivido, no conocía la inquietud desesperante de poseer a alguien con tanto ardor; ¡como deseaba tenerla cerca!

Su imaginación se iluminaba con la silueta de la mujer, con su frescura, se repetía la escena, una y otra vez, al ritmo de sus palpitaciones que hacían eco en lo más profundo de sus sentimientos.

Fue un descubrir, fue un llegar al vértice maravilloso de la cumbre que produce vértigo y el deseo de volar al abismo profundo de las alturas oscuras del firmamento.

Sintió como entrar en un túnel que produce bienestar, mientras una ráfaga violenta que arrastra sin que uno ponga resistencia, porque se es presa de algo intangible que muchos llaman amor pero son pocos los que lo conocen.

Creo que algo raro ocurre dentro de mí - pensó Marcos.

Estoy como si un río caudaloso, que tiene mucha agua tibia, no moja, pero me arrastra irremediablemente hacia desconocidos parajes y alegremente me dejo llevar por la corriente, entregado al albur.

Demasiado sentimiento, exagerada sensación por una extraña mujer de la que no conocía nada, sin embargo Marcos la deseaba, la necesitaba.

Para Marcos, empezaba una nueva vida, llena de sensaciones desconocidas. Crujiente y largo puente colgante por donde transitaría a partir del momento del encuentro con la mujer amada.

Bueno - se dijo mañana debo buscar una pensión y organizarme.

Dejó el libro y echó mano a una libreta que tenía en la mesa de luz, luego se perdió en la noche.

III

Don Lucio, hombre recio, de voz ronca, con un dejo de tristeza en su hablar, escuchaba atento lo que Marcos le decía sobre su investigación. Él era la punta del hilo de donde tenía que partir porque, don Lucio fue amigo desde la infancia de Guillermo, el poeta.

La mañana tomaba color a la orilla del Río Chico y como si don Lucio lo hubiera conocido de mucho tiempo atrás, tomó del brazo a Marcos y lo condujo al interior de su casa para preguntar a su mujer dónde podían darle buena comida. La mujer después de nombrar media docena de personas se retiró indiferente a la cocina desde donde salía olor a cebolla frita.

- Muy bien doctorcito, pues vamos en busca de su pensión y sin mayor trámite echaron a caminar rumbo a la plaza.

En la cercanía de la iglesia, en los lugares aledaños al mercado, había mucha gente, la mayoría campesinos que como todos los domingos llegaban temprano a misa, para luego caminar por la plaza o agruparse en tomo a la conversación, otros degustaban la comida que consumían con mucho placer, dejando limpio el plato con pocas cucharadas.

Entretanto, don Lucio, no dejaba de hablar tratando de poner al forastero al corriente de la vida de Guillermo, el poeta muerto en La Paz. Marcos movido por el entusiasmo del pueblo, aprovechó para decir, mientras entraban en el antiguo mercado:

- Vamos, le invito don Lucio.

- No, coma usted nomás doctorcito que yo lo acompaño con un vaso de cerveza, yo conozco el saice bárbaro que hace doña Santusa, pero me espera mi mujer con el almuerzo y así me va, cuando llego con poca hambre.

- Qué diferencia, aquí todo es distinto - comentó Marcos, mientras doña Santusa ponía frente a él un guiso humeante de papas, arvejas y carne coronada con tomates y cebollas crudas bien cortadas.

- En el norte, los indios con los indios, los blancos con los blancos.

- Es que aquí don, ¿cómo me ha dicho que se llama?

- Marcos.

- Ah, bueno, don Marcos, no hay indios, sólo son campesinos, porque fíjese usted en aquella mujercita que vende cebollas, podría competir en un concurso de belleza y ganarles a toditas.

  Es cierto don Lucio, es bella, muy bella.

Retomó la palabra, don Lucio:

- Es hija de Palmira y Policarpio, viven en Lajas y si usted la hubiese visto a la mujer cuando joven, era mejor que su hija.

En eso, un joven chapaco de amplio sombrero, con el bigote rubio y con la gentileza del hombre de ese pago, pidió permiso para sentarse al lado de Marcos y disfrutar de las delicias de doña Santusa, la que con un sólo cucharonazo llenaba el plato y decoraba luego la comida, poniendo la ensalada con la mano, después de sacudirle el agua.

- ¿Y cómo así se le ocurrió venir don Marcos? - dijo su viejo amigo, conocido pocas horas antes.

- Pues don Lucio, verá usted, a mí me gusta la poesía.

- A mí también - replicó don Lucio.

- Allá, en La Paz, a este hombre, su amigo Guillermo, al que admiré mucho, no sólo por su poesía y por su personalidad, sino también por su orgullo y ahora que estoy aquí veo de dónde vienen esos valores. Lastimosamente, las cosas son difíciles para quien quiere vivir de las letras o el arte en general, y en consecuencia, lo vi morir tratando de llegar al mundo con su canto. Yo quise hacerlo entrar en El Diario donde trabajo, pero rechazó. No hacía otra cosa que escribir cosas bellas que el mundo no podía leer en un libro. Es muy difícil publicar por cuenta propia.

- Ese es privilegio de los ricos o de los acomodados - dijo don Lucio Lástima que ellos no tengan cosas buenas para decir.

En ese instante, vio que el rostro de Marcos cambiaba de color y su vista se perdía detrás las faldas de la mujer.

- ¿La conoce?

- Un poco, la vi ayer por la tarde.

- ¡Ay! Mi querido amigo, ni ponga los ojos en esa mujer, nadie excepto Guillermo le ha puesto la mano. No es muy amable y es tan linda como engreída. ¡Y cómo baila! parece un trompo. Es una de las que mi mujer ha dicho que dan pensión, allí comen los maestros que vienen de la ciudad.

- ¿Y dónde vive esta señora? - preguntó Marcos.

-Bueno, frente a la escuela. No es señora y se llama

Laura.

- ¿Vive sola?

- No, con su hijo.

- ¿Uno solo?

- Si, yo lo veo salir de la escuela corriendo para ayudar a su mamá, el changuito lleva las viandas a los maestros.

- Pero mi querido doctor, mejor dicho don Marcos, le aconsejo que ande lejos y no le ponga los ojos, no vaya a ser que se los saque, trate con ella lo necesario, como fue la mujer de Guillermo, no puede dejar de hacerlo.

Marcos sentía que don Lucio lo estorbaba, pese a que ya era su amigo. Además, el primero con el que había compartido por ser la punta del hilo de la madeja que quería desenredar.

Ya en la plaza, puso un pretexto y dejó a don Lucio conversando con un señor flaco y viejo, sentado en un banco.

Corrió cuesta arriba, le parecía que no llegaba nunca a la casa del patio con plantas. Doña Nélida salió a su encuentro.

- Señor, lo han venido a buscar.

- ¿Quién puede ser, si nadie me conoce?

-Es don Carlos, el que me pidió que le rentara el cuarto.

-¡Ah!, si claro, no podía ser otro.

-Fue hasta Tarija Cancha a buscar unos huevos y ya regresa - dijo la mujer.

Tenía que esperar, no podía desairar al amigo. Lo conoció en Cochabamba, tiempo atrás y la amistad se apoderó de ambos. Habían mantenido una fluida correspondencia y a través de ella, Carlos fue convenciendo al periodista para que fuese a San Lorenzo, de ese modo lograría satisfacer su curiosidad y escribir algo sobre la vida de Guillermo, que como un testamento le dejó el encargo de deshojar sus poemas en las páginas de El Diario. Tuvo vergüenza al pensar que el día anterior había salido con la intención de buscar a Carlos, pero en su encuentro con Laura, todo se le borró.

Las agujas del reloj se detuvieron, no pasaba el tiempo, tampoco llegaba Carlos y como un trémulo puso una hoja blanca en su pequeña y negra máquina y empezó a escribir su primera obra, eran mil palabras, eran mil ideas, pero había una sola realidad. Laura entró en su vida tal cual un torrente que acomete y borra todo lo que encuentra a su paso.

“Laura” se repetía “Laura” y como un maniático empezó a escribir:

 

LAURA

Movido por la ilusión

de tenerte “Laura”,

empezaron mis días de vida

en este pueblo perdido,

cuna de grandes hombres.

 

Yo, “Laura”, desde mi distancia

sin conocer más que tu nombre,

sin haber visto más que tus ojos,

tu cuerpo, tu andar,

estoy perdido en mi ruego

pidiendo que vengas a mí.

 

“Laura, Laura, Laura ”

 

Así nació su primer poema en San Lorenzo.

Sonriente, Carlos, bajo el umbral de la gran puerta de dos hojas, esperaba con los brazos abiertos, para abrazar al amigo que estaba detrás la máquina. Como si lo hubieran pillado en pleno robo, Marcos entre dos fuegos, el amigo bajo el umbral y Laura en su vieja máquina.

 ¿Te interrumpo? ¿Eres tan trabajador que no respetas ni el domingo? - la voz de Carlos.

Entonces Marcos tapó la máquina para ocultar su desenfrenada actitud, frente a la mujer de la que apenas conocía su nombre y su andar, y se abalanzó al amigo con un grito:

- Gracias Carlos, gracias, nunca pensé que en tan poco tiempo que estoy aquí viviría tantas cosas.

 Son las doce - dijo Carlos - y he venido a llevarte a mi casa, quiero que conozcas a mi mujer y mis hijos, vamos a almorzar y después tomaremos un vino patero muy rico, que ha sobrado del cumpleaños de mi hermana. Ese día ha venido gente hasta de La Paz y hemos abierto un cántaro, tan grande como esta mesa - dijo, mirando la mesa de patas flacas - y no lo pudimos terminar, está casi por la mitad, a ver si con la alegría de tenerte aquí, le damos fin. ¿Has averiguado algo? porque supongo que si estás escribiendo, se trata de tu historia sobre Guillermo.

Naturalmente, una gran historia, pero no se trataba de Guillermo, sino de “Laura”.

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