El paraíso en lágrimas
Gonzalo Lema (Tarija-Bolivia, 1959) Premio Nacional de Cultura 2014, tiene publicados los siguientes libros: Nos conocimos amando (Cuentos, 1981, Ed. Los Amigos del Libro); Este lado del mundo (Novela, 1984, colección Premio Guttentag, Ed. Los Amigos del Libro); El país de la alegría...



Gonzalo Lema
(Tarija-Bolivia, 1959)
Premio Nacional de Cultura 2014, tiene publicados los siguientes libros:
Nos conocimos amando (Cuentos, 1981, Ed. Los Amigos del Libro); Este lado del mundo (Novela, 1984, colección Premio Guttentag, Ed. Los Amigos del Libro); El país de la alegría (Novela, 1987, Ed. Los Amigos del Libro); Anota que soy un hombre (Cuentos, 1989, Casa de la Cultura, Cochabamba.); La huella es el olvido (Novela, 1993, finalista Casa de las Américas, Ed. La Hoguera); Ahora que es entonces (Novela, 1998, Alfaguara-Bolivia); La vida me duele sin vos (Novela, 1998, Premio Nacional, Alfaguara- Bolivia); Un hombre sentimental (Cuentos policiales, 2001, Ed. La Hoguera); Los labios de tu cuerpo (Novela, 2004, Ed. La Hoguera); Dime contra quién disparo (Novela policial, 2004, Ed. La Hoguera); Después de ti no hay nada (Cuentos, 2006, Ed. Los Amigos del Libro); Si tú encuentras a Mari Jo (Novela, 2007, Ed. Gente Común); Contra nadie en la batalla (Novela, 2007, Ed. La hoguera); El mar, el sol y MariSol (novela, 2007, Ed. Kipus); Fue por tu amor, María (Cuentos, 2010 Ed. La Hoguera); Después de las bombas (Cuentos, 2012, Ed. La Hoguera); Los días vacíos del Raspa Ríos (Novela, 2012, Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, Ed. Kipus); La reina del café y otros cuentos policiales (Cuentos policiales, 2014, Ed. La Hoguera); Siempre fuimos familia (Novela, 2014, Premio Internacional de Novela Kipus, Ed. Kipus); Tumbalocos (Cuentos, 2014, Premio Santa Cruz de la Sierra, Ed. Kipus); Que te vaya como mereces (Premio L’H Confidencial, 2017, Barcelona, España).
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Nada más Isabel se bañó en lágrimas de desolación absoluta, la lluvia abundante y desordenada cayó sobre Entre Ríos con la contundencia propia de un irrevisable mandato bíblico. La fugaz brisa fría, húmeda y plomiza de los últimos días de agosto (que sirvió a los más viejos para recordar todo el dolor sin consuelo de los huesos), pronto se confundió con un súbito verano de aguas cristalinas, que llegó atropellando a la ansiada primavera que se veía venir desde las colinas próximas y que terminó por no llegar nunca en ese año de trastornos calamitosos.
La bella adolescente lloraba copiosamente sin cubrirse el rostro y las lágrimas le bajaban el cuerpo como las grandes penas de la humanidad. Su larga cabellera, cepillada en la madrugada por su madre, al mediodía por su sirvienta chiriguana y por ella misma antes de dormir, ya le llegaba a sus pantorrillas de fantasía y le daba un aspecto de otro mundo en esos días de sufrimiento. Su rostro pálido, del color de la luna oculta en los matorrales sucios del monte próximo, y también del color de su cuerpo, destacaba las ojeras moradas como la zarzamora y el verde propio de las lechugas de sus grandes ojos de belleza invivible. Descalza sobre el piso de ladrillo, que ya sus remotos mayores habían pisado durante la Colonia y también cuando el país comenzaba a hacerse a tropezones, cubierta por el mismo camisón de sus últimas noches de tormento, se dejaba sufrir, sin siquiera mover apenas un dedo cualquiera, ante la huidiza mirada testifical de su padre y ante la determinación de cacique de su madre de labrarle un destino de verdad en los paisajes de montañas nevadas, de cemento y de numerosas calles de una ciudad colgada de los puros cielos, atiborrada de gente parecida a las almas en pena, que no se detendría nunca a hacerle reverencia a su belleza.
-¡Qué muchacha más endemoniada, pu\ -había dicho su madre desde el vano de la puerta-, ¡Faltaría que además piense que yo quiero su mal! ¡Ya no llores más, che! ¡Vas a ir de todas formas, y a ser feliz!
Una maleta de madera del tamaño de un cuchi gordo, que sirvió al tío Enrique en los infaustos años de la guerra del Chaco, ya contenía su ropa de niña y sus caprichos de adolescente de los primeros años, y descansaba en el rincón de ese mismo cuarto a la espera de una mano que la descargara sobre el viejísimo camión rumbo a la lejana La Paz. Un monedero de cuero, repleto hasta el cierre de monedas chiquititas, se hallaba cerca al sujetador de la maleta, y hasta una muñeca de trapo, peinada con primor con pichicas amarillas y vestida de coqueta campesina holandesa, parecía esperarla para hacer el viaje juntas.
Su padre se condolió sin carácter: -No es bueno que sufra, Elvira. Es mejor esperar unos pocos años, para consultarle, pu.
La madre se enfureció. Ya tenía la punta de un pie sobre una piedra en el patio de la casa, y había previsto correr cubierta por los aleros hacia el canchón del pozo séptico evitando la lluvia ardiente de esos días, pero ante las palabras recriminatorias de su marido recogió su cuerpo para devolverlo íntegro a la semipenumbra de la habitación.
-Hay edades -dijo, mordiendo las palabras-. La Paz no es el infierno. Y, si no le gusta, en dos años se vuelve. ¿Qué vas a extrañar, vos? -le dijo a su hija-. ¿Tal vez el barro sucio? ¿Los caballos? ¿El rio? Nada de eso va a desaparecer nunca, pu, y menos los zancudos. Van a seguir cuando vuelvas. Pero aquí estás criándote como un marimacho.
La ventana grande daba a la calle y a la plaza en paz del pueblo. Una límpida luz, impregnada del agua clara de la lluvia, irrumpía en el cuarto e iluminaba a Isabel bañada en lágrimas. Las cabezas de una pequeña familia de chapacos llegada del valle tarijeño, sentada sobre el tronco del lapacho tendido contra la pared de la casa, evitando mojarse subían y bajaban con gracia por la ventana, como en las funciones de marionetas que se ofrecían los sábados en el patio de piedra de la iglesia rosada. Un rococo barítono croaba rítmico en algún lugar cercano a la palmera gigante, quizás entre los churquis, y la bandada de loros chocleros miraba en silencio el panorama desde el follaje tupido de algunos gordos toboroches.
El padre, atormentado, miró a su hija por un instante, luego refugió los ojos menudos en la vista de la plaza chorreante.
-No se puede ser monja sin convicción, Elvira -protestó-. Mejor que crezca unos años para preguntarle qué piensa, pu. Quizás quiera ser mamá como tú. ¿Te has puesto a pensar en eso? Ella es una amazona...
Dejó de llover a los instantes y se abrió de nubes el ancho cielo. Una finísima garúa, empapando menudas margaritas de monte que flotaban por costumbre, parecía suspendida en el aire. Vista desde la ventana, era un transparente velo de agua que detenía su caída antes de llegar a los pobres techos de palmas y paja del caserío ralo, y que lejos de tocar la tierra roja y barrosa de las calles, se evaporaba en el aire con el calor intenso de la tarde.
De la empinada calle al rio llegó un jinete sobre un alazán. El rítmico taconeo de sus cascos sobre las piedras y el barro se perdió amortiguado en el pasto rumbo a las tiendas de los turcos fumatéricos que vendían telas y baratijas, y aún pasó de largo hacia la loma suave del cementerio estrenado en la guerra del 32.
Isabel continuaba su llanto al descubierto. Tenía el blanco camisón de mejores tiempos empapado como un trapo arrancado al rio, y erizada la suave piel de sus iniciales años de mujer hasta el espanto. (Un bramido de camión se escuchó en la plaza.) Apenas unos días antes, cuando el invierno ya se iba de la mano del profundo sur de América, ella había corrido detrás de una ágil charata por los senderos del monte. Iba espantando mariposas azules y picaflores enamorados y dando de volteretas felices sobre la hierba áspera. En su agitada marcha se arrastró sobre las caraguatas y dejó jirones vivos de ropa en sus colmillos largos como la mismísima edad del tiempo, y desmadejó los matorrales armados de espinos hambrientos descubriendo la carne de su cuerpo en flor, y continuó persiguiendo a la gallina de monte hasta atraparla de una pata. Con ese trofeo retomó a la casa, pero no tuvo tiempo de contar su hazaña a nadie.
-En tres días nos vamos a La Paz -le había dicho su madre casi sin mirarla-. Vamos a recuperarte de este mundo salvaje.
Entonces comenzó a llorar sin descanso. Se metió bajo el chorro de agua que caía del techo y frotó el metro y medio de cabellera con jabón del país sin dejar de llorar un solo instante, apretó los dientes cuando el agua le bañó las carnes abiertas de la cacería y siguió llorando a torrentes cuando vigorosamente se pasó la piedra del rio por la curva pedrosa de sus talones. No tenía posibilidad de consuelo. Se vistió de camisón con el ánimo claro de dormirse para siempre, pero siguió llorando en sus sueños de terror y al despertar, y cuando le hablaban, y cuando la obviaban para no motivarle más llanto.
Su padre le acariciaba las mejillas con la yema temblorosa de dos dedos si no los vigilaba el rigor implacable de su madre.
-Yo voy a recuperarte de donde te lleven -le dijo con poca voz-. Es mi promesa, aunque me cueste la mendicidad eterna.
Elvira ordenó la casa en esos días antes de la partida. Convencida de la inutilidad de su hombre, sujetó el techo con tripas trenzadas de chancho, apuntaló las columnas con palos de quebracho, barrió las esquinas oscuras de los pisos de ladrillo con veneno casero contra las hormigas y almacenó alimento de pobres para treinta días de ausencia. Amarró todos sus trapos con otro trapo y consiguió que el monaguillo de la iglesia, transferido de su gélido Potosí, le prestara el abrigo que le abrigaría el cuerpo y escondería a cabalidad sus carencias. Reunió las monedas que por diversas razones se quedaron olvidadas en su casa, las metió al monedero y pensó que serían su salvaguarda. El padre Julio le financió el dinero preciso para los pasajes por tierra y las despidió con breve consuelo en la misa del domingo.
-Dios ha de cuidarlas.
La bocina del camión despertó a los loros de los árboles y los echó a volar libres bajo el impulso ronco de sus graznidos. El cielo de Entre Ríos refulgió de colores cuando por fin la garúa se evaporizó, aunque hacía rato que ni siquiera llegaba al techo del campanario. Las nubes se elevaron a los costados del cielo desde el nido mismo de los matorrales trenzados en las colinas, y las arañitas besuconas, las gordas palomas terrestres y las víboras de colores maravillosos, retomaron a la vida con frenesí. Entre Ríos parecía un mundo listo para inaugurarse.
Isabel fue vestida a manotazos por su madre. Bastó uno sólo para que el camisón volara hasta el patio anegado de barro, y otro para encajarle la blusa, y otro más para la falda y los zapatos. La misma maleta de madera se elevó por los cielos y cayó con un estampido de cañón en la carrocería, y ni hizo falta alzar la voz para encajar a la adolescente en la cabina de lástima del camión. Un espino de churqui, largo y grueso, hizo el milagro único de sujetar la fenomenal cabellera en un moño descomunal sobre la nuca tierna.
Sólo el conductor alcanzó a divisar la mano de huérfano desvalido de aquél hombre triste que se quedó en la puerta de la casa y el rostro tomado por la pena y el espanto de la sirvienta chiriguana.
Un esmirriado cortejo fúnebre recibió a las dos mujeres en la insólita ciudad del frío. Por sus jabonosas losetas progresaban las ruedas de fierro sin grasa del carruaje de tablas jalado por un hombre, con el ataúd apenas rociado de flores marchitas y cubierto el rostro por las hojas abiertas de un periódico. Los zapatos de suela claveteada de los deudos (envueltas sus cabezas en mantillas y velos negros) crujían su desgarro en cada paso, y las murmurantes abarcas pobres de los dolientes acompañaban el dolor con el consuelo de una bola de coca salivante en cualquier carrillo. De las nevadas y descomunales montañas soplaba el viento que les quebraba el pecho.
Elvira llevaba de la mano a su hija con paso apurado. No conocía las calles, pero pronto advirtió que todas resbalaban al centro de la ciudad. A su paso, y sin descanso alguno, los comerciantes tronaban anunciando sus productos de pacotilla, los vehículos despanzurraban sus bocinas y la gente no miraba a nadie.
Todo el trayecto había sido una lágrima, porque apenas se salió del pueblo desapareció la hierba, los árboles, los ríos, y asomó la sierra pelada de vegetación pero incrustada de millones de piedras. Tarija les pareció una ciudad a punto de sucumbir para siempre bajo el voluminoso talco de su suelo prehistórico, y la cuesta de Sama les arrancó alaridos de pavor sin igual por sus precipicios. La ciudad de Potosí se les mostró apretujada de frío, repleta de fantasmas de otros siglos, y nunca entendieron que Oruro era más que un campamento minero. A los días de haber salido del Chaco, llegaron a La Paz temblando también de miedo.
Las gigantes puertas de madera gruesa del convento, enchapadas de ángeles con trompetas y soles sonrientes en metal plateado, se abrieron con ruido de goznes ante el insistente llamado de puños de Elvira. Una monjita arrugada como la fruta en invierno, pero sonriente de ojos y labios, abrió la puerta de su hermético imperio y les mostró el jardín regado por manguera. No les preguntó nada para dejarlas entrar, porque supuso bien que la maleta explicaba todo cuanto faltaba entender después de ver el rostro de ángel de la muchacha. Con la misma simpatía de un principio, las condujo siempre en silencio por pasillos helados y limpísimos, por una grada de piedra, y las dejó abandonadas en un banco de madera pobre frente a las puertas de la madre superiora.
-Serás novicia -dijo Elvira-. Aprenderás a rezar, a tener modales, y a fabricar dulce de leche y masitas. Estarás siempre en paz con tu espíritu y no te comerá el tigre. Yo vendré a visitarte cada tanto.
Abrazó a su hija que temblaba desde los puros huesos. Isabel nunca había dejado de llorar aunque ya por entonces carecía de más lágrimas. Sus profundos y hondísimos suspiros, que parecían a punto de derrumbarla, la devolvían a la vida pero también al centro mismo del dolor. Se dejó abrazar sin el menor impulso de corresponder y ni siquiera se llevó las manos a la pesada nuca cuando su largo espino de monte se enganchó al abrigo de lana burda de su madre y, sin ruido, se fue con ella para siempre. De inmediato se desenrolló su larga cabellera, como una hermosa cascada de la Edad de Oro, hasta dar con el frío piso de mosaico, y provocó la exclamación airada de la madre superiora súbitamente parada en su puerta.
-Eso hay que cortar de inmediato -ordenó.
Isabel vivió una vida de silencio desde un principio. Apenas saludó a la madre superiora en esa mañana de terror, dejó de hablar. Recibía órdenes e instrucciones durante todo el día, pero ella se limitaba a asentir moviendo apenas un tanto la cabeza rapada. La misa de la madrugada le helaba toda el alma, y el chocolate del desayuno apenas le calentaba el cuerpo. La faena de la mañana la cumplía sin pensar en nada, el almuerzo de verduras tristes no la reanimaba, y moría otro poco con la misa del atardecer. Muy pronto se convirtió en un alma en pena, y las mismas monjas pensaron que se les iría a morir un día próximo.
-Debemos avisar a tu madre -le dijeron-. No son estos tiempos que corren propicios para hacerse cargo de un muerto en vida. Dinos: ¿dónde la encontramos?
Isabel se alzó de hombros desde el desánimo absoluto. Su madre se había vuelto a Entre Ríos apenas salió del convento aquél día ya remoto y no supo más de ella, y el correo posible no llegó nunca a ese perdido confín del mundo (como tampoco le llegó jamás un presidente de la república o una autoridad de la iglesia). Ni siquiera ante la posibilidad cierta de volver a su paraíso abrió la boca. Estaba muerta y enterrada en su propio cuerpo.
-Tú no eres para esta vida -le dijeron-. Has nacido sin la virtud de la fe, y dudo que el Señor tenga fe en ti. Debes marcharte. Prepara tus cosas.
El lunes siguiente se vio en la puerta que había franqueado dos largos años atrás. El bullicio de la calle, pese a que la ciudad recién se organizaba, la atontó pronto de la cabeza obligándola a sentarse sobre su gruesa maleta de madera. Los colectivos bajaban de las alturas atiborrados de gente, los peatones desafiaban la muerte caminando entre los vehículos en marcha, el comercio de fritangas elevaba su aire pestilente y los policías parecían muy confundidos y a punto de sucumbir en medio del caos sin remedio.
Isabel alzó la débil vista para contemplar las maravillosas montañas de nieve. Observó una con mucho detalle, y luego la otra y todavía la otra, y llenó sus pulmones de aire frío y transparente, empapado en agua helada, y sintió que recuperaba el ánimo para seguir viviendo. Se puso de pie como si hubiera comprendido algo que, hasta ese entonces, se le tenía vedado, y volvió pronto sobre sus pasos de pajarito para tocar con ímpetu las gigantes puertas de madera del convento. Pero la mano se le paralizó en el impulso y su misma mente se le iluminó con otras razones de verdadero fundamento. Volvió a sentarse sobre la maleta y buscó afanosa el monedero para contar las monedas de fantasía que recordaba pero no lo encontró. Entonces revisó la bolsa llena de pasteles que las monjitas le habían preparado y halló unos pocos billetes de colores diversos que un corazón bueno le había regalado. Se puso de pie contenta y, aunque no sabía del valor del dinero, se pensó a salvo de cualquier desgracia humana.
Caminó con mucha calma en medio del gentío bullicioso de la plaza San Francisco, observándolo todo. El griterío agudo le recordaba el monte bullicioso en las madrugadas, cuando toda la selva festejaba el nuevo día y las voces gruesas de los árboles se armonizaban con el murmullo cristalino del agua, cuando la cadencia prehistórica de los sapos gordos acompasaba el graznido de caverna de los loros y la vida era una fiesta. Pero en la altura de Los Andes la vida se renovaba de otra manera. El frío convertía a todas las personas en vitales máquinas de vapor, las piedras chorreaban nieve y el sol iluminaba el cielo más transparente del mundo.
Isabel escuchaba las voces de la gente sin entender ninguna. Palabras milenarias, que a ella no le recordaban nada, regían ese mundo menudo que se protegía con las altísimas montañas azules. En cada paso la abordaba el comercio de las fritangas, la oferta de la novedad y los gritos del transporte hacia lugares innombrables. Pensó que la realidad era un remolino fuerte de venas vigorosas que la absorbía quitándole el oxígeno. Se sintió mareada y pensó que su tumba sería esa tierra fría.
Volvió a sentarse sobre su maleta.
-¡Ay, Dios! -imploró-. ¡Déjame morir en mi asadera, por favor!
Se quedó pensando en su ruego. Mientras el frío le tomaba el cuerpo, un rayo de luz se hizo campo en las tinieblas densas de su desconcierto tan doloroso y creyó haber hallado el alivio. Apurada, se puso de pie y buscó el camino hacia su Entre Ríos en medio de una multitud ocupada de vender el mundo. Se abrió paso empujando a la gente con la mano libre de la maleta y sorteó el contrabando de las chucherías chinas pensando en hallar pronto una calzada, una persona a quien preguntar, y también superó el tumulto de los cándidos que miraban a los hombres tragar el fuego de las antorchas, y siguió abriéndose paso con denuedo en el alboroto simple de las alasitas y su terco afán de replicarlo todo, pero en miniatura, y pudo también con la feligresía arrodillada ante los santos de yeso de cincuenta bolivianos que le trancaban el paso.
Agotada, se sentó junto a los mendigos y decidió compartir con ellos sus pasteles recubiertos de azúcar en polvo. En eso estaba, cuando le habló con voz derrotada el más humilde de todos ellos.
-¿Usted podría indicarme cómo se vuelve al suelo tarijeño?
Isabel detuvo su faena con el alma en vilo. Un mendigo impaciente le arrancó el pastel de las manos y se lo embutió con prisa en la boca para darse a la fuga por su travesura. Los otros rieron a carcajadas y dándose de palmotazos recios en las espaldas curvas y polvorientas.
Pero el de la pregunta quedó al margen de la chacota, decepcionado ante el silencio de estampa de la joven.
Entonces ella alzó los ojos del color de las lechugas tiernas y miró a plenitud a su mismísimo padre.
(Tarija-Bolivia, 1959)
Premio Nacional de Cultura 2014, tiene publicados los siguientes libros:
Nos conocimos amando (Cuentos, 1981, Ed. Los Amigos del Libro); Este lado del mundo (Novela, 1984, colección Premio Guttentag, Ed. Los Amigos del Libro); El país de la alegría (Novela, 1987, Ed. Los Amigos del Libro); Anota que soy un hombre (Cuentos, 1989, Casa de la Cultura, Cochabamba.); La huella es el olvido (Novela, 1993, finalista Casa de las Américas, Ed. La Hoguera); Ahora que es entonces (Novela, 1998, Alfaguara-Bolivia); La vida me duele sin vos (Novela, 1998, Premio Nacional, Alfaguara- Bolivia); Un hombre sentimental (Cuentos policiales, 2001, Ed. La Hoguera); Los labios de tu cuerpo (Novela, 2004, Ed. La Hoguera); Dime contra quién disparo (Novela policial, 2004, Ed. La Hoguera); Después de ti no hay nada (Cuentos, 2006, Ed. Los Amigos del Libro); Si tú encuentras a Mari Jo (Novela, 2007, Ed. Gente Común); Contra nadie en la batalla (Novela, 2007, Ed. La hoguera); El mar, el sol y MariSol (novela, 2007, Ed. Kipus); Fue por tu amor, María (Cuentos, 2010 Ed. La Hoguera); Después de las bombas (Cuentos, 2012, Ed. La Hoguera); Los días vacíos del Raspa Ríos (Novela, 2012, Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz, Ed. Kipus); La reina del café y otros cuentos policiales (Cuentos policiales, 2014, Ed. La Hoguera); Siempre fuimos familia (Novela, 2014, Premio Internacional de Novela Kipus, Ed. Kipus); Tumbalocos (Cuentos, 2014, Premio Santa Cruz de la Sierra, Ed. Kipus); Que te vaya como mereces (Premio L’H Confidencial, 2017, Barcelona, España).
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Nada más Isabel se bañó en lágrimas de desolación absoluta, la lluvia abundante y desordenada cayó sobre Entre Ríos con la contundencia propia de un irrevisable mandato bíblico. La fugaz brisa fría, húmeda y plomiza de los últimos días de agosto (que sirvió a los más viejos para recordar todo el dolor sin consuelo de los huesos), pronto se confundió con un súbito verano de aguas cristalinas, que llegó atropellando a la ansiada primavera que se veía venir desde las colinas próximas y que terminó por no llegar nunca en ese año de trastornos calamitosos.
La bella adolescente lloraba copiosamente sin cubrirse el rostro y las lágrimas le bajaban el cuerpo como las grandes penas de la humanidad. Su larga cabellera, cepillada en la madrugada por su madre, al mediodía por su sirvienta chiriguana y por ella misma antes de dormir, ya le llegaba a sus pantorrillas de fantasía y le daba un aspecto de otro mundo en esos días de sufrimiento. Su rostro pálido, del color de la luna oculta en los matorrales sucios del monte próximo, y también del color de su cuerpo, destacaba las ojeras moradas como la zarzamora y el verde propio de las lechugas de sus grandes ojos de belleza invivible. Descalza sobre el piso de ladrillo, que ya sus remotos mayores habían pisado durante la Colonia y también cuando el país comenzaba a hacerse a tropezones, cubierta por el mismo camisón de sus últimas noches de tormento, se dejaba sufrir, sin siquiera mover apenas un dedo cualquiera, ante la huidiza mirada testifical de su padre y ante la determinación de cacique de su madre de labrarle un destino de verdad en los paisajes de montañas nevadas, de cemento y de numerosas calles de una ciudad colgada de los puros cielos, atiborrada de gente parecida a las almas en pena, que no se detendría nunca a hacerle reverencia a su belleza.
-¡Qué muchacha más endemoniada, pu\ -había dicho su madre desde el vano de la puerta-, ¡Faltaría que además piense que yo quiero su mal! ¡Ya no llores más, che! ¡Vas a ir de todas formas, y a ser feliz!
Una maleta de madera del tamaño de un cuchi gordo, que sirvió al tío Enrique en los infaustos años de la guerra del Chaco, ya contenía su ropa de niña y sus caprichos de adolescente de los primeros años, y descansaba en el rincón de ese mismo cuarto a la espera de una mano que la descargara sobre el viejísimo camión rumbo a la lejana La Paz. Un monedero de cuero, repleto hasta el cierre de monedas chiquititas, se hallaba cerca al sujetador de la maleta, y hasta una muñeca de trapo, peinada con primor con pichicas amarillas y vestida de coqueta campesina holandesa, parecía esperarla para hacer el viaje juntas.
Su padre se condolió sin carácter: -No es bueno que sufra, Elvira. Es mejor esperar unos pocos años, para consultarle, pu.
La madre se enfureció. Ya tenía la punta de un pie sobre una piedra en el patio de la casa, y había previsto correr cubierta por los aleros hacia el canchón del pozo séptico evitando la lluvia ardiente de esos días, pero ante las palabras recriminatorias de su marido recogió su cuerpo para devolverlo íntegro a la semipenumbra de la habitación.
-Hay edades -dijo, mordiendo las palabras-. La Paz no es el infierno. Y, si no le gusta, en dos años se vuelve. ¿Qué vas a extrañar, vos? -le dijo a su hija-. ¿Tal vez el barro sucio? ¿Los caballos? ¿El rio? Nada de eso va a desaparecer nunca, pu, y menos los zancudos. Van a seguir cuando vuelvas. Pero aquí estás criándote como un marimacho.
La ventana grande daba a la calle y a la plaza en paz del pueblo. Una límpida luz, impregnada del agua clara de la lluvia, irrumpía en el cuarto e iluminaba a Isabel bañada en lágrimas. Las cabezas de una pequeña familia de chapacos llegada del valle tarijeño, sentada sobre el tronco del lapacho tendido contra la pared de la casa, evitando mojarse subían y bajaban con gracia por la ventana, como en las funciones de marionetas que se ofrecían los sábados en el patio de piedra de la iglesia rosada. Un rococo barítono croaba rítmico en algún lugar cercano a la palmera gigante, quizás entre los churquis, y la bandada de loros chocleros miraba en silencio el panorama desde el follaje tupido de algunos gordos toboroches.
El padre, atormentado, miró a su hija por un instante, luego refugió los ojos menudos en la vista de la plaza chorreante.
-No se puede ser monja sin convicción, Elvira -protestó-. Mejor que crezca unos años para preguntarle qué piensa, pu. Quizás quiera ser mamá como tú. ¿Te has puesto a pensar en eso? Ella es una amazona...
Dejó de llover a los instantes y se abrió de nubes el ancho cielo. Una finísima garúa, empapando menudas margaritas de monte que flotaban por costumbre, parecía suspendida en el aire. Vista desde la ventana, era un transparente velo de agua que detenía su caída antes de llegar a los pobres techos de palmas y paja del caserío ralo, y que lejos de tocar la tierra roja y barrosa de las calles, se evaporaba en el aire con el calor intenso de la tarde.
De la empinada calle al rio llegó un jinete sobre un alazán. El rítmico taconeo de sus cascos sobre las piedras y el barro se perdió amortiguado en el pasto rumbo a las tiendas de los turcos fumatéricos que vendían telas y baratijas, y aún pasó de largo hacia la loma suave del cementerio estrenado en la guerra del 32.
Isabel continuaba su llanto al descubierto. Tenía el blanco camisón de mejores tiempos empapado como un trapo arrancado al rio, y erizada la suave piel de sus iniciales años de mujer hasta el espanto. (Un bramido de camión se escuchó en la plaza.) Apenas unos días antes, cuando el invierno ya se iba de la mano del profundo sur de América, ella había corrido detrás de una ágil charata por los senderos del monte. Iba espantando mariposas azules y picaflores enamorados y dando de volteretas felices sobre la hierba áspera. En su agitada marcha se arrastró sobre las caraguatas y dejó jirones vivos de ropa en sus colmillos largos como la mismísima edad del tiempo, y desmadejó los matorrales armados de espinos hambrientos descubriendo la carne de su cuerpo en flor, y continuó persiguiendo a la gallina de monte hasta atraparla de una pata. Con ese trofeo retomó a la casa, pero no tuvo tiempo de contar su hazaña a nadie.
-En tres días nos vamos a La Paz -le había dicho su madre casi sin mirarla-. Vamos a recuperarte de este mundo salvaje.
Entonces comenzó a llorar sin descanso. Se metió bajo el chorro de agua que caía del techo y frotó el metro y medio de cabellera con jabón del país sin dejar de llorar un solo instante, apretó los dientes cuando el agua le bañó las carnes abiertas de la cacería y siguió llorando a torrentes cuando vigorosamente se pasó la piedra del rio por la curva pedrosa de sus talones. No tenía posibilidad de consuelo. Se vistió de camisón con el ánimo claro de dormirse para siempre, pero siguió llorando en sus sueños de terror y al despertar, y cuando le hablaban, y cuando la obviaban para no motivarle más llanto.
Su padre le acariciaba las mejillas con la yema temblorosa de dos dedos si no los vigilaba el rigor implacable de su madre.
-Yo voy a recuperarte de donde te lleven -le dijo con poca voz-. Es mi promesa, aunque me cueste la mendicidad eterna.
Elvira ordenó la casa en esos días antes de la partida. Convencida de la inutilidad de su hombre, sujetó el techo con tripas trenzadas de chancho, apuntaló las columnas con palos de quebracho, barrió las esquinas oscuras de los pisos de ladrillo con veneno casero contra las hormigas y almacenó alimento de pobres para treinta días de ausencia. Amarró todos sus trapos con otro trapo y consiguió que el monaguillo de la iglesia, transferido de su gélido Potosí, le prestara el abrigo que le abrigaría el cuerpo y escondería a cabalidad sus carencias. Reunió las monedas que por diversas razones se quedaron olvidadas en su casa, las metió al monedero y pensó que serían su salvaguarda. El padre Julio le financió el dinero preciso para los pasajes por tierra y las despidió con breve consuelo en la misa del domingo.
-Dios ha de cuidarlas.
La bocina del camión despertó a los loros de los árboles y los echó a volar libres bajo el impulso ronco de sus graznidos. El cielo de Entre Ríos refulgió de colores cuando por fin la garúa se evaporizó, aunque hacía rato que ni siquiera llegaba al techo del campanario. Las nubes se elevaron a los costados del cielo desde el nido mismo de los matorrales trenzados en las colinas, y las arañitas besuconas, las gordas palomas terrestres y las víboras de colores maravillosos, retomaron a la vida con frenesí. Entre Ríos parecía un mundo listo para inaugurarse.
Isabel fue vestida a manotazos por su madre. Bastó uno sólo para que el camisón volara hasta el patio anegado de barro, y otro para encajarle la blusa, y otro más para la falda y los zapatos. La misma maleta de madera se elevó por los cielos y cayó con un estampido de cañón en la carrocería, y ni hizo falta alzar la voz para encajar a la adolescente en la cabina de lástima del camión. Un espino de churqui, largo y grueso, hizo el milagro único de sujetar la fenomenal cabellera en un moño descomunal sobre la nuca tierna.
Sólo el conductor alcanzó a divisar la mano de huérfano desvalido de aquél hombre triste que se quedó en la puerta de la casa y el rostro tomado por la pena y el espanto de la sirvienta chiriguana.
Un esmirriado cortejo fúnebre recibió a las dos mujeres en la insólita ciudad del frío. Por sus jabonosas losetas progresaban las ruedas de fierro sin grasa del carruaje de tablas jalado por un hombre, con el ataúd apenas rociado de flores marchitas y cubierto el rostro por las hojas abiertas de un periódico. Los zapatos de suela claveteada de los deudos (envueltas sus cabezas en mantillas y velos negros) crujían su desgarro en cada paso, y las murmurantes abarcas pobres de los dolientes acompañaban el dolor con el consuelo de una bola de coca salivante en cualquier carrillo. De las nevadas y descomunales montañas soplaba el viento que les quebraba el pecho.
Elvira llevaba de la mano a su hija con paso apurado. No conocía las calles, pero pronto advirtió que todas resbalaban al centro de la ciudad. A su paso, y sin descanso alguno, los comerciantes tronaban anunciando sus productos de pacotilla, los vehículos despanzurraban sus bocinas y la gente no miraba a nadie.
Todo el trayecto había sido una lágrima, porque apenas se salió del pueblo desapareció la hierba, los árboles, los ríos, y asomó la sierra pelada de vegetación pero incrustada de millones de piedras. Tarija les pareció una ciudad a punto de sucumbir para siempre bajo el voluminoso talco de su suelo prehistórico, y la cuesta de Sama les arrancó alaridos de pavor sin igual por sus precipicios. La ciudad de Potosí se les mostró apretujada de frío, repleta de fantasmas de otros siglos, y nunca entendieron que Oruro era más que un campamento minero. A los días de haber salido del Chaco, llegaron a La Paz temblando también de miedo.
Las gigantes puertas de madera gruesa del convento, enchapadas de ángeles con trompetas y soles sonrientes en metal plateado, se abrieron con ruido de goznes ante el insistente llamado de puños de Elvira. Una monjita arrugada como la fruta en invierno, pero sonriente de ojos y labios, abrió la puerta de su hermético imperio y les mostró el jardín regado por manguera. No les preguntó nada para dejarlas entrar, porque supuso bien que la maleta explicaba todo cuanto faltaba entender después de ver el rostro de ángel de la muchacha. Con la misma simpatía de un principio, las condujo siempre en silencio por pasillos helados y limpísimos, por una grada de piedra, y las dejó abandonadas en un banco de madera pobre frente a las puertas de la madre superiora.
-Serás novicia -dijo Elvira-. Aprenderás a rezar, a tener modales, y a fabricar dulce de leche y masitas. Estarás siempre en paz con tu espíritu y no te comerá el tigre. Yo vendré a visitarte cada tanto.
Abrazó a su hija que temblaba desde los puros huesos. Isabel nunca había dejado de llorar aunque ya por entonces carecía de más lágrimas. Sus profundos y hondísimos suspiros, que parecían a punto de derrumbarla, la devolvían a la vida pero también al centro mismo del dolor. Se dejó abrazar sin el menor impulso de corresponder y ni siquiera se llevó las manos a la pesada nuca cuando su largo espino de monte se enganchó al abrigo de lana burda de su madre y, sin ruido, se fue con ella para siempre. De inmediato se desenrolló su larga cabellera, como una hermosa cascada de la Edad de Oro, hasta dar con el frío piso de mosaico, y provocó la exclamación airada de la madre superiora súbitamente parada en su puerta.
-Eso hay que cortar de inmediato -ordenó.
Isabel vivió una vida de silencio desde un principio. Apenas saludó a la madre superiora en esa mañana de terror, dejó de hablar. Recibía órdenes e instrucciones durante todo el día, pero ella se limitaba a asentir moviendo apenas un tanto la cabeza rapada. La misa de la madrugada le helaba toda el alma, y el chocolate del desayuno apenas le calentaba el cuerpo. La faena de la mañana la cumplía sin pensar en nada, el almuerzo de verduras tristes no la reanimaba, y moría otro poco con la misa del atardecer. Muy pronto se convirtió en un alma en pena, y las mismas monjas pensaron que se les iría a morir un día próximo.
-Debemos avisar a tu madre -le dijeron-. No son estos tiempos que corren propicios para hacerse cargo de un muerto en vida. Dinos: ¿dónde la encontramos?
Isabel se alzó de hombros desde el desánimo absoluto. Su madre se había vuelto a Entre Ríos apenas salió del convento aquél día ya remoto y no supo más de ella, y el correo posible no llegó nunca a ese perdido confín del mundo (como tampoco le llegó jamás un presidente de la república o una autoridad de la iglesia). Ni siquiera ante la posibilidad cierta de volver a su paraíso abrió la boca. Estaba muerta y enterrada en su propio cuerpo.
-Tú no eres para esta vida -le dijeron-. Has nacido sin la virtud de la fe, y dudo que el Señor tenga fe en ti. Debes marcharte. Prepara tus cosas.
El lunes siguiente se vio en la puerta que había franqueado dos largos años atrás. El bullicio de la calle, pese a que la ciudad recién se organizaba, la atontó pronto de la cabeza obligándola a sentarse sobre su gruesa maleta de madera. Los colectivos bajaban de las alturas atiborrados de gente, los peatones desafiaban la muerte caminando entre los vehículos en marcha, el comercio de fritangas elevaba su aire pestilente y los policías parecían muy confundidos y a punto de sucumbir en medio del caos sin remedio.
Isabel alzó la débil vista para contemplar las maravillosas montañas de nieve. Observó una con mucho detalle, y luego la otra y todavía la otra, y llenó sus pulmones de aire frío y transparente, empapado en agua helada, y sintió que recuperaba el ánimo para seguir viviendo. Se puso de pie como si hubiera comprendido algo que, hasta ese entonces, se le tenía vedado, y volvió pronto sobre sus pasos de pajarito para tocar con ímpetu las gigantes puertas de madera del convento. Pero la mano se le paralizó en el impulso y su misma mente se le iluminó con otras razones de verdadero fundamento. Volvió a sentarse sobre la maleta y buscó afanosa el monedero para contar las monedas de fantasía que recordaba pero no lo encontró. Entonces revisó la bolsa llena de pasteles que las monjitas le habían preparado y halló unos pocos billetes de colores diversos que un corazón bueno le había regalado. Se puso de pie contenta y, aunque no sabía del valor del dinero, se pensó a salvo de cualquier desgracia humana.
Caminó con mucha calma en medio del gentío bullicioso de la plaza San Francisco, observándolo todo. El griterío agudo le recordaba el monte bullicioso en las madrugadas, cuando toda la selva festejaba el nuevo día y las voces gruesas de los árboles se armonizaban con el murmullo cristalino del agua, cuando la cadencia prehistórica de los sapos gordos acompasaba el graznido de caverna de los loros y la vida era una fiesta. Pero en la altura de Los Andes la vida se renovaba de otra manera. El frío convertía a todas las personas en vitales máquinas de vapor, las piedras chorreaban nieve y el sol iluminaba el cielo más transparente del mundo.
Isabel escuchaba las voces de la gente sin entender ninguna. Palabras milenarias, que a ella no le recordaban nada, regían ese mundo menudo que se protegía con las altísimas montañas azules. En cada paso la abordaba el comercio de las fritangas, la oferta de la novedad y los gritos del transporte hacia lugares innombrables. Pensó que la realidad era un remolino fuerte de venas vigorosas que la absorbía quitándole el oxígeno. Se sintió mareada y pensó que su tumba sería esa tierra fría.
Volvió a sentarse sobre su maleta.
-¡Ay, Dios! -imploró-. ¡Déjame morir en mi asadera, por favor!
Se quedó pensando en su ruego. Mientras el frío le tomaba el cuerpo, un rayo de luz se hizo campo en las tinieblas densas de su desconcierto tan doloroso y creyó haber hallado el alivio. Apurada, se puso de pie y buscó el camino hacia su Entre Ríos en medio de una multitud ocupada de vender el mundo. Se abrió paso empujando a la gente con la mano libre de la maleta y sorteó el contrabando de las chucherías chinas pensando en hallar pronto una calzada, una persona a quien preguntar, y también superó el tumulto de los cándidos que miraban a los hombres tragar el fuego de las antorchas, y siguió abriéndose paso con denuedo en el alboroto simple de las alasitas y su terco afán de replicarlo todo, pero en miniatura, y pudo también con la feligresía arrodillada ante los santos de yeso de cincuenta bolivianos que le trancaban el paso.
Agotada, se sentó junto a los mendigos y decidió compartir con ellos sus pasteles recubiertos de azúcar en polvo. En eso estaba, cuando le habló con voz derrotada el más humilde de todos ellos.
-¿Usted podría indicarme cómo se vuelve al suelo tarijeño?
Isabel detuvo su faena con el alma en vilo. Un mendigo impaciente le arrancó el pastel de las manos y se lo embutió con prisa en la boca para darse a la fuga por su travesura. Los otros rieron a carcajadas y dándose de palmotazos recios en las espaldas curvas y polvorientas.
Pero el de la pregunta quedó al margen de la chacota, decepcionado ante el silencio de estampa de la joven.
Entonces ella alzó los ojos del color de las lechugas tiernas y miró a plenitud a su mismísimo padre.