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Recuento del tiempo lejano (Segunda parte)

También existía un ceremonial para cumplir en familia: asistir a misa, a las novenas, procesiones y a los congresos eucarísticos, participar en las fiestas como el 15 de abril, o 6 de agosto, los trenzados y adoraciones dedicadas al Niño Dios, la Pascua Florida y el desfile de los chunchos...

Cántaro
  • Heberto Arduz Ruiz
  • 02/12/2018 00:00
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También existía un ceremonial para cumplir en familia: asistir a misa, a las novenas, procesiones y a los congresos eucarísticos, participar en las fiestas como el 15 de abril, o 6 de agosto, los trenzados y adoraciones dedicadas al Niño Dios, la Pascua Florida y el desfile de los chunchos promesantes con motivo del día de San Roque, entre muchas otras festividades lugareñas. Tarija fue y es actualmente un pueblo católico, muy religioso en el sentimiento de sus moradores.
Otro tanto ocurría en el área rural en las ocasiones en que viajábamos de vacaciones, dos veces al año. A objeto de desarrollar actividades tales como jugar fútbol, los fines de semana nos trasladábamos a caballo varias leguas con nuestro progenitor y armábamos dos equipos junto a los campesinos; en otras fechas nuestro afán era observar las hierras, que consistían en poner herrajes a las patas de los caballos, así como participar en los rituales de la era, donde se cumplía el desbroce de las gavillas de trigo y embolsado del cereal; el proceso de elaboración de chicha, o el marcado del ganado y su recuento, dándoles sal roja y blanca en bloques para que se concentre y se lo pueda contabilizar y determinar su número preciso. Un hecho singular acontecía cuando degollaban vaquillas, o un chancho que lo hacían engordar de enero a diciembre y lo faenaban antes de la Navidad, provocando susto en los niños más grandes y pánico en los menores, resistiéndose a comer el mismo día la carne obtenida en diversos platillos. Todo, salvo esto último, era muy atractivo a los ojos de los niños que despertábamos a un mundo diferente al de la ciudad, en un entorno natural amable en la región.
Cierto suceso circunstancial, muy curioso, fue que a consecuencia de haberme fracturado de niño el pie izquierdo, la tibia y el peroné, una vez que me sacaron el yeso con el que permanecí unos noventa días, empecé a cojear y esto me incomodaba mucho frente a mis familiares y amigos, sintiéndome disminuido físicamente. Por esas cosas de la vida, un día en que la empleada doméstica perseguía a una gallina con el propósito de atraparla para matarla y preparar el almuerzo, yo me lancé en su ayuda y cuando traté de agarrarla se trepó a la pirca o pared de piedras acumuladas, momento en que desde arriba el ave hizo caer una piedra que justamente me llegó al pie derecho, el sano, y luego del dolor me puse a cojear y como por arte de magia desapareció el malestar y la renquera del pie izquierdo. Volví a la normalidad. Sabrá Dios de este acto providencial que tuvo ribetes de milagro.
Todo el espacio de cuidado y amor nos prodigaba Olguita, nuestra madre, quien al lado de su progenitora, mamá Rosenda, demostraban una entrega total a los hijos aparte del intenso trabajo que cumplían para lograr la manutención en el hogar, tanto con el taller de costuras como el suministro de pensión a familias conocidas en la ciudad.
Mi padre, queda dicho arriba, buscó refugio en la propiedad rural llamada Cajas y enviaba a la ciudad para su comercialización productos en recuas de asnos; papa, trigo, cebada y maíz: era cuanto producía esa tierra de la altipampa tarijeña a sesenta kilómetros de distancia de la capital. Y las veces que en forma espaciada, entre tres o cuatro meses, volvía al hogar, generalmente en horas de la noche a fin de que los agentes políticos no detecten su presencia, portaba frutas de temporada adquiridas en Yesera, paso obligado en el camino que lo cubría a caballo, en su moro brioso y gallardo al que lo entrenaba como militar. El esperado retorno, ávido de ansiedad y ternura por ver a su esposa e hijos, vestía de fiesta a nuestro hogar, de regocijo total e íntima unión familiar.
Durante la estación del verano y a fin de aplacar la intensidad del calor, presididos por mi padre, amigos del barrio y mis hermanos íbamos al río Guadalquivir y bajo el consejo de algún conocedor que nunca faltaba, solíamos dirigirnos a una poza honda y sin remolinos, a nadar tranquilamente. Los muchachos desde muy jovencitos aprenden la natación y se vuelven experimentados, al punto que en las ocasiones en que llegaba el río con un caudal inusitado en Tomatitas se montaban a una llanta de automóvil y se dejaban arrastrar kilómetros hasta llegar a Tarija, en juguetona evasión de troncos y piedras enormes que recogía la furia del agua en torrentera. ¡Qué satisfacción se advertía en sus rostros…!

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