El drama histórico (Segunda parte)
Visita presidencial a Tarija El año 1833 se recrea en Bolivia una ola de optimismo. El presidente Santa Cruz gran administrador de la cosa pública puede enorgullecerse de su obra gubernamental, realizada en los últimos cuatro años. El país tiene estructura política, y se abren los caminos...



Visita presidencial a Tarija
El año 1833 se recrea en Bolivia una ola de optimismo. El presidente Santa Cruz gran administrador de la cosa pública puede enorgullecerse de su obra gubernamental, realizada en los últimos cuatro años. El país tiene estructura política, y se abren los caminos del orden, la disciplina y el trabajo creador. Hay paz y respeto, dignidad y soberanía nacionales.
En ese clima, es posible y necesario que el presidente de los bolivianos visite el territorio nacional, se ponga en contacto directo con el pueblo, se informe de los problemas y requerimientos de las diferentes circunscripciones.
Mirando hacia el sur, está la villa de Tarija al fondo de la patria, tras altísimas montañas, en un valle atractivo y fecundo, de ubérrima naturaleza y suave clima.
El mariscal Santa Cruz la tiene presente en sus recuerdos de guerrero y en la amistad de muchos tarijeños, entre los que hay que citar al general Francisco Burdett O’Connor; a los coroneles Bernardo Trigo, José María Avilés y Timoteo Raña, que luego alcanzarán el generalato; a los tenientes coroneles Sebastián Estenssoro, Tomás Ruiz y Fernando Campero, que también será general. La cita puede extenderse, indudablemente, pero a más de un siglo quedan pocas huellas, algunas de las cuales tuvimos la ventura de encontrar, sirviéndonos de ellas para hilvanar estas líneas.
O’Connor es uno de los “peones viejos” que, desde 1820, lucha en el ejército libertador.
Sus relaciones con Santa Cruz datan desde cuando éste marcha del Perú al Ecuador, con una división, por orden de San Martín, a auxiliar a Sucre.
Presente Bolívar en tierra de los Incas, confía la jefatura del ejército peruano a Santa Cruz y la del ejército de Colombia a O’Connor.
En la campaña del Alto Perú, Santa Cruz es Jefe del Estado Mayor del mariscal Sucre, y O’Connor “director de operaciones” para “completar los triunfos de las armas libertadoras”.
Persiguiendo al último chapetón (Olañeta), O’Connor ocupa Tupiza (abril de 1825), y, al mes siguiente, pasa a Tarija, por orden de Sucre, a atender la representación que sus vecinos hicieron llegar al mariscal, para amparar su bolivianismo. Allí se radica de por vida.
En abril de 1830, el presidente Santa Cruz le llama “para que sirva en el ejército de Bolivia, con la antigüedad del 9 de febrero de 1825, desde cuya época los ha prestado con utilidad”.
Su destino es el de ayudante, primero, y, luego, el de jefe del estado mayor general del ejército.
Con el grado de general de brigada, que le es conferido por el Congreso Nacional en 1831, sus responsabilidades son mayores. Ese mismo año, es designado Ministro de la Guerra. Como miembro del gobierno nacional, debate, propone y resuelve importantes asuntos públicos.
Ante la amenaza del caudillo argentino Facundo Quiroga de invadir Tarija, en enero de 1832 el mariscal Santa Cruz encomienda al general O’Connor trasladarse a dicha villa y “poner la provincia en estado de defensa”.
Después de la visita del presidente a los tarijeños, el “viejo peón” de la independencia americana es nombrado nuevamente Ministro de la Guerra y Jefe del Estado Mayor General (noviembre de 1833).
Vuelve a Tarija y, en junio de 1835, sus servicios son otra vez requeridos por Santa Cruz, ahora para la Campaña de Pacificación del Perú, que se trueca en la de la Confederación Perú—Boliviana. En ella O’Connor tiene activa participación, especialmente en la batalla de Socabaya.
Suscrito el “Tratado de Paucarpata” (17 de noviembre de 1837) que —dirá O’Connor en sus Memorias — “libró al ejército invasor de Chile de ser completamente destrozado por el nuestro”, regresa, junto con Santa Cruz, a Bolivia. Muy enfermo, tiene que retirarse a Tarija. Antes, le llega el despacho de general de brigada de los ejércitos del Perú, y el Congreso boliviano le asciende a general de división.
Al año siguiente, acompaña al general Felipe Braun a repeler la invasión argentina a Tarija, en Iruya y Montenegro, acciones que son de honor y gloria para las armas nacionales.
Las vinculaciones de O’Connor con Santa Cruz son tantas que su juicio sobre aquél merece fe y constituye testimonio fehaciente para la historia. En 1869 escribe en sus “Recuerdos” estas palabras de apreciación sobre el presidente de los bolivianos: “… el General Santa Cruz era un excelente administrador público, que observaba puntualmente la Constitución y la hacía observar, y se puede asegurar que con un primer magistrado como él, cualquier forma de gobierno marcharía al congreso”. “El General Santa Cruz era un hombre muy sagaz, astuto, instruido y diplomático”.
Otro de aquellos personajes tarijeños, es el general Bernardo Trigo. En el momento histórico en que nos situamos, tiene el grado de coronel de los ejércitos de Bolivia y ganará el generalato en la batalla de Ingavi (18 de noviembre de 1841), luchando al lado del vencedor general José Ballivián.
Sus antecedentes de patriota arrancan desde los primeros años de la guerra emancipadora, en que forma en el primer ejército auxiliar argentino, combate en Cotagaita (20 de octubre de 1810), en Guaqui (20 de junio de 1811) y en otros lugares, ganando así sus grados militares.
[gallery type="slideshow" size="full" ids="214575,214576,214577,214578,214579,214580"]
Con todo, no es allí donde refulge la vigorosa personalidad de Bernardo Trigo, sino en el movimiento bolivianista de Tarija, que él dirige, alimenta y sostiene, encabezándolo con singular decisión, afrontando peligros y amenazas, presidiendo cabildos, estimulando al pueblo, ocupando la gobernación, etc.; y, luego, golpeando las puertas del congreso boliviano, para que sean aceptados los diputados tarijeños; luchando, en seguida, para que se reconozca a Tarija sus legítimos derechos.
Un día dirá Mariano Baptista: … y Tarija, pasando sobre la omnipotencia de Bolívar, sobre la autoridad de Arenales, sobre las vacilaciones de la Constituyente, lanzó su acta plena, a impulsos del patriota General Bernardo Trigo”.
En 1825, este patricio es designado por el mariscal Sucre gobernador de la provincia de Tarija. Al erigírsela en departamento (1831), Trigo es su primer prefecto y comandante general, nombrado por el presidente Santa Cruz. Y lo será nuevamente, cuando Se efectúe la invasión argentina mandada por Rosas (1838).
Don Bernardo presta su concurso para dar estructura institucional a la república, aportando ideas y voluntad. Es amigo del mariscal Sucre y sabe servirle y defenderle.
Concurre a la Constituyente boliviana de 1828 y a la Asamblea de 1839, como representante por Tarija. En la primera, observa, con sus colegas Mendieta y Hevia y Baca, que se utilice el término de “provincia” para Tarija y proyecta una ley en virtud de la cual debe reconocérsele el rango de departamento de la república, iniciativa que, con algunas modificaciones, acabará siendo aprobada.
En la campaña de la Confederación Perú-Boliviana, Trigo es uno de los primeros que acude, desde Tarija, al llamado del presidente Santa Cruz. Este sabe valorar sus merecimientos y le destina como su “Edecán de Campaña”.
José María Avilés es un tarijeño notable que, política, militar y personalmente, está vinculado a Santa Cruz.
Se inicia en la carrera de las armas en el ejército realista, a órdenes del general Pedro Olañeta. Destinado al famoso regimiento de caballería Dragones Americanos, se destaca por su valor y su talento. Con esa autoridad, él es uno de los primeros oficiales de dicha unidad que, al ingresar el ejército libertador al Alto Perú, se sublevan en Cochabamba y abrazan la causa de la patria. Consagrado al servicio, hace méritos y gana ascensos.
Al lado del presidente Santa Cruz, traspasa la frontera peruana, al iniciarse la campaña de la confederación. Alcanza el generalato en Yanacocha, junto con Ballivián y Anglada. Comandando una división, combate con bravura en la toma del puente de Uchumayo, y se llena de gloria en la batalla de Socabaya.
Hombre de confianza del Protector, es destinado a Lima, en un cargo de mucha responsabilidad, donde muere, al parecer, envenenado. Había cumplido 54 años de edad.
Al tener noticias del trágico suceso, exclama Santa Cruz: “Esa espada me hará falta. Dios se está llevando a mis mejores generales”.
Timoteo Raña es compañero de armas de Avilés en los Dragones Americanos, y juntos abrazan la causa de la patria.
El año 1828, cuando el general Pedro Blanco asume la presidencia de la república, Raña es destinado como jefe del regimiento que comanda aquél.
Asesinado Blanco, el general Velasco da de baja a Raña de las filas del ejército (enero de 1829).
Regresa a Tarija y retirase a su finca rústica de Tolomosa, donde le sorprende (1832) el llamado para reincorporarse, ante la amenaza de invasión del caudillo argentino Quiroga. Organiza en Tarija el Regimiento Segundo de Caballería, que maniobra ante el presidente Santa Cruz, impresionándole “vivamente”.
En la Campaña de la Confederación Perú-Boliviana, la participación de Raña es meritoria, al mando de su regimiento “Dragones de Tarija”. En diciembre de 1835, derrota al general Ramón Castilla, que se proponía invadir Bolivia. Castilla será presidente del Perú.
Amagada la frontera sur de Bolivia, por tropas del dictador argentino Juan Manuel de Rosas, Raña marcha allá con el ejército del general Felipe Braun. Comandando su “caballería tarijeña”, obtiene resonante victoria en los campos de Iruya (11 de junio de 1838), frente a los ochocientos hombres comandados por el general Alejandro Heredia. El triunfo no es exclusivamente suyo, pero él tiene acción esencial en la batalla. En el parte de guerra se revela el hombre superior que es Raña. “Mi gente — dice — ha llenado muy dignamente su deber”. Nada más. El y “su gente” han cumplido “su deber”, lisa y llanamente. Santa Cruz le premia ascendiéndole al grado de general de brigada.
El gobierno de Velasco nombra al general Raña “Comandante General de Oruro” (enero de 1839). En julio, un grupo de oficiales, en franca subversión, le insinúa “la entrega de la plaza”, ofreciéndole, en cambio, el despacho de general de división. El pundonoroso militar desbarata el movimiento y somete a las “fuerzas revoltosas”, guiado sólo por el concepto de lealtad. Pero los subvertores triunfan en 1841, llevando al gobierno al general Ballivián, lo que motiva que Raña se retire a Tarija y abandone las filas del ejército. En 19 de agosto de 1842, se le da, por ello, de baja del ejército; mas, el mismo Ballivián, el 2 de junio de 1846, le restituye el grado y demás prerrogativas.
En reconocimiento a sus méritos, el 4 de noviembre de 1847 se le asciende a general de división.
Sebastián Estenssoro ostenta el grado de mayor, cuando el presidente Santa Cruz se apresta a visitar Tarija.
Hijo de españoles de aristocrático linaje, es el tronco de una numerosa y distinguida familia tarijeña.
A comienzos de la guerra de la independencia, Estenssoro se incorpora a las milicias del caudillo salteño Martín Güemes, y con ellas participa en las acciones de armas del primer ejército auxiliar argentino en el Alto Perú, luchando, posteriormente, en el sector Yavi - Humahuaca. Está en la batalla de Ayacucho, como oficial del regimiento “Rifleros”, de la división del general Lara. Después, continúa sirviendo a la patria en armas, alcanzando el grado de coronel del ejército boliviano.
Ante la amenaza de invasión argentina del año 1838, el entonces teniente coronel Sebastián Estenssoro organiza en Tarija el “Batallón Octavo”. En pocos días, reúne cien hombres experimentados, que habían pertenecido al ejército del sur, los que, debidamente “armados y municionados”, con “dotación completa de oficiales”, marchan a la zona de operaciones. Acosan al enemigo por San Diego y Narváez, y participan en la batalla de Montenegro, en la que Estenssoro se hace acreedor, junto con otros jefes y oficiales, a “particular mención por su valor”, cual se lee en el “parte” del general Agreda, así como a la distinción de “Miembro de la Legión de Honor” (30 de junio de 1838).
Tomás Ruiz es “amigo muy querido del general Santa Cruz”, según testimonio del general O’Connor. “Juntos habían servido en el ejército del rey”, y juntos siguen el peregrinaje de prisioneros realistas, desde la batalla de La Tablada hasta la reincorporación en Lima, y, luego, pasan a formar en el ejército libertador del general San Martín.
Desplazado Santa Cruz al Ecuador (1821), en auxilio del general Sucre, le acompaña Ruiz; y, de regreso al Perú, ambos sirven a órdenes de Bolívar y Sucre, sintiendo la fruición de los triunfos de Junín y Ayacucho.
A poco de asumir el mariscal Sucre la jefatura del Estado, Ruiz regresa a Tarija y se interna a “la Frontera”, donde se le otorga unas tierras, como merced por sus servicios a la patria. Allí se queda por muchos años, quizá por siempre.
Al hacerse cargo de la presidencia de Bolivia el mariscal Santa Cruz, éste reconoce el grado de coronel del ejército nacional a D. Tomás Ruiz, y le destina como “Comandante de Resguardo de la Frontera”, con “un sobresueldo de doscientos cuarenta pesos”.
Cuando la invasión argentina a Tarija (1838), el coronel Ruiz se pone a órdenes del comando militar del sur, con “tres escuadrones avanzados de la Frontera”, por él organizados, y ocupa el extenso frente de San Luis a Caraparí, maniobrando después, hasta tomar parte destacada y meretísima en la batalla de Montenegro.
Para referirnos a Fernando Campero, nos parece útil hacer, cuando menos, una mención a su padre, el marqués de Tojo, don Juan José Feliciano Fernández Campero Martiarena y Uriondo que, en la guerra de la independencia americana, abraza la causa de la patria y le presta relevantes servicios, hasta sacrificar sus títulos y honores, su inmensa fortuna y su vida misma.
Hecho prisionero el 15 de noviembre de 1816 por el general Olañeta, es sometido a Consejo de Guerra y remitido a España, para que allí se le juzgue. No llega a destino, porque muere en el camino (octubre de 1820,) en Kingston.
Hijo primogénito de ese patriota tarijeño es don Fernando Campero, quinto y último marqués de Tojo.
Don Fernando se incorpora a las fuerzas patriotas, siendo muy joven, y lucha a las órdenes de su tío coronel Martín Güemes.
Al ingresar al Alto Perú el ejército libertador, Campero le ofrece sus servicios y los presta eficientemente.
Reconociéndole el grado de teniente coronel, el año 1833 Campero es destinado como edecán del presidente Santa Cruz, con cuya sobrina, doña Tomasa de la Peña y Santa Cruz, contrae matrimonio.
En 1835, D. Fernando está en el ejército crucista, en la campaña de la Confederación Perú — Boliviana comandando el regimiento “Guías de la Guardia”, formado por él en Chichas, unidad militar que hace “lujo de valor y bravura” en diversos combates y especialmente en la batalla de Socabaya.
Retirado a la vida privada, el último marqués de Tojo es llamado al servicio del ejército el año 1860, “en la clase de coronel de caballería”, y en 1865, ascendido al grado de general de brigada.
Andrés Santa Cruz es hombre reservado, que no se da fácilmente a nadie. Parece desconfiado. Pero sabe del valor de la amistad y, aunque sin llegar a lo íntimo, la cultiva. Así con aquellos y otros personajes tarijeños.
El presidente piensa en ellos, en la gente tarijeña, cordial y acogedora. Y no olvida que en Tarija y Concepción pasó largo tiempo. cavilando sobre la causa de la patria. Tampoco está lejos de su pensamiento la voluntad irreductible de ese pueblo por formar parte de la república de Bolivia, y que se ha proclamado “amigo de la libertad ordenada”.
Y un día de abril de aquel año de 1833, resuelve viajar a Tarija. Escribe al general Francisco Burdett O’Connor, al coronel Bernardo Trigo, al teniente coronel Sebastián Estenssoro y a otros amigos suyos, así como al prefecto D. Faustino Vacaflor, comunicándoles su propósito.
O’Connor y Trigo, que a la sazón se encuentran atendiendo trabajos en sus propiedades rurales, apresúranse a regresar a la villa. Ellos y los demás hacen lo que corresponde para un recibimiento apoteósico al presidente y para que su estancia sea grata, a orillas del Guadalquivir.
A principios de mayo, parte Santa Cruz desde Chuquisaca, acompañado del jefe del Estado Mayor General del Ejército, general José Miguel de Velasco, y de un séquito numeroso.
El coronel Mariano Aparicio—”hombre rico y con buenas haciendas”, que tiene prestados estimables servicios a la patria — apréstase, atenta su ubicación, a gozar del privilegio de ser el primero en saludar a la comitiva presidencial, en territorio tarijeño; y lo hace en el preciso momento en que ella traspone el río de San Juan, en cuya ancha playa forman en línea sus milicias y luego realizan algunas maniobras, que agradan al presidente y a sus acompañantes.
Santa Cruz recorre la misma ruta que, dieciséis años atrás, él había seguido, comandando un escuadrón de caballería de los ejércitos del rey, y que le llevó al valle de la Concepción. Aquella fue la época embrionaria de su transición de realista a patriota. Ahora, los recuerdos se agolpan en su mente. Es como un sueño...
Arriba el séquito a San Lorenzo. Cuatro regimientos de caballería, con tres mil doscientos hombres, forman calle “desde el río de Sella hasta la plaza de Tarija”. El presidente queda “sorprendido al ver tantos y tan hermosos soldados, todos montados en buenos y briosos caballos, y uniformados completamente a costa de ellos mismos”
El pueblo recibe con calor y viveza al mariscal Santa Cruz. Es el primer presidente de la república que, en ejercicio del mando, llega a Tarija.
En la histórica Loma de San Juan — desde la que los patriotas intimaron rendición a los realistas, el 15 de abril de 1817, cayendo prisionero, entre otros, el entonces teniente coronel Andrés Santa Cruz — la gente se agolpa y obliga a los viajeros a ingresar a pie hasta la ciudad, rodeándoles una muchedumbre entusiasta.
El general Velasco rebosa de alegría. Nadie lo dice, pero es seguro que, al pasar por Las Barrancas, a tres kilómetros de La Loma de San Juan, sobreviene a su mente el recuerdo de que allí, cuando él era capitán y comandaba una compañía realista, fue abatido por el “Moto” Méndez, ahora coronel retirado, en sus pagos de Carachimayo.
Al llegar a la villa, el presidente expresa su deseo de “ver maniobrar a los regimientos en la playa del río”. Su deseo es orden. Las unidades militares maniobran al mando del coronel Timoteo Raña. Santa Cruz queda “admirado” y dice: “Jamás pensaba encontrar en Tarija semejante fuerza de hombres. Ahora, pídanme lo que quieran; estoy dispuesto a concederles todo”.
El presidente se aloja en la morada del coronel Bernardo Trigo, en la plaza principal (Luis de Fuentes).
Trátase de una casona cómoda, bien distribuida, en la que señorea la vida aristocrática. Granado el zaguán, está el patio, adornado de macetas y tiestos, con una elegante galería de orladas columnas y arcos, que constituyen el espacioso corredor. A la izquierda, el gran salón. La planta alta es reducida: una alcoba lujosamente amueblada, con un balcón de madera tallada que sobresale hacia la calle, y una recámara confortable y atractiva. Estas son las habitaciones privadas del presidente.
En la planta baja se arregla la secretaría, que “muy pronto” “se llena de solicitudes”; y eso será de todos los días.
Al fondo del patio hay una cancela, franqueada la cual está la huerta, que abarca hasta la calle posterior. Santa Cruz gusta pasar en ella buenas horas, respirando la atmósfera saturada de perfumes exhalados por naranjos, limoneros, duraznos y otros árboles.
En los días que permanece en Tarija, el presidente “averigua todo”.
Platica con unos y otros y, sin hacer mayores discriminaciones, recibe a todas las personas que solicitan audiencia.
No es novedad para él, como no lo es para nadie, que las heridas de los quince años de la cruenta guerra de la independencia no se cicatricen en el pueblo. Ha muerto mucha gente en servicio de la patria, y esas son ausencias irremediables. Cuantiosos bienes han sido destruidos, y no es fácil reponerlos.
Las circunstancias imponen mantener unidades militares regulares e irregulares, restando brazos y fuerzas a trabajos productivos.
Hay pobreza y analfabetismo.
Falta salud pública. “Descubrió (Santa Cruz) — dice O’Connor — que el hospital San Juan de Dios tenía muchos fondos de censos; reunió la suma de mil pesos, y los mandó a Chile para comprar medicamentos.— Puso mucho empeño en la circulación de la vacuna. Su médico, doctor Martín, había traído una gran cantidad de vacuna. Se repartió en las casas, con una orden, haciendo (a los padres de familia) responsables de su propagación a todas las criaturas. El médico vacunaba a todas las que le llevaban. Pero, al ausentarse el presidente, cayó todo en olvido y desuso”.
La preocupación del progresista presidente Santa Cruz por el servicio de educación en Tarija es manifiesta. Imparte instrucciones para mejorar las pocas escuelas existentes en la ciudad y los cantones, dotando de local a las que carecen de él, designando “regentes”, etc., y ordena la creación de otras y de un colegio.
De modo especial, llama la atención del mariscal el “Asilo de Huérfanos”, creado el año 1831 por el prefecto coronel Bernardo Trigo. Acompañado de éste, visita el establecimiento y hace una donación en metálico, ofreciendo asistirlo desde la sede del gobierno.
Informado de las dificultades económicas del pueblo tarijeño, el presidente se interesa por el problema. En la clase superior, son muy pocos los hombres de posición desahogada. La mayor parte tiene medios moderados. En la clase media, hay estancieros, “fabricantes”, militares y comerciantes. La gran masa humana la forman, como en todas partes, obreros y campesinos. Hay familias que mantienen limitados talleres familiares. Las necesidades de la guerra han creado pequeñas industrias y han formado gente especializada en ellas, sobre todo herreros y lomilleros. Estos últimos fabrican primorosas monturas, látigos y cuanto es necesario para las caballerías; evidenciado lo cual, Santa Cruz — que ha organizado y mantiene un poderoso ejército — ordena en el acto que el gobierno haga contratos con aquellos pequeños industriales, adquiera sus productos y les pague “puntualmente”.
En pláticas con gente connotada de la villa, el presidente inquiere sobre lo que podría hacerse “en provecho” de Tarija. Su amigo y colaborador general O’Connor le describe “las tierras baldías de la Frontera”, pondera “la medida acertada que había adoptado (el gobierno) de repartirlas en mercedes a los pobladores”, y le sugiere gravarlas con “el arriendo nacional de cinco pesos pagaderos anualmente”. Agrega que “esta medida, con la pacificación de los terrenos que se encuentran todavía sin poblar, produciría con el tiempo una entrada pingüe a la Tesorería de Tarija” y señala que “en los Estados Unidos del Norte se había pagado toda la deuda contraída para su independencia con la venta de sus tierras baldías; pero aunque fuese buena esta medida para aquella república —agrega —, el darlas en arriendo era mejor en Bolivia, porque el dinero resultante de las ventas se gastaría con ligereza y nada quedaría en provecho del país”.
En la misma oportunidad, el general O’Connor propone al presidente Santa Cruz crear, como “contribución para los tarijeños”, “una capitación de cuatro pesos cada año a todo ciudadano de veintiún años para arriba que se vista con ropa extranjera, y de dos reales a los que vistan con ropa del país”. “Mi atención — dice O’Connor —no tenía otra mira sino la de promover la industria nacional, y mi esperanza era que, antes de llegar al término del primer año, en que debían pagar la contribución, todos o la mayor parte de los vecinos estarían vestidos con géneros del país, a fin de no pagar los cuatro pesos; y me fundaba en la aversión que todos tienen de contribuir con cosa alguna a los gastos del Erario Nacional”.
La sugerencia no prospera, pero será repetida en Oruro por el mismo O’Connor al presidente y hasta enviada como proyecto de ley al Congreso Nacional, por Santa Cruz, aunque sin éxito.
En lo social, además de visitas, cumplidos y atenciones personales, dos sucesos marcan época en ocasión de la visita del presidente a Tarija: un banquete que en su honor y el de su comitiva manda servir el coronel Bernardo Trigo y un baile de etiqueta que ofrece a los mismos la sociedad tarijeña. Como es de rigor, en el banquete los comensales hacen cada cual un brindis. El presidente, pondera el “bolivianismo de Tarija”; el general Velasco, exalta a la perla del Guadalquivir y a sus héroes”. Los tarijeños, colman de elogios al mariscal...
En más de una semana de permanencia en Tarija, la figura de Santa Cruz es familiar para todo el vecindario. Quienes le conocieron dieciséis años atrás, cuando por primera vez estuvo por estos lares, advierten pocos cambios en su físico. Su uniforme militar siempre impecable. En las recepciones viste casaca azul y colán blanco; calza botas negras, de alta caña. Nunca falta en su pecho la insignia de alguna condecoración. Su porte es señorial.
Andrés Santa Cruz — perspicaz hombre público —comprende y se diría que hasta siente las cosas de Tarija, su realidad y sus esperanzas.
Con su sola presencia —y fue mucho más que eso la visita que hizo a Tarija —refirma su decisión de proteger el bolivianismo de este pueblo. Y lo hará si es necesario con las armas... Iruya y Montenegro hablarán por él. Obsesión
El año 1833 se recrea en Bolivia una ola de optimismo. El presidente Santa Cruz gran administrador de la cosa pública puede enorgullecerse de su obra gubernamental, realizada en los últimos cuatro años. El país tiene estructura política, y se abren los caminos del orden, la disciplina y el trabajo creador. Hay paz y respeto, dignidad y soberanía nacionales.
En ese clima, es posible y necesario que el presidente de los bolivianos visite el territorio nacional, se ponga en contacto directo con el pueblo, se informe de los problemas y requerimientos de las diferentes circunscripciones.
Mirando hacia el sur, está la villa de Tarija al fondo de la patria, tras altísimas montañas, en un valle atractivo y fecundo, de ubérrima naturaleza y suave clima.
El mariscal Santa Cruz la tiene presente en sus recuerdos de guerrero y en la amistad de muchos tarijeños, entre los que hay que citar al general Francisco Burdett O’Connor; a los coroneles Bernardo Trigo, José María Avilés y Timoteo Raña, que luego alcanzarán el generalato; a los tenientes coroneles Sebastián Estenssoro, Tomás Ruiz y Fernando Campero, que también será general. La cita puede extenderse, indudablemente, pero a más de un siglo quedan pocas huellas, algunas de las cuales tuvimos la ventura de encontrar, sirviéndonos de ellas para hilvanar estas líneas.
O’Connor es uno de los “peones viejos” que, desde 1820, lucha en el ejército libertador.
Sus relaciones con Santa Cruz datan desde cuando éste marcha del Perú al Ecuador, con una división, por orden de San Martín, a auxiliar a Sucre.
Presente Bolívar en tierra de los Incas, confía la jefatura del ejército peruano a Santa Cruz y la del ejército de Colombia a O’Connor.
En la campaña del Alto Perú, Santa Cruz es Jefe del Estado Mayor del mariscal Sucre, y O’Connor “director de operaciones” para “completar los triunfos de las armas libertadoras”.
Persiguiendo al último chapetón (Olañeta), O’Connor ocupa Tupiza (abril de 1825), y, al mes siguiente, pasa a Tarija, por orden de Sucre, a atender la representación que sus vecinos hicieron llegar al mariscal, para amparar su bolivianismo. Allí se radica de por vida.
En abril de 1830, el presidente Santa Cruz le llama “para que sirva en el ejército de Bolivia, con la antigüedad del 9 de febrero de 1825, desde cuya época los ha prestado con utilidad”.
Su destino es el de ayudante, primero, y, luego, el de jefe del estado mayor general del ejército.
Con el grado de general de brigada, que le es conferido por el Congreso Nacional en 1831, sus responsabilidades son mayores. Ese mismo año, es designado Ministro de la Guerra. Como miembro del gobierno nacional, debate, propone y resuelve importantes asuntos públicos.
Ante la amenaza del caudillo argentino Facundo Quiroga de invadir Tarija, en enero de 1832 el mariscal Santa Cruz encomienda al general O’Connor trasladarse a dicha villa y “poner la provincia en estado de defensa”.
Después de la visita del presidente a los tarijeños, el “viejo peón” de la independencia americana es nombrado nuevamente Ministro de la Guerra y Jefe del Estado Mayor General (noviembre de 1833).
Vuelve a Tarija y, en junio de 1835, sus servicios son otra vez requeridos por Santa Cruz, ahora para la Campaña de Pacificación del Perú, que se trueca en la de la Confederación Perú—Boliviana. En ella O’Connor tiene activa participación, especialmente en la batalla de Socabaya.
Suscrito el “Tratado de Paucarpata” (17 de noviembre de 1837) que —dirá O’Connor en sus Memorias — “libró al ejército invasor de Chile de ser completamente destrozado por el nuestro”, regresa, junto con Santa Cruz, a Bolivia. Muy enfermo, tiene que retirarse a Tarija. Antes, le llega el despacho de general de brigada de los ejércitos del Perú, y el Congreso boliviano le asciende a general de división.
Al año siguiente, acompaña al general Felipe Braun a repeler la invasión argentina a Tarija, en Iruya y Montenegro, acciones que son de honor y gloria para las armas nacionales.
Las vinculaciones de O’Connor con Santa Cruz son tantas que su juicio sobre aquél merece fe y constituye testimonio fehaciente para la historia. En 1869 escribe en sus “Recuerdos” estas palabras de apreciación sobre el presidente de los bolivianos: “… el General Santa Cruz era un excelente administrador público, que observaba puntualmente la Constitución y la hacía observar, y se puede asegurar que con un primer magistrado como él, cualquier forma de gobierno marcharía al congreso”. “El General Santa Cruz era un hombre muy sagaz, astuto, instruido y diplomático”.
Otro de aquellos personajes tarijeños, es el general Bernardo Trigo. En el momento histórico en que nos situamos, tiene el grado de coronel de los ejércitos de Bolivia y ganará el generalato en la batalla de Ingavi (18 de noviembre de 1841), luchando al lado del vencedor general José Ballivián.
Sus antecedentes de patriota arrancan desde los primeros años de la guerra emancipadora, en que forma en el primer ejército auxiliar argentino, combate en Cotagaita (20 de octubre de 1810), en Guaqui (20 de junio de 1811) y en otros lugares, ganando así sus grados militares.
[gallery type="slideshow" size="full" ids="214575,214576,214577,214578,214579,214580"]
Con todo, no es allí donde refulge la vigorosa personalidad de Bernardo Trigo, sino en el movimiento bolivianista de Tarija, que él dirige, alimenta y sostiene, encabezándolo con singular decisión, afrontando peligros y amenazas, presidiendo cabildos, estimulando al pueblo, ocupando la gobernación, etc.; y, luego, golpeando las puertas del congreso boliviano, para que sean aceptados los diputados tarijeños; luchando, en seguida, para que se reconozca a Tarija sus legítimos derechos.
Un día dirá Mariano Baptista: … y Tarija, pasando sobre la omnipotencia de Bolívar, sobre la autoridad de Arenales, sobre las vacilaciones de la Constituyente, lanzó su acta plena, a impulsos del patriota General Bernardo Trigo”.
En 1825, este patricio es designado por el mariscal Sucre gobernador de la provincia de Tarija. Al erigírsela en departamento (1831), Trigo es su primer prefecto y comandante general, nombrado por el presidente Santa Cruz. Y lo será nuevamente, cuando Se efectúe la invasión argentina mandada por Rosas (1838).
Don Bernardo presta su concurso para dar estructura institucional a la república, aportando ideas y voluntad. Es amigo del mariscal Sucre y sabe servirle y defenderle.
Concurre a la Constituyente boliviana de 1828 y a la Asamblea de 1839, como representante por Tarija. En la primera, observa, con sus colegas Mendieta y Hevia y Baca, que se utilice el término de “provincia” para Tarija y proyecta una ley en virtud de la cual debe reconocérsele el rango de departamento de la república, iniciativa que, con algunas modificaciones, acabará siendo aprobada.
En la campaña de la Confederación Perú-Boliviana, Trigo es uno de los primeros que acude, desde Tarija, al llamado del presidente Santa Cruz. Este sabe valorar sus merecimientos y le destina como su “Edecán de Campaña”.
José María Avilés es un tarijeño notable que, política, militar y personalmente, está vinculado a Santa Cruz.
Se inicia en la carrera de las armas en el ejército realista, a órdenes del general Pedro Olañeta. Destinado al famoso regimiento de caballería Dragones Americanos, se destaca por su valor y su talento. Con esa autoridad, él es uno de los primeros oficiales de dicha unidad que, al ingresar el ejército libertador al Alto Perú, se sublevan en Cochabamba y abrazan la causa de la patria. Consagrado al servicio, hace méritos y gana ascensos.
Al lado del presidente Santa Cruz, traspasa la frontera peruana, al iniciarse la campaña de la confederación. Alcanza el generalato en Yanacocha, junto con Ballivián y Anglada. Comandando una división, combate con bravura en la toma del puente de Uchumayo, y se llena de gloria en la batalla de Socabaya.
Hombre de confianza del Protector, es destinado a Lima, en un cargo de mucha responsabilidad, donde muere, al parecer, envenenado. Había cumplido 54 años de edad.
Al tener noticias del trágico suceso, exclama Santa Cruz: “Esa espada me hará falta. Dios se está llevando a mis mejores generales”.
Timoteo Raña es compañero de armas de Avilés en los Dragones Americanos, y juntos abrazan la causa de la patria.
El año 1828, cuando el general Pedro Blanco asume la presidencia de la república, Raña es destinado como jefe del regimiento que comanda aquél.
Asesinado Blanco, el general Velasco da de baja a Raña de las filas del ejército (enero de 1829).
Regresa a Tarija y retirase a su finca rústica de Tolomosa, donde le sorprende (1832) el llamado para reincorporarse, ante la amenaza de invasión del caudillo argentino Quiroga. Organiza en Tarija el Regimiento Segundo de Caballería, que maniobra ante el presidente Santa Cruz, impresionándole “vivamente”.
En la Campaña de la Confederación Perú-Boliviana, la participación de Raña es meritoria, al mando de su regimiento “Dragones de Tarija”. En diciembre de 1835, derrota al general Ramón Castilla, que se proponía invadir Bolivia. Castilla será presidente del Perú.
Amagada la frontera sur de Bolivia, por tropas del dictador argentino Juan Manuel de Rosas, Raña marcha allá con el ejército del general Felipe Braun. Comandando su “caballería tarijeña”, obtiene resonante victoria en los campos de Iruya (11 de junio de 1838), frente a los ochocientos hombres comandados por el general Alejandro Heredia. El triunfo no es exclusivamente suyo, pero él tiene acción esencial en la batalla. En el parte de guerra se revela el hombre superior que es Raña. “Mi gente — dice — ha llenado muy dignamente su deber”. Nada más. El y “su gente” han cumplido “su deber”, lisa y llanamente. Santa Cruz le premia ascendiéndole al grado de general de brigada.
El gobierno de Velasco nombra al general Raña “Comandante General de Oruro” (enero de 1839). En julio, un grupo de oficiales, en franca subversión, le insinúa “la entrega de la plaza”, ofreciéndole, en cambio, el despacho de general de división. El pundonoroso militar desbarata el movimiento y somete a las “fuerzas revoltosas”, guiado sólo por el concepto de lealtad. Pero los subvertores triunfan en 1841, llevando al gobierno al general Ballivián, lo que motiva que Raña se retire a Tarija y abandone las filas del ejército. En 19 de agosto de 1842, se le da, por ello, de baja del ejército; mas, el mismo Ballivián, el 2 de junio de 1846, le restituye el grado y demás prerrogativas.
En reconocimiento a sus méritos, el 4 de noviembre de 1847 se le asciende a general de división.
Sebastián Estenssoro ostenta el grado de mayor, cuando el presidente Santa Cruz se apresta a visitar Tarija.
Hijo de españoles de aristocrático linaje, es el tronco de una numerosa y distinguida familia tarijeña.
A comienzos de la guerra de la independencia, Estenssoro se incorpora a las milicias del caudillo salteño Martín Güemes, y con ellas participa en las acciones de armas del primer ejército auxiliar argentino en el Alto Perú, luchando, posteriormente, en el sector Yavi - Humahuaca. Está en la batalla de Ayacucho, como oficial del regimiento “Rifleros”, de la división del general Lara. Después, continúa sirviendo a la patria en armas, alcanzando el grado de coronel del ejército boliviano.
Ante la amenaza de invasión argentina del año 1838, el entonces teniente coronel Sebastián Estenssoro organiza en Tarija el “Batallón Octavo”. En pocos días, reúne cien hombres experimentados, que habían pertenecido al ejército del sur, los que, debidamente “armados y municionados”, con “dotación completa de oficiales”, marchan a la zona de operaciones. Acosan al enemigo por San Diego y Narváez, y participan en la batalla de Montenegro, en la que Estenssoro se hace acreedor, junto con otros jefes y oficiales, a “particular mención por su valor”, cual se lee en el “parte” del general Agreda, así como a la distinción de “Miembro de la Legión de Honor” (30 de junio de 1838).
Tomás Ruiz es “amigo muy querido del general Santa Cruz”, según testimonio del general O’Connor. “Juntos habían servido en el ejército del rey”, y juntos siguen el peregrinaje de prisioneros realistas, desde la batalla de La Tablada hasta la reincorporación en Lima, y, luego, pasan a formar en el ejército libertador del general San Martín.
Desplazado Santa Cruz al Ecuador (1821), en auxilio del general Sucre, le acompaña Ruiz; y, de regreso al Perú, ambos sirven a órdenes de Bolívar y Sucre, sintiendo la fruición de los triunfos de Junín y Ayacucho.
A poco de asumir el mariscal Sucre la jefatura del Estado, Ruiz regresa a Tarija y se interna a “la Frontera”, donde se le otorga unas tierras, como merced por sus servicios a la patria. Allí se queda por muchos años, quizá por siempre.
Al hacerse cargo de la presidencia de Bolivia el mariscal Santa Cruz, éste reconoce el grado de coronel del ejército nacional a D. Tomás Ruiz, y le destina como “Comandante de Resguardo de la Frontera”, con “un sobresueldo de doscientos cuarenta pesos”.
Cuando la invasión argentina a Tarija (1838), el coronel Ruiz se pone a órdenes del comando militar del sur, con “tres escuadrones avanzados de la Frontera”, por él organizados, y ocupa el extenso frente de San Luis a Caraparí, maniobrando después, hasta tomar parte destacada y meretísima en la batalla de Montenegro.
Para referirnos a Fernando Campero, nos parece útil hacer, cuando menos, una mención a su padre, el marqués de Tojo, don Juan José Feliciano Fernández Campero Martiarena y Uriondo que, en la guerra de la independencia americana, abraza la causa de la patria y le presta relevantes servicios, hasta sacrificar sus títulos y honores, su inmensa fortuna y su vida misma.
Hecho prisionero el 15 de noviembre de 1816 por el general Olañeta, es sometido a Consejo de Guerra y remitido a España, para que allí se le juzgue. No llega a destino, porque muere en el camino (octubre de 1820,) en Kingston.
Hijo primogénito de ese patriota tarijeño es don Fernando Campero, quinto y último marqués de Tojo.
Don Fernando se incorpora a las fuerzas patriotas, siendo muy joven, y lucha a las órdenes de su tío coronel Martín Güemes.
Al ingresar al Alto Perú el ejército libertador, Campero le ofrece sus servicios y los presta eficientemente.
Reconociéndole el grado de teniente coronel, el año 1833 Campero es destinado como edecán del presidente Santa Cruz, con cuya sobrina, doña Tomasa de la Peña y Santa Cruz, contrae matrimonio.
En 1835, D. Fernando está en el ejército crucista, en la campaña de la Confederación Perú — Boliviana comandando el regimiento “Guías de la Guardia”, formado por él en Chichas, unidad militar que hace “lujo de valor y bravura” en diversos combates y especialmente en la batalla de Socabaya.
Retirado a la vida privada, el último marqués de Tojo es llamado al servicio del ejército el año 1860, “en la clase de coronel de caballería”, y en 1865, ascendido al grado de general de brigada.
Andrés Santa Cruz es hombre reservado, que no se da fácilmente a nadie. Parece desconfiado. Pero sabe del valor de la amistad y, aunque sin llegar a lo íntimo, la cultiva. Así con aquellos y otros personajes tarijeños.
El presidente piensa en ellos, en la gente tarijeña, cordial y acogedora. Y no olvida que en Tarija y Concepción pasó largo tiempo. cavilando sobre la causa de la patria. Tampoco está lejos de su pensamiento la voluntad irreductible de ese pueblo por formar parte de la república de Bolivia, y que se ha proclamado “amigo de la libertad ordenada”.
Y un día de abril de aquel año de 1833, resuelve viajar a Tarija. Escribe al general Francisco Burdett O’Connor, al coronel Bernardo Trigo, al teniente coronel Sebastián Estenssoro y a otros amigos suyos, así como al prefecto D. Faustino Vacaflor, comunicándoles su propósito.
O’Connor y Trigo, que a la sazón se encuentran atendiendo trabajos en sus propiedades rurales, apresúranse a regresar a la villa. Ellos y los demás hacen lo que corresponde para un recibimiento apoteósico al presidente y para que su estancia sea grata, a orillas del Guadalquivir.
A principios de mayo, parte Santa Cruz desde Chuquisaca, acompañado del jefe del Estado Mayor General del Ejército, general José Miguel de Velasco, y de un séquito numeroso.
El coronel Mariano Aparicio—”hombre rico y con buenas haciendas”, que tiene prestados estimables servicios a la patria — apréstase, atenta su ubicación, a gozar del privilegio de ser el primero en saludar a la comitiva presidencial, en territorio tarijeño; y lo hace en el preciso momento en que ella traspone el río de San Juan, en cuya ancha playa forman en línea sus milicias y luego realizan algunas maniobras, que agradan al presidente y a sus acompañantes.
Santa Cruz recorre la misma ruta que, dieciséis años atrás, él había seguido, comandando un escuadrón de caballería de los ejércitos del rey, y que le llevó al valle de la Concepción. Aquella fue la época embrionaria de su transición de realista a patriota. Ahora, los recuerdos se agolpan en su mente. Es como un sueño...
Arriba el séquito a San Lorenzo. Cuatro regimientos de caballería, con tres mil doscientos hombres, forman calle “desde el río de Sella hasta la plaza de Tarija”. El presidente queda “sorprendido al ver tantos y tan hermosos soldados, todos montados en buenos y briosos caballos, y uniformados completamente a costa de ellos mismos”
El pueblo recibe con calor y viveza al mariscal Santa Cruz. Es el primer presidente de la república que, en ejercicio del mando, llega a Tarija.
En la histórica Loma de San Juan — desde la que los patriotas intimaron rendición a los realistas, el 15 de abril de 1817, cayendo prisionero, entre otros, el entonces teniente coronel Andrés Santa Cruz — la gente se agolpa y obliga a los viajeros a ingresar a pie hasta la ciudad, rodeándoles una muchedumbre entusiasta.
El general Velasco rebosa de alegría. Nadie lo dice, pero es seguro que, al pasar por Las Barrancas, a tres kilómetros de La Loma de San Juan, sobreviene a su mente el recuerdo de que allí, cuando él era capitán y comandaba una compañía realista, fue abatido por el “Moto” Méndez, ahora coronel retirado, en sus pagos de Carachimayo.
Al llegar a la villa, el presidente expresa su deseo de “ver maniobrar a los regimientos en la playa del río”. Su deseo es orden. Las unidades militares maniobran al mando del coronel Timoteo Raña. Santa Cruz queda “admirado” y dice: “Jamás pensaba encontrar en Tarija semejante fuerza de hombres. Ahora, pídanme lo que quieran; estoy dispuesto a concederles todo”.
El presidente se aloja en la morada del coronel Bernardo Trigo, en la plaza principal (Luis de Fuentes).
Trátase de una casona cómoda, bien distribuida, en la que señorea la vida aristocrática. Granado el zaguán, está el patio, adornado de macetas y tiestos, con una elegante galería de orladas columnas y arcos, que constituyen el espacioso corredor. A la izquierda, el gran salón. La planta alta es reducida: una alcoba lujosamente amueblada, con un balcón de madera tallada que sobresale hacia la calle, y una recámara confortable y atractiva. Estas son las habitaciones privadas del presidente.
En la planta baja se arregla la secretaría, que “muy pronto” “se llena de solicitudes”; y eso será de todos los días.
Al fondo del patio hay una cancela, franqueada la cual está la huerta, que abarca hasta la calle posterior. Santa Cruz gusta pasar en ella buenas horas, respirando la atmósfera saturada de perfumes exhalados por naranjos, limoneros, duraznos y otros árboles.
En los días que permanece en Tarija, el presidente “averigua todo”.
Platica con unos y otros y, sin hacer mayores discriminaciones, recibe a todas las personas que solicitan audiencia.
No es novedad para él, como no lo es para nadie, que las heridas de los quince años de la cruenta guerra de la independencia no se cicatricen en el pueblo. Ha muerto mucha gente en servicio de la patria, y esas son ausencias irremediables. Cuantiosos bienes han sido destruidos, y no es fácil reponerlos.
Las circunstancias imponen mantener unidades militares regulares e irregulares, restando brazos y fuerzas a trabajos productivos.
Hay pobreza y analfabetismo.
Falta salud pública. “Descubrió (Santa Cruz) — dice O’Connor — que el hospital San Juan de Dios tenía muchos fondos de censos; reunió la suma de mil pesos, y los mandó a Chile para comprar medicamentos.— Puso mucho empeño en la circulación de la vacuna. Su médico, doctor Martín, había traído una gran cantidad de vacuna. Se repartió en las casas, con una orden, haciendo (a los padres de familia) responsables de su propagación a todas las criaturas. El médico vacunaba a todas las que le llevaban. Pero, al ausentarse el presidente, cayó todo en olvido y desuso”.
La preocupación del progresista presidente Santa Cruz por el servicio de educación en Tarija es manifiesta. Imparte instrucciones para mejorar las pocas escuelas existentes en la ciudad y los cantones, dotando de local a las que carecen de él, designando “regentes”, etc., y ordena la creación de otras y de un colegio.
De modo especial, llama la atención del mariscal el “Asilo de Huérfanos”, creado el año 1831 por el prefecto coronel Bernardo Trigo. Acompañado de éste, visita el establecimiento y hace una donación en metálico, ofreciendo asistirlo desde la sede del gobierno.
Informado de las dificultades económicas del pueblo tarijeño, el presidente se interesa por el problema. En la clase superior, son muy pocos los hombres de posición desahogada. La mayor parte tiene medios moderados. En la clase media, hay estancieros, “fabricantes”, militares y comerciantes. La gran masa humana la forman, como en todas partes, obreros y campesinos. Hay familias que mantienen limitados talleres familiares. Las necesidades de la guerra han creado pequeñas industrias y han formado gente especializada en ellas, sobre todo herreros y lomilleros. Estos últimos fabrican primorosas monturas, látigos y cuanto es necesario para las caballerías; evidenciado lo cual, Santa Cruz — que ha organizado y mantiene un poderoso ejército — ordena en el acto que el gobierno haga contratos con aquellos pequeños industriales, adquiera sus productos y les pague “puntualmente”.
En pláticas con gente connotada de la villa, el presidente inquiere sobre lo que podría hacerse “en provecho” de Tarija. Su amigo y colaborador general O’Connor le describe “las tierras baldías de la Frontera”, pondera “la medida acertada que había adoptado (el gobierno) de repartirlas en mercedes a los pobladores”, y le sugiere gravarlas con “el arriendo nacional de cinco pesos pagaderos anualmente”. Agrega que “esta medida, con la pacificación de los terrenos que se encuentran todavía sin poblar, produciría con el tiempo una entrada pingüe a la Tesorería de Tarija” y señala que “en los Estados Unidos del Norte se había pagado toda la deuda contraída para su independencia con la venta de sus tierras baldías; pero aunque fuese buena esta medida para aquella república —agrega —, el darlas en arriendo era mejor en Bolivia, porque el dinero resultante de las ventas se gastaría con ligereza y nada quedaría en provecho del país”.
En la misma oportunidad, el general O’Connor propone al presidente Santa Cruz crear, como “contribución para los tarijeños”, “una capitación de cuatro pesos cada año a todo ciudadano de veintiún años para arriba que se vista con ropa extranjera, y de dos reales a los que vistan con ropa del país”. “Mi atención — dice O’Connor —no tenía otra mira sino la de promover la industria nacional, y mi esperanza era que, antes de llegar al término del primer año, en que debían pagar la contribución, todos o la mayor parte de los vecinos estarían vestidos con géneros del país, a fin de no pagar los cuatro pesos; y me fundaba en la aversión que todos tienen de contribuir con cosa alguna a los gastos del Erario Nacional”.
La sugerencia no prospera, pero será repetida en Oruro por el mismo O’Connor al presidente y hasta enviada como proyecto de ley al Congreso Nacional, por Santa Cruz, aunque sin éxito.
En lo social, además de visitas, cumplidos y atenciones personales, dos sucesos marcan época en ocasión de la visita del presidente a Tarija: un banquete que en su honor y el de su comitiva manda servir el coronel Bernardo Trigo y un baile de etiqueta que ofrece a los mismos la sociedad tarijeña. Como es de rigor, en el banquete los comensales hacen cada cual un brindis. El presidente, pondera el “bolivianismo de Tarija”; el general Velasco, exalta a la perla del Guadalquivir y a sus héroes”. Los tarijeños, colman de elogios al mariscal...
En más de una semana de permanencia en Tarija, la figura de Santa Cruz es familiar para todo el vecindario. Quienes le conocieron dieciséis años atrás, cuando por primera vez estuvo por estos lares, advierten pocos cambios en su físico. Su uniforme militar siempre impecable. En las recepciones viste casaca azul y colán blanco; calza botas negras, de alta caña. Nunca falta en su pecho la insignia de alguna condecoración. Su porte es señorial.
Andrés Santa Cruz — perspicaz hombre público —comprende y se diría que hasta siente las cosas de Tarija, su realidad y sus esperanzas.
Con su sola presencia —y fue mucho más que eso la visita que hizo a Tarija —refirma su decisión de proteger el bolivianismo de este pueblo. Y lo hará si es necesario con las armas... Iruya y Montenegro hablarán por él. Obsesión