En la Guerra de La Independencia (Segunda parte)
La Madrid puede seguir la marcha, seguro, sin inconvenientes, hasta la escampada pampa de La Tablada, donde divisa al enemigo con la infantería desplegada y la caballería que se apresta para la batalla. Calcula que esa fuerza es superior a la suya, pero él nunca se arredra ante el enemigo y,...
La Madrid puede seguir la marcha, seguro, sin inconvenientes, hasta la escampada pampa de La Tablada, donde divisa al enemigo con la infantería desplegada y la caballería que se apresta para la batalla. Calcula que esa fuerza es superior a la suya, pero él nunca se arredra ante el enemigo y, aunque esta vez pide refuerzo, sin esperar su llegada, está pronto en acción.
— “Carabinas a la espalda, sable en mano y a degüello”, ruge el guerrero.
Y arremete por el centro. Mas, ya están en el campo y participan en la batalla Uriondo, Méndez, Rojas, asistidos por los capitanes José Antonio Ruiz, Esteban Garay, Matías Guerrero y otros oficiales, con una fuerza numerosa, superior a la de Aráoz de La Madrid.
La batalla es cruenta, pero en una hora todo está definido en favor de las armas de la patria.
En el descampado de La Tablada quedan sesenta y cinco realistas muertos, entre ellos el comandante Malacabeza, y veintidós patriotas, por todos los que reza, en el mismo sitio, el Padre Agustín de La Serna, capellán de la División Volante.
En los trasfondos se ve huir, en desorden, hacia el valle de la Concepción, al capitán Vaca, con parte de su escuadrón.
Los heridos son conducidos a Tolomoza, para las curaciones de urgencia.
Los victoriosos retornan a la villa sitiada. Conducen los trofeos de guerra y un centenar de prisioneros.
La Madrid vuelve al Morro de San Juan. De allí manda que los prisioneros con heridas leves penetren a la plaza y refieran a los sitiados el desastre que han sufrido.
Al propio tiempo, y aprovechando el momento psicológico, dirige una segunda intimación al coronel Ramírez, para que rinda la plaza, advirtiéndole que sus comunicaciones están interceptadas, que la villa está sitiada y que, si se resiste, la guarnición será “pasada a cuchillo”. Ramírez capitula, pidiendo como únicas condiciones “los honores de la guerra, garantías para los paisanos a quienes se obligó a tomar las armas, y el uso de la espada para los oficiales, con seguridad para sus bagajes”. La Madrid acepta las condiciones e impone que en el acto salga “toda la guarnición”, “con sus respectivos jefes y oficiales”, “al Campo de las Carreras”*.
Así se procede. Y antes de que decline el sol del memorable día martes 15 de abril de 1817, el coronel Mateo Ramírez y el teniente coronel Andrés Santa Cruz rinden sus armas, “con los honores de la guerra”, ante las fuerzas patriotas. Conjuntamente con ellos, lo hacen dos tenientes coroneles, dieciocho oficiales y doscientos setenta y cuatro soldados del ejército del rey. Como trofeos de guerra se recoge la bandera del regimiento del Cuzco, cuatrocientos rifles, ciento cuarenta “armas de toda especie”, cinco cajas de guerra y “muchísimos pertrechos militares”, cual reza el parte.
El acto de rendición es patético, pleno de escenas conmovedoras. Casi todo el pueblo se traslada al Campo de las Carreras a presenciarlo, saliendo de sus casas después de días de obligado encierro y de horas de angustia. La Madrid, Uriondo, Méndez y Rojas, acompañados de sus lugartenientes, lo presiden. Al lado de Uriondo está doña Juana Azurduy de Padilla, la heroína de las guerrillas patrias, quien, muerto el esposo en acción de armas, repliégase con sus fieles a Pomobamba, y de allí a Salinas, donde a la sazón Uriondo establece su cuartel general.
El teniente coronel Santa Cruz mira con ojos de asombro; pero sereno, firme ante la realidad. Seguramente recuerda —como recordará toda su vida—las horas de meditación en el valle de la Concepción. Sus vencedores son sus hermanos. Ante ellos rinde las armas.
Los principios de la guerra son respetados. No hay ofensa para nadie, ni desmanes.
El pueblo acompaña a los patriotas y el día es de fiesta.
La Madrid cursa el parte de guerra al cuartel general en Tucumán. Belgrano felicita a los vencedores, otorga a La Madrid el grado de coronel y el inmediato superior a los demás jefes y oficiales.
Los sucesos del quince de abril, en Tarija, alarman a los realistas, que creen que el cuarto ejército auxiliar argentino invade el Alto Perú, por Orán y otros puntos, trayendo la iniciativa de la guerra que, en el momento, la tienen los peninsulares. Y eso significaría una marcha atrás de éstos, cuyo plan es internarse más y más en las Provincias Unidas, hasta dominar la situación en ellas, derrotando a Belgrano y San Martín. A un mismo tiempo, piensan que aquello revela un proyecto atrevidísimo, cual es el de abrir dos frentes para llegar al Perú y Chile: uno por el Alto Perú, con Belgrano, y otro por los Andes (Mendoza), con San Martín.
En cambio, para los patriotas altoperuanos y argentinos las noticias de Tarija son como un rayo de esperanza.
El flamante coronel La Madrid, en los veinte días posteriores, reorganiza y refuerza en Tarija su división, incorporando a ella más de doscientos milicianos tarijeños, además de habérsele proporcionado los caballos que tanta falta le hacían, armas, municiones y bagajes.
Impaciente, entusiasmado con el triunfo, dirígese el día cinco de mayo hacia el norte, dejando la defensa de Tarija en manos de los guerrilleros.
Por otra parte, las adelantadas de la división de Ricafort — que se puso en marcha desde Potosí, ante los sucesos de Tarija — llegan a Tupiza; y las de O’Reilly ocupan las alturas del valle de Cinti.
La Madrid obra sagazmente. “Sesenta voluntarios tarijeños y ciento treinta prisioneros cuzqueños” avanzan “a entretener a Ricafort, O’Reilly y Lavín, llamando su atención”, mientras el grueso de la división patriota tramonta la serranía “entre las dos columnas enemigas”, hasta colocarse a su retaguardia. Ricafort se apercibe de la maniobra y vuelve con sus fuerzas a cubrir la plaza
de Potosí. Pero La Madrid se escurre, llega a San Diego, cruza el Pilcomayo, penetra en Yotala y ataca Chuquisaca, la capital.
En Tarija, nuevamente está de gobernador y jefe superior el teniente coronel Francisco de Uriondo, con mando en toda la provincia, contando siempre con la eficiente colaboración de Méndez (que regresa a la villa después de acompañar a La Madrid hasta la serranía de Cinti), Rojas, Ruiz, Garay y otros bravos comandantes, con más de mil guerrilleros distribuidos en un vasto territorio.
Entre los prisioneros del quince de abril que todavía permanecen en la villa de Tarija, encuéntrase Andrés Santa Cruz. Parco, sereno, con elevado espíritu, soporta el cautiverio, que se hace llevadero por las especiales consideraciones de que goza, al punto que no es raro verle caminando por las calles, con la única custodia de un oficial. Pero él, como los demás de su condición, no puede continuar en la villa. Debe ser trasladado a lugar seguro. Tarija no está libre de volver a ser campo de batalla. Bien saben los estrategas realistas que este valle, en manos de los patriotas, es amenaza latente para sus planes y que así el propio ejército, que ocupa el norte hasta Salta, está amagado. A Santa Cruz se le interna en territorio argentino y, casi a un tiempo, el general La Serna se repliega al Alto Perú, situando nuevamente su cuartel general en Tupiza, a donde arriba el diecisiete de junio, e inmediatamente destaca al coronel Mariano Ricafort, con una división, a recuperar la ciudad de Tarija, a la que llega después de la salida de los cautivos.
Con adecuada custodia de jinetes, los prisioneros marchan camino a Orán. Santa Cruz a la cabeza, En la primera jornada, vuelve a divisar aquellos cerros azules del valle de la Concepción. ¿Cuál es su estado de ánimo? ¿Qué piensa? Nada sabemos de esos instantes dramáticos de Santa Cruz, y poco de los que le precedieron, en Tarija; pero hay que creer que, sin amilanarse, este hombre acepta la amarga realidad.
En largas y pesadas marchas por caminos hechos — como diría el gaucho—de tanto andar por la misma huella, la columna llega al cuartel del coronel Martín Güemes, en Salta; de allí. Santa Cruz es trasladado a Tucumán, donde está el cuartel general de Belgrano; y, luego, a Buenos Aires, asiento del gobierno patrio, por cuya orden se le interna en la prisión de Las Bruscas.
El cautiverio se torna duro y amargo. El calor, la humedad atmosférica, la ausencia del medio físico natal, un horizonte que se dilata hacia el infinito, sin que se dibuje ni haya asomo de aquellas azules serranías del Alto Perú, hunden a Santa Cruz en tremendas preocupaciones.
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Pasan los meses, pasa un año, y más...
Mientras tanto, en los valles y en las breñas, a todo lo largo y lo ancho del territorio de los Incas, la guerra sigue, y cada vez más cruenta.
Santa Cruz hace planes para evadirse de la prisión, una y otra vez, y siempre fracasa. Pero una noche del tiempo que los historiadores han calificado de “anarquía argentina”, ejecuta la hazaña. Haciendo un largo rodeo, llega a la orilla del río de La Plata, de donde le recogen unos marinos ingleses, que luego le conducen a Río de Janeiro.
Allí Santa Cruz sigue su peregrinaje, por unos meses, hasta que puede trasladarse a Lima.
Pensando que su condición de militar y guerrero está afectada y que hay que recobrarla, pide su reincorporación al ejército peninsular. El virrey Pezuela, que bien le conoce y estima, le acepta de inmediato y le destina, primero, a cargos pasivos y, luego, a la división de O’Reilly.
En noviembre de 1820, esa división sale de Lima a enfrentar a las fuerzas que comanda el general Antonio Álvarez de Arenales, del ejército del general San Martín, que entra en la campaña de liberación del Perú, luego de haber tramontado los Andes.
El 6 de diciembre, el Cerro de Pasco es el escenario del combate entre O’Reilly y Arenales. Triunfan los patriotas y capturan 343 prisioneros, entre ellos al teniente coronel Andrés Santa Cruz.
Es de comprender el drama espiritual de este hombre. Sirve lealmente la causa de su padre y por ella sigue largas caminatas y muchas peripecias. Ahora, por segunda vez, está vencido, prisionero, nuevamente, de sus hermanos de sangre—indios y mestizos que luchan y se sacrifican por la independencia de los pueblos de América. El misterio que envuelve a Andrés Santa Cruz es el mismo que aquel de sus días del valle de la Concepción y de la villa de Tarija; es su propio problema, su lucha espiritual de señor que cumple el deber juramentado, su compromiso con la memoria de su padre y consigo mismo, por una parte, y, por otra, la fuerza de sus sentimientos interiores que pugnan por liberarse de aquello, para entrar a la misión prometedora de contribuir a la liberación de América, la tierra de sus antecesores, los Incas, de sus hermanos de raza, de sus paisanos, de su cuna natal...
El dilema ha madurado mucho. Es hora de tomar la alternativa. A ello contribuye eficazmente el general Álvarez de Arenales, figura extraordinaria —estadista y militar— de la guerra de la independencia, que en las campañas del Alto Perú (Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra) gana sus mejores glorias y el generalato.
Andrés Santa Cruz no trepida más y, a un mes de la batalla del Cerro de Pasco, ofrece sus servicios a la patria, personalmente al general José de San Martín, quien de inmediato los acepta.
Las meditaciones de Santa Cruz en los calmosos días del valle de la Concepción encuentran asidero en la realidad. Rotas las ataduras que le ligaban al colonialismo, pone su espada, su alma, su cerebro y su corazón al servicio de la liberación de los pueblos de América.
Su primer destino de patriota es a la división del general Arenales, reconociéndosele el grado de teniente coronel.
En junio de 1821 gana el ascenso a coronel, como premio a su victoria contra las fuerzas realistas, en Cuzco.
La capacidad militar de Santa Cruz, su espíritu organizador, su experiencia de guerrero, su disciplina, su demostrada lealtad a la causa de la Patria, le granjean cada vez mayor confianza de sus superiores.
En diciembre de 1821, el general San Martín le confía una misión de gran responsabilidad: el comando de un ejército de 1.622 hombres, con el que de inmediato marcha al Ecuador, en auxilio del general Antonio José de Sucre.
En el mando de ese ejército, Santa Cruz sustituye al general Arenales que, reiteradamente, renuncia el honor de encabezar la delicada expedición.
Ingresando por Loja, en enero siguiente, Santa Cruz vence la resistencia de los realistas en el sur del Ecuador, liberta la mitad de aquel país y se reúne con el ejército del general Sucre, en el centro de la nación.
Juntos, Sucre y Santa Cruz, prosiguen la campaña en ese territorio. Han de agregarse el general Córdova y otros jefes de indiscutibles merecimientos.
Vienen las batallas de Riobamba y Pichincha, con las que el Ecuador alcanza su independencia. El Libertador Bolívar sabe valorar tales acciones de armas, en las que tiene ponderada participación el coronel Andrés Santa Cruz, a quien asciende a General de Brigada del Ejército de Colombia (13 de junio).
Cumplida la campaña, Santa Cruz regresa al Perú, de donde se retira el general San Martín, renunciando al mando en la tierra de los Incas, a la que él ha devuelto la libertad.
Al abandonar San Martín el Perú, se constituye una Junta Gubernativa, que tiene limitada vigencia, por un golpe de Estado. El general Santa Cruz es nombrado jefe del ejército peruano (8 de abril de 1823).
Este ejército, en acción combinada con el colombiano, proyecta ingresar al Alto Perú, donde los realistas se han concentrado. Hay que obrar con celeridad. El general Santa Cruz alienta en su espíritu la fe y la esperanza de que su espada contribuirá a dar libertad a la tierra natal. En mayo, zarpa del Callao, jefaturizando esa expedición. Va rumbo al sur. Apenas iniciada la marcha de Santa Cruz, el general Canterac, con un ejército de cerca de diez mil hombres, captura Lima. El Libertador Bolívar destaca al general Sucre a la cabeza de tres mil hombres, para auxiliar a Santa Cruz. La guerra es americana. Ayer Santa Cruz fue en auxilio de Sucre. Hoy es Sucre quien baja a auxiliar a Santa Cruz.
Mientras se gana tiempo y distancia, Santa Cruz maniobra en el sur y el virrey La Serna en el norte. Buscan la batalla. Los realistas, para evitar sorpresas, evacúan Lima y la costa, y se internan en la sierra. Santa Cruz pasa al otro lado de los Andes y ocupa la ciudad de La Paz. ¡Su tierra natal, su pueblo!
Por el sur del Alto Perú se repliega el general Olañeta. Una fracción patriota, de las fuerzas de Santa Cruz, ocupa la ciudad de Oruro. Entretanto, el general Sucre desembarca en Arica. El virrey La Serna comprende la situación y opera con prontitud. Destaca una columna de cerca de dos mil hombres, al mando del general Valdez. Al conocer la maniobra, Santa Cruz se pone en marcha, choca con el enemigo (agosto de 1823), ataca, se repliega, atrae a los realistas y en Zepita tiene lugar la cruenta batalla, que termina después de un día íntegro de encarnizada lucha. Los realistas, derrotados, se retiran. Santa Cruz gana el título de Mariscal de Zepita, y sus bravos jefes, oficiales y soldados, grados y honores legítimos.
La Serna reingresa al Alto Perú, a la cabeza de cuatro mil quinientos hombres, a los que Santa Cruz no puede enfrentar con un ejército fatigado, agotado, en el que comienza a cundir la indisciplina y hasta la confusión, y cuyo número no alcanza ni a la mitad de las fuerzas enemigas.
Y así, emprende la retirada, por el Desaguadero; retirada que tanta mella hará a su prestigio.
Arriba a Lima con la mitad de su tropa, derrotada sin combatir.
Escucha duros reproches y, solo, abatido, el flamante mariscal se recoge a Piura, en un destierro voluntario...
En septiembre de 1823, llega al Perú el Libertador Simón Bolívar.
Febrilmente se ocupa de formar, sobre la base de las unidades existentes, un ejército que pueda enfrentar con buen éxito al de los realistas que, aunque diseminado, alcanza a dieciocho mil hombres.
Bolívar no ha perdido confianza en Santa Cruz. Le sabe capaz y honrado, leal y consecuente. Y le llama a su lado, confiándole, primero, el comando de la infantería peruana y, luego, la jefatura del ejército del Perú.
El ejército de Colombia está al mando del coronel Francisco Burdett O’Connor. Otras cuatro grandes unidades militares son comandadas por otros tantos brillantes generales: José María Córdova, Jacinto Lara, José La Mar y Lucas Carvajal.
El Libertador tiene un ejército de diez mil hombres, cuyas armas —dice Bolívar — “han brillado en mil combates”. “Sois invencibles”.
En el ínterin, ha venido madurando en el general Pedro Antonio de Olañeta la desobediencia al virrey La Serna, proclamando “el gobierno absoluto del rey”, con la promesa que hacía la regencia a dicho general de nombrarle virrey de Buenos Aires, autorizándole ostentar, desde luego, el título de Capitán General de las Provincias del Río de La Plata.
La tentación surte efecto. Y el jefe realista, que comanda cuatro mil hombres en el Alto’ Perú, levántase contra el virrey La Serna y se apodera de Potosí y Chuquisaca.
Para someter al rebelde, La Serna destaca una división comandada por el general Gerónimo Valdez, el mismo que, poco antes, hizo amistosa gestión ante Olañeta para que deponga su actitud.
En junio, Valdez ocupa Potosí. Y, siempre en persecución de Olañeta, avanza hacia el sur, hasta San Lorenzo, Santa Victoria, Tarija, Tupiza. . .
La coyuntura es aprovechada por Bolívar, que estima llegado el momento de abrir la campaña.
Todo debe ser previsto. Destaca a la sierra unidades de reconocimiento, mientras el general Sucre levanta croquis, estudia el terreno y traza el itinerario.
El ejército libertador pasa los Andes y se concentra en los llanos de Pasco, mientras el ejército realista, al mando del general José de Canterac, permanece en el valle de Jauja.
Ambos maniobran entre Pasco y Jauja, hasta que, al promediar el día 6 de agosto de 1824, se avistan y se enfrentan en los llanos de Junín. La batalla es cruenta. Se lucha cuerpo a cuerpo. Las armas de la patria obtienen una significativa e histórica victoria. El general Andrés Santa Cruz, en su condición del Jefe del Estado Mayor, suscribe el parte de guerra.
Bolívar delega el mando del ejército al general Sucre, y se retira a Lima.
Santa Cruz, hombre dotado de espíritu organizativo, gran administrador, es destinado a Huamango, encargado de organizar los servicios del ejército libertador y mantener las comunicaciones con la capital.
Sucre prosigue la campaña militar. Luego de maniobras, marchas y contramarchas, se produce la gran batalla de Ayacucho. El ejército de la independencia vence a la flor y nata del ejército realista, superior éste en número y dotaciones bélicas, comandado por el propio virrey La Serna y el mariscal Canterac, que caen prisioneros, junto con 4 mariscales, 10 generales, 16 coroneles, 78 tenientes coroneles, 484 mayores y oficiales, más de dos mil soldados, infinidad de armas, municiones, etc.
Esta memorable acción de armas es definitiva para la suerte de América.
Sucre gana en ella el título de Gran Mariscal de Ayacucho.
Santa Cruz estuvo ausente de esta gloriosa batalla.
“La campaña del Perú está terminada: su independencia y la paz de América se ha firmado en este campo de batalla”. Así reza el parte del mariscal Sucre al Libertador Bolívar. Pero en el Alto Perú queda el general Olañeta con su ejército de cuatro mil hombres que, desobedeciendo al virrey, no entra en la capitulación de Ayacucho. Aún más. El general Tristán se proclama virrey del Perú y propone reunir un ejército de diez mil hombres. Olañeta y otros jefes realistas obstinados marchan sobre Puno. Al saberlo, Sucre pide a aquél que se someta a la capitulación. Olañeta contesta negándose, aduciendo no estar ello en sus atribuciones.
Mientras tanto, los pueblos del Alto Perú proclaman su independencia. Ahora el problema es político antes que militar. Bolívar dispone que Sucre ingrese con su ejército en esas provincias, que son las primeras en proclamar la independencia en América y las últimas en obtenerla. El mariscal trata de excusarse. “Cuento haber concluido mi comisión en Ayacucho”, escribe al Libertador. Pero más puede el deber. Y Sucre entra a Puno, cruza el Desaguadero y el 7 de febrero de 1825 recíbesele triunfalmente en La Paz. Su ejército tiene por jefe de estado mayor al general Andrés Santa Cruz, que así vuelve a la tierra natal. A su lado está su amigo el coronel irlandés Francisco Burdett O’Connor.
Dos días después, el mariscal Sucre convoca a una asamblea de diputados altoperuanos, a reunirse en la ciudad de Oruro el 19 de abril, para que, por su intermedio, “el pueblo en plenitud de su soberanía” delibere y las provincias organicen un gobierno que provea a su conservación”.
Olañeta se repliega hacia el sur, muriendo en la batalla de Tumusla (primero de abril), con lo que se cierra el cuadro guerrero.
La asamblea convocada por Sucre se demora, más, el paso para el nacimiento del nuevo Estado soberano, libre e independiente del Alto Perú, está dado.
Andrés Santa Cruz es elegido diputado por La Paz, pero renuncia el mandato.
El diez de julio se reúne la asamblea en Chuquisaca, en un marco de fiesta cívica, con la ciudad ostentando sus mejores galas.
Por recomendación del mariscal Sucre —que luego abandona Chuquisaca para conservar su imparcialidad—los diputados eligen a Santa Cruz “presidente” de Chuquisaca, con mando militar que asegure la “guarda de la asamblea.”
El seis de agosto se proclama la independencia del Alto Perú, erigiéndose en Estado soberano, con la denominación de “República Bolívar”, que luego cambia por la de “Boliviana” y definitivamente por la de “Bolivia”.
Se reconoce al gran mariscal de Ayacucho, D. José Antonio de Sucre, “como encargado del mando de los departamentos”, y se da su apellido a la capital.
Una delegación de diputados parte a encontrar al Libertador Simón Bolívar, que el dieciocho de agosto llega a La Paz.
Se le informa de las novedades, poniéndose énfasis en el nombre de la nueva república, su hija, y en el acuerdo adoptado, encomendándole el “supremo poder”, por todo el tiempo que resida en el territorio nacional.
El Libertador pasa a Oruro, Cochabamba y Potosí. Asciende al cerro famoso, permaneciendo en la cima que alguien mira como pedestal de su gloria.
En Chuquisaca le espera Santa Cruz, presidiendo a un pueblo enardecido por la pasión patriótica.
El cuatro de noviembre hace su ingreso en la capital, que le colma de honores.
Allí celebra el primer aniversario de la batalla de Ayacucho, junto con Sucre, cabeza de aquella hazaña. Santa Cruz, que no estuvo en esa acción de armas, dispone, como presidente (prefecto) de Chuquisaca, los honores consiguientes; pronuncia un emotivo discurso y coloca en el pecho del Gran Mariscal la medalla decretada por la asamblea nacional.
Bolívar se ocupa de la organización político-administrativa de la república, dictando, al efecto, varios decretos.
Luego, llamado por el Congreso de Lima, se prepara a viajar. Antes de partir, dicta el decreto de 29 de diciembre de 1825, por el que, “oída la diputación permanente”, dispone: “1°.—Todas las facultades y autoridad — dice — que me han sido concedidas, respecto de las provincias del Alto Perú, por el poder legislativo de la república peruana, y las decretadas por la asamblea general de estas provincias, quedan delegadas desde hoy en el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre”.— “3o.—Para los casos de enfermedad, ausencia o muerte del Gran Mariscal de Ayacucho, se nombra al general de división don Andrés Santa Cruz”.
Y el Libertador abandona, para no volver más, el territorio de su “hija predilecta”.
* “Campo de las Carreras” se denomina la explanada sita al sudeste de la villa, donde hoy se encuentran el “Parque Bolívar” y las “viviendas obreras”.
— “Carabinas a la espalda, sable en mano y a degüello”, ruge el guerrero.
Y arremete por el centro. Mas, ya están en el campo y participan en la batalla Uriondo, Méndez, Rojas, asistidos por los capitanes José Antonio Ruiz, Esteban Garay, Matías Guerrero y otros oficiales, con una fuerza numerosa, superior a la de Aráoz de La Madrid.
La batalla es cruenta, pero en una hora todo está definido en favor de las armas de la patria.
En el descampado de La Tablada quedan sesenta y cinco realistas muertos, entre ellos el comandante Malacabeza, y veintidós patriotas, por todos los que reza, en el mismo sitio, el Padre Agustín de La Serna, capellán de la División Volante.
En los trasfondos se ve huir, en desorden, hacia el valle de la Concepción, al capitán Vaca, con parte de su escuadrón.
Los heridos son conducidos a Tolomoza, para las curaciones de urgencia.
Los victoriosos retornan a la villa sitiada. Conducen los trofeos de guerra y un centenar de prisioneros.
La Madrid vuelve al Morro de San Juan. De allí manda que los prisioneros con heridas leves penetren a la plaza y refieran a los sitiados el desastre que han sufrido.
Al propio tiempo, y aprovechando el momento psicológico, dirige una segunda intimación al coronel Ramírez, para que rinda la plaza, advirtiéndole que sus comunicaciones están interceptadas, que la villa está sitiada y que, si se resiste, la guarnición será “pasada a cuchillo”. Ramírez capitula, pidiendo como únicas condiciones “los honores de la guerra, garantías para los paisanos a quienes se obligó a tomar las armas, y el uso de la espada para los oficiales, con seguridad para sus bagajes”. La Madrid acepta las condiciones e impone que en el acto salga “toda la guarnición”, “con sus respectivos jefes y oficiales”, “al Campo de las Carreras”*.
Así se procede. Y antes de que decline el sol del memorable día martes 15 de abril de 1817, el coronel Mateo Ramírez y el teniente coronel Andrés Santa Cruz rinden sus armas, “con los honores de la guerra”, ante las fuerzas patriotas. Conjuntamente con ellos, lo hacen dos tenientes coroneles, dieciocho oficiales y doscientos setenta y cuatro soldados del ejército del rey. Como trofeos de guerra se recoge la bandera del regimiento del Cuzco, cuatrocientos rifles, ciento cuarenta “armas de toda especie”, cinco cajas de guerra y “muchísimos pertrechos militares”, cual reza el parte.
El acto de rendición es patético, pleno de escenas conmovedoras. Casi todo el pueblo se traslada al Campo de las Carreras a presenciarlo, saliendo de sus casas después de días de obligado encierro y de horas de angustia. La Madrid, Uriondo, Méndez y Rojas, acompañados de sus lugartenientes, lo presiden. Al lado de Uriondo está doña Juana Azurduy de Padilla, la heroína de las guerrillas patrias, quien, muerto el esposo en acción de armas, repliégase con sus fieles a Pomobamba, y de allí a Salinas, donde a la sazón Uriondo establece su cuartel general.
El teniente coronel Santa Cruz mira con ojos de asombro; pero sereno, firme ante la realidad. Seguramente recuerda —como recordará toda su vida—las horas de meditación en el valle de la Concepción. Sus vencedores son sus hermanos. Ante ellos rinde las armas.
Los principios de la guerra son respetados. No hay ofensa para nadie, ni desmanes.
El pueblo acompaña a los patriotas y el día es de fiesta.
La Madrid cursa el parte de guerra al cuartel general en Tucumán. Belgrano felicita a los vencedores, otorga a La Madrid el grado de coronel y el inmediato superior a los demás jefes y oficiales.
Los sucesos del quince de abril, en Tarija, alarman a los realistas, que creen que el cuarto ejército auxiliar argentino invade el Alto Perú, por Orán y otros puntos, trayendo la iniciativa de la guerra que, en el momento, la tienen los peninsulares. Y eso significaría una marcha atrás de éstos, cuyo plan es internarse más y más en las Provincias Unidas, hasta dominar la situación en ellas, derrotando a Belgrano y San Martín. A un mismo tiempo, piensan que aquello revela un proyecto atrevidísimo, cual es el de abrir dos frentes para llegar al Perú y Chile: uno por el Alto Perú, con Belgrano, y otro por los Andes (Mendoza), con San Martín.
En cambio, para los patriotas altoperuanos y argentinos las noticias de Tarija son como un rayo de esperanza.
El flamante coronel La Madrid, en los veinte días posteriores, reorganiza y refuerza en Tarija su división, incorporando a ella más de doscientos milicianos tarijeños, además de habérsele proporcionado los caballos que tanta falta le hacían, armas, municiones y bagajes.
Impaciente, entusiasmado con el triunfo, dirígese el día cinco de mayo hacia el norte, dejando la defensa de Tarija en manos de los guerrilleros.
Por otra parte, las adelantadas de la división de Ricafort — que se puso en marcha desde Potosí, ante los sucesos de Tarija — llegan a Tupiza; y las de O’Reilly ocupan las alturas del valle de Cinti.
La Madrid obra sagazmente. “Sesenta voluntarios tarijeños y ciento treinta prisioneros cuzqueños” avanzan “a entretener a Ricafort, O’Reilly y Lavín, llamando su atención”, mientras el grueso de la división patriota tramonta la serranía “entre las dos columnas enemigas”, hasta colocarse a su retaguardia. Ricafort se apercibe de la maniobra y vuelve con sus fuerzas a cubrir la plaza
de Potosí. Pero La Madrid se escurre, llega a San Diego, cruza el Pilcomayo, penetra en Yotala y ataca Chuquisaca, la capital.
En Tarija, nuevamente está de gobernador y jefe superior el teniente coronel Francisco de Uriondo, con mando en toda la provincia, contando siempre con la eficiente colaboración de Méndez (que regresa a la villa después de acompañar a La Madrid hasta la serranía de Cinti), Rojas, Ruiz, Garay y otros bravos comandantes, con más de mil guerrilleros distribuidos en un vasto territorio.
Entre los prisioneros del quince de abril que todavía permanecen en la villa de Tarija, encuéntrase Andrés Santa Cruz. Parco, sereno, con elevado espíritu, soporta el cautiverio, que se hace llevadero por las especiales consideraciones de que goza, al punto que no es raro verle caminando por las calles, con la única custodia de un oficial. Pero él, como los demás de su condición, no puede continuar en la villa. Debe ser trasladado a lugar seguro. Tarija no está libre de volver a ser campo de batalla. Bien saben los estrategas realistas que este valle, en manos de los patriotas, es amenaza latente para sus planes y que así el propio ejército, que ocupa el norte hasta Salta, está amagado. A Santa Cruz se le interna en territorio argentino y, casi a un tiempo, el general La Serna se repliega al Alto Perú, situando nuevamente su cuartel general en Tupiza, a donde arriba el diecisiete de junio, e inmediatamente destaca al coronel Mariano Ricafort, con una división, a recuperar la ciudad de Tarija, a la que llega después de la salida de los cautivos.
Con adecuada custodia de jinetes, los prisioneros marchan camino a Orán. Santa Cruz a la cabeza, En la primera jornada, vuelve a divisar aquellos cerros azules del valle de la Concepción. ¿Cuál es su estado de ánimo? ¿Qué piensa? Nada sabemos de esos instantes dramáticos de Santa Cruz, y poco de los que le precedieron, en Tarija; pero hay que creer que, sin amilanarse, este hombre acepta la amarga realidad.
En largas y pesadas marchas por caminos hechos — como diría el gaucho—de tanto andar por la misma huella, la columna llega al cuartel del coronel Martín Güemes, en Salta; de allí. Santa Cruz es trasladado a Tucumán, donde está el cuartel general de Belgrano; y, luego, a Buenos Aires, asiento del gobierno patrio, por cuya orden se le interna en la prisión de Las Bruscas.
El cautiverio se torna duro y amargo. El calor, la humedad atmosférica, la ausencia del medio físico natal, un horizonte que se dilata hacia el infinito, sin que se dibuje ni haya asomo de aquellas azules serranías del Alto Perú, hunden a Santa Cruz en tremendas preocupaciones.
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Pasan los meses, pasa un año, y más...
Mientras tanto, en los valles y en las breñas, a todo lo largo y lo ancho del territorio de los Incas, la guerra sigue, y cada vez más cruenta.
Santa Cruz hace planes para evadirse de la prisión, una y otra vez, y siempre fracasa. Pero una noche del tiempo que los historiadores han calificado de “anarquía argentina”, ejecuta la hazaña. Haciendo un largo rodeo, llega a la orilla del río de La Plata, de donde le recogen unos marinos ingleses, que luego le conducen a Río de Janeiro.
Allí Santa Cruz sigue su peregrinaje, por unos meses, hasta que puede trasladarse a Lima.
Pensando que su condición de militar y guerrero está afectada y que hay que recobrarla, pide su reincorporación al ejército peninsular. El virrey Pezuela, que bien le conoce y estima, le acepta de inmediato y le destina, primero, a cargos pasivos y, luego, a la división de O’Reilly.
En noviembre de 1820, esa división sale de Lima a enfrentar a las fuerzas que comanda el general Antonio Álvarez de Arenales, del ejército del general San Martín, que entra en la campaña de liberación del Perú, luego de haber tramontado los Andes.
El 6 de diciembre, el Cerro de Pasco es el escenario del combate entre O’Reilly y Arenales. Triunfan los patriotas y capturan 343 prisioneros, entre ellos al teniente coronel Andrés Santa Cruz.
Es de comprender el drama espiritual de este hombre. Sirve lealmente la causa de su padre y por ella sigue largas caminatas y muchas peripecias. Ahora, por segunda vez, está vencido, prisionero, nuevamente, de sus hermanos de sangre—indios y mestizos que luchan y se sacrifican por la independencia de los pueblos de América. El misterio que envuelve a Andrés Santa Cruz es el mismo que aquel de sus días del valle de la Concepción y de la villa de Tarija; es su propio problema, su lucha espiritual de señor que cumple el deber juramentado, su compromiso con la memoria de su padre y consigo mismo, por una parte, y, por otra, la fuerza de sus sentimientos interiores que pugnan por liberarse de aquello, para entrar a la misión prometedora de contribuir a la liberación de América, la tierra de sus antecesores, los Incas, de sus hermanos de raza, de sus paisanos, de su cuna natal...
El dilema ha madurado mucho. Es hora de tomar la alternativa. A ello contribuye eficazmente el general Álvarez de Arenales, figura extraordinaria —estadista y militar— de la guerra de la independencia, que en las campañas del Alto Perú (Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra) gana sus mejores glorias y el generalato.
Andrés Santa Cruz no trepida más y, a un mes de la batalla del Cerro de Pasco, ofrece sus servicios a la patria, personalmente al general José de San Martín, quien de inmediato los acepta.
Las meditaciones de Santa Cruz en los calmosos días del valle de la Concepción encuentran asidero en la realidad. Rotas las ataduras que le ligaban al colonialismo, pone su espada, su alma, su cerebro y su corazón al servicio de la liberación de los pueblos de América.
Su primer destino de patriota es a la división del general Arenales, reconociéndosele el grado de teniente coronel.
En junio de 1821 gana el ascenso a coronel, como premio a su victoria contra las fuerzas realistas, en Cuzco.
La capacidad militar de Santa Cruz, su espíritu organizador, su experiencia de guerrero, su disciplina, su demostrada lealtad a la causa de la Patria, le granjean cada vez mayor confianza de sus superiores.
En diciembre de 1821, el general San Martín le confía una misión de gran responsabilidad: el comando de un ejército de 1.622 hombres, con el que de inmediato marcha al Ecuador, en auxilio del general Antonio José de Sucre.
En el mando de ese ejército, Santa Cruz sustituye al general Arenales que, reiteradamente, renuncia el honor de encabezar la delicada expedición.
Ingresando por Loja, en enero siguiente, Santa Cruz vence la resistencia de los realistas en el sur del Ecuador, liberta la mitad de aquel país y se reúne con el ejército del general Sucre, en el centro de la nación.
Juntos, Sucre y Santa Cruz, prosiguen la campaña en ese territorio. Han de agregarse el general Córdova y otros jefes de indiscutibles merecimientos.
Vienen las batallas de Riobamba y Pichincha, con las que el Ecuador alcanza su independencia. El Libertador Bolívar sabe valorar tales acciones de armas, en las que tiene ponderada participación el coronel Andrés Santa Cruz, a quien asciende a General de Brigada del Ejército de Colombia (13 de junio).
Cumplida la campaña, Santa Cruz regresa al Perú, de donde se retira el general San Martín, renunciando al mando en la tierra de los Incas, a la que él ha devuelto la libertad.
Al abandonar San Martín el Perú, se constituye una Junta Gubernativa, que tiene limitada vigencia, por un golpe de Estado. El general Santa Cruz es nombrado jefe del ejército peruano (8 de abril de 1823).
Este ejército, en acción combinada con el colombiano, proyecta ingresar al Alto Perú, donde los realistas se han concentrado. Hay que obrar con celeridad. El general Santa Cruz alienta en su espíritu la fe y la esperanza de que su espada contribuirá a dar libertad a la tierra natal. En mayo, zarpa del Callao, jefaturizando esa expedición. Va rumbo al sur. Apenas iniciada la marcha de Santa Cruz, el general Canterac, con un ejército de cerca de diez mil hombres, captura Lima. El Libertador Bolívar destaca al general Sucre a la cabeza de tres mil hombres, para auxiliar a Santa Cruz. La guerra es americana. Ayer Santa Cruz fue en auxilio de Sucre. Hoy es Sucre quien baja a auxiliar a Santa Cruz.
Mientras se gana tiempo y distancia, Santa Cruz maniobra en el sur y el virrey La Serna en el norte. Buscan la batalla. Los realistas, para evitar sorpresas, evacúan Lima y la costa, y se internan en la sierra. Santa Cruz pasa al otro lado de los Andes y ocupa la ciudad de La Paz. ¡Su tierra natal, su pueblo!
Por el sur del Alto Perú se repliega el general Olañeta. Una fracción patriota, de las fuerzas de Santa Cruz, ocupa la ciudad de Oruro. Entretanto, el general Sucre desembarca en Arica. El virrey La Serna comprende la situación y opera con prontitud. Destaca una columna de cerca de dos mil hombres, al mando del general Valdez. Al conocer la maniobra, Santa Cruz se pone en marcha, choca con el enemigo (agosto de 1823), ataca, se repliega, atrae a los realistas y en Zepita tiene lugar la cruenta batalla, que termina después de un día íntegro de encarnizada lucha. Los realistas, derrotados, se retiran. Santa Cruz gana el título de Mariscal de Zepita, y sus bravos jefes, oficiales y soldados, grados y honores legítimos.
La Serna reingresa al Alto Perú, a la cabeza de cuatro mil quinientos hombres, a los que Santa Cruz no puede enfrentar con un ejército fatigado, agotado, en el que comienza a cundir la indisciplina y hasta la confusión, y cuyo número no alcanza ni a la mitad de las fuerzas enemigas.
Y así, emprende la retirada, por el Desaguadero; retirada que tanta mella hará a su prestigio.
Arriba a Lima con la mitad de su tropa, derrotada sin combatir.
Escucha duros reproches y, solo, abatido, el flamante mariscal se recoge a Piura, en un destierro voluntario...
En septiembre de 1823, llega al Perú el Libertador Simón Bolívar.
Febrilmente se ocupa de formar, sobre la base de las unidades existentes, un ejército que pueda enfrentar con buen éxito al de los realistas que, aunque diseminado, alcanza a dieciocho mil hombres.
Bolívar no ha perdido confianza en Santa Cruz. Le sabe capaz y honrado, leal y consecuente. Y le llama a su lado, confiándole, primero, el comando de la infantería peruana y, luego, la jefatura del ejército del Perú.
El ejército de Colombia está al mando del coronel Francisco Burdett O’Connor. Otras cuatro grandes unidades militares son comandadas por otros tantos brillantes generales: José María Córdova, Jacinto Lara, José La Mar y Lucas Carvajal.
El Libertador tiene un ejército de diez mil hombres, cuyas armas —dice Bolívar — “han brillado en mil combates”. “Sois invencibles”.
En el ínterin, ha venido madurando en el general Pedro Antonio de Olañeta la desobediencia al virrey La Serna, proclamando “el gobierno absoluto del rey”, con la promesa que hacía la regencia a dicho general de nombrarle virrey de Buenos Aires, autorizándole ostentar, desde luego, el título de Capitán General de las Provincias del Río de La Plata.
La tentación surte efecto. Y el jefe realista, que comanda cuatro mil hombres en el Alto’ Perú, levántase contra el virrey La Serna y se apodera de Potosí y Chuquisaca.
Para someter al rebelde, La Serna destaca una división comandada por el general Gerónimo Valdez, el mismo que, poco antes, hizo amistosa gestión ante Olañeta para que deponga su actitud.
En junio, Valdez ocupa Potosí. Y, siempre en persecución de Olañeta, avanza hacia el sur, hasta San Lorenzo, Santa Victoria, Tarija, Tupiza. . .
La coyuntura es aprovechada por Bolívar, que estima llegado el momento de abrir la campaña.
Todo debe ser previsto. Destaca a la sierra unidades de reconocimiento, mientras el general Sucre levanta croquis, estudia el terreno y traza el itinerario.
El ejército libertador pasa los Andes y se concentra en los llanos de Pasco, mientras el ejército realista, al mando del general José de Canterac, permanece en el valle de Jauja.
Ambos maniobran entre Pasco y Jauja, hasta que, al promediar el día 6 de agosto de 1824, se avistan y se enfrentan en los llanos de Junín. La batalla es cruenta. Se lucha cuerpo a cuerpo. Las armas de la patria obtienen una significativa e histórica victoria. El general Andrés Santa Cruz, en su condición del Jefe del Estado Mayor, suscribe el parte de guerra.
Bolívar delega el mando del ejército al general Sucre, y se retira a Lima.
Santa Cruz, hombre dotado de espíritu organizativo, gran administrador, es destinado a Huamango, encargado de organizar los servicios del ejército libertador y mantener las comunicaciones con la capital.
Sucre prosigue la campaña militar. Luego de maniobras, marchas y contramarchas, se produce la gran batalla de Ayacucho. El ejército de la independencia vence a la flor y nata del ejército realista, superior éste en número y dotaciones bélicas, comandado por el propio virrey La Serna y el mariscal Canterac, que caen prisioneros, junto con 4 mariscales, 10 generales, 16 coroneles, 78 tenientes coroneles, 484 mayores y oficiales, más de dos mil soldados, infinidad de armas, municiones, etc.
Esta memorable acción de armas es definitiva para la suerte de América.
Sucre gana en ella el título de Gran Mariscal de Ayacucho.
Santa Cruz estuvo ausente de esta gloriosa batalla.
“La campaña del Perú está terminada: su independencia y la paz de América se ha firmado en este campo de batalla”. Así reza el parte del mariscal Sucre al Libertador Bolívar. Pero en el Alto Perú queda el general Olañeta con su ejército de cuatro mil hombres que, desobedeciendo al virrey, no entra en la capitulación de Ayacucho. Aún más. El general Tristán se proclama virrey del Perú y propone reunir un ejército de diez mil hombres. Olañeta y otros jefes realistas obstinados marchan sobre Puno. Al saberlo, Sucre pide a aquél que se someta a la capitulación. Olañeta contesta negándose, aduciendo no estar ello en sus atribuciones.
Mientras tanto, los pueblos del Alto Perú proclaman su independencia. Ahora el problema es político antes que militar. Bolívar dispone que Sucre ingrese con su ejército en esas provincias, que son las primeras en proclamar la independencia en América y las últimas en obtenerla. El mariscal trata de excusarse. “Cuento haber concluido mi comisión en Ayacucho”, escribe al Libertador. Pero más puede el deber. Y Sucre entra a Puno, cruza el Desaguadero y el 7 de febrero de 1825 recíbesele triunfalmente en La Paz. Su ejército tiene por jefe de estado mayor al general Andrés Santa Cruz, que así vuelve a la tierra natal. A su lado está su amigo el coronel irlandés Francisco Burdett O’Connor.
Dos días después, el mariscal Sucre convoca a una asamblea de diputados altoperuanos, a reunirse en la ciudad de Oruro el 19 de abril, para que, por su intermedio, “el pueblo en plenitud de su soberanía” delibere y las provincias organicen un gobierno que provea a su conservación”.
Olañeta se repliega hacia el sur, muriendo en la batalla de Tumusla (primero de abril), con lo que se cierra el cuadro guerrero.
La asamblea convocada por Sucre se demora, más, el paso para el nacimiento del nuevo Estado soberano, libre e independiente del Alto Perú, está dado.
Andrés Santa Cruz es elegido diputado por La Paz, pero renuncia el mandato.
El diez de julio se reúne la asamblea en Chuquisaca, en un marco de fiesta cívica, con la ciudad ostentando sus mejores galas.
Por recomendación del mariscal Sucre —que luego abandona Chuquisaca para conservar su imparcialidad—los diputados eligen a Santa Cruz “presidente” de Chuquisaca, con mando militar que asegure la “guarda de la asamblea.”
El seis de agosto se proclama la independencia del Alto Perú, erigiéndose en Estado soberano, con la denominación de “República Bolívar”, que luego cambia por la de “Boliviana” y definitivamente por la de “Bolivia”.
Se reconoce al gran mariscal de Ayacucho, D. José Antonio de Sucre, “como encargado del mando de los departamentos”, y se da su apellido a la capital.
Una delegación de diputados parte a encontrar al Libertador Simón Bolívar, que el dieciocho de agosto llega a La Paz.
Se le informa de las novedades, poniéndose énfasis en el nombre de la nueva república, su hija, y en el acuerdo adoptado, encomendándole el “supremo poder”, por todo el tiempo que resida en el territorio nacional.
El Libertador pasa a Oruro, Cochabamba y Potosí. Asciende al cerro famoso, permaneciendo en la cima que alguien mira como pedestal de su gloria.
En Chuquisaca le espera Santa Cruz, presidiendo a un pueblo enardecido por la pasión patriótica.
El cuatro de noviembre hace su ingreso en la capital, que le colma de honores.
Allí celebra el primer aniversario de la batalla de Ayacucho, junto con Sucre, cabeza de aquella hazaña. Santa Cruz, que no estuvo en esa acción de armas, dispone, como presidente (prefecto) de Chuquisaca, los honores consiguientes; pronuncia un emotivo discurso y coloca en el pecho del Gran Mariscal la medalla decretada por la asamblea nacional.
Bolívar se ocupa de la organización político-administrativa de la república, dictando, al efecto, varios decretos.
Luego, llamado por el Congreso de Lima, se prepara a viajar. Antes de partir, dicta el decreto de 29 de diciembre de 1825, por el que, “oída la diputación permanente”, dispone: “1°.—Todas las facultades y autoridad — dice — que me han sido concedidas, respecto de las provincias del Alto Perú, por el poder legislativo de la república peruana, y las decretadas por la asamblea general de estas provincias, quedan delegadas desde hoy en el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre”.— “3o.—Para los casos de enfermedad, ausencia o muerte del Gran Mariscal de Ayacucho, se nombra al general de división don Andrés Santa Cruz”.
Y el Libertador abandona, para no volver más, el territorio de su “hija predilecta”.
* “Campo de las Carreras” se denomina la explanada sita al sudeste de la villa, donde hoy se encuentran el “Parque Bolívar” y las “viviendas obreras”.