“En realidad no son pobres”

El “asunto Albertina” puso al descubierto un elemento del negacionismo boliviano que quisiera comentar brevemente aquí. El negacionismo es la ideología que niega o atenúa lo más posible la cuestión del racismo boliviano. Varios de los memes de crítica a la “influencer” señalaban que esta “se hacía a la pobre”, cuando en realidad no lo era, ya que cobraba por publicidad y fuera de sus programas se mostraba con ropas más elegantes. Albertina no es la primera descendiente indígena de la que se sospecha su riqueza. Lo mismo ocurre con, por ejemplo, los comerciantes de mercados, centros de abasto, calles y barrios dedicados a la venta al menudeo, generalmente de alimentos y bienes de contrabando. Todos ellos, se dice desde el negacionismo, “son millonarios”. También se consideran ricos, y las movilidades que poseen supuestamente los denuncian, a los campesinos de las afueras de La Paz, que han tenido la suerte de vender terrenos agrícolas por la demanda de la expansión metropolitana. Son “riquísimos”, por supuesto, los alteños de los cholets, las metal-mecánicas, los restaurantes y malls exitosos. En suma, se sostiene que los descendientes indígenas son más adinerados que quienes hablan de ellos, y que si eso no se ha traducido en mejoras en su vida en ciertos aspectos básicos, esto sólo puede deberse a su proverbial tacañería o, por el contrario, a sus preferencias por un consumo ostentoso y superficial (“los prestes”).

Esto sirve de contraejemplo a la tesis de qué hay una estructura racista que vertebra la sociedad boliviana, impidiendo que la innegable modernización y el innegable progreso del país saquen a los descendientes indígenas de su condición subalterna. Según lo que se presume en los testimonios de la prosperidad indígena, aquellos “se han llenado de plata”, “han robado como locos en el gobierno”, etc. Por tanto, son los verdaderos privilegiados del momento.

Son opiniones ideológicas, que buscan, repito, contribuir al negacionismo del racismo estructural boliviano. Resulta muy fácil demostrar que no representan la realidad del país por tres cosas:

 a) Si bien algunos descendientes indígenas en efecto se han enriquecido, si hablamos en términos generales, aún se verifica una simbiosis entre indigenidad y pobreza. En 2020, el índice de pobreza moderada fue de 52,7% en los indígenas y de 35,5% en los no indígenas; el índice de pobreza extrema, de 24,1 y de 10,9%, respectivamente. La situación fue y es mejor en los años no pandémicos, pero la brecha entre los dos grupos siguió y sigue siendo más o menos la misma. En realidad, el grueso del racismo boliviano reacciona a esta realidad global, y por eso es una combinación de la aversión a los indígenas con la aversión a los pobres o “aporofobia”. Este fue el sentido de las más comentadas críticas a Albertina, que expresaban molestia porque esta se salía del lugar que, en la imaginación racista, le correspondía por su condición de nacimiento, esto es, las clases bajas (entre otros, hablaron de esto Lorgio Orellana, Carlos Macusaya, Wilmer Machaca y Javier García Bellota).

b) El enriquecimiento de los descendientes indígenas se ha dado casi exclusivamente en las áreas informales, aquellas que por su peligrosidad, incomodidad, informalidad, o dependencia de las áreas rurales no han sido explotadas por los descendientes blancos; áreas en las que se necesita trabajar de forma familiar y con protección corporativa. Las mejores posiciones dentro de la economía formal, en cambio, requieren determinados capitales étnicos (español, inglés, cultura eurocentrista) y biológicos (una apariencia que permita una vinculación más expedita con el mundo) que llamamos “blanquitud”. Por tanto, están acaparadas por descendientes blancos, como demostré con una investigación empírica hace unos años. Al mismo tiempo, el enriquecimiento informal tiene un “techo”, que es justamente el de la formalización. En la medida en que está no se concrete, la condición subalterna no se perderá. Al mismo tiempo, dar este paso entrañaría graves desventajas para el descendiente indígena, que en el mundo formal requería recursos educativos y culturales de los que carece. Y podría ser objeto de discriminación por parte de los grupos que sentirían su ascenso como una competencia respecto a sus propias actividades y posiciones. Un ejemplo de ello es Albertina, que al entrar a un espacio (el entretenimiento mediático) tradicionalmente manejado por la élite tradicional, ha sufrido hostigamiento racista.

c) El enriquecimiento y la formalización de los indígenas frecuentemente les sirve a estos como medio de blanqueamiento, es decir, de abandono de las raíces e identidad indígenas para transformarse, a través de las sucesivas generaciones, en descendientes blancos. Los hijos de los campesinos de Río Abajo que han obtenido sumas importantes de dinero vendiendo terrenos que les cedió el Instituto de Reforma Agraria, por ejemplo, tienen hijos ingenieros que ponen negocios de construcción y que, si se formalizan, acuden a la educación privada, etc., podrán lograr que sus hijos se casen con descendientes blancos de reciente mestizaje, mestizándose a su vez y convirtiéndose, definitivamente, en descendientes blancos (aunque quizá con una posición inestable y vulnerable por unas dos o tres generaciones más).

Con lo que tenemos que quienes ya no son o no serán pobres son y serán, como siempre, los descendientes blancos.

Por tanto, no a lugar el negacionismo; el racismo estructural y su secuela, la simbiosis entre indigenidad y pobreza, están ahí, sin mejoría clara. Han cambiado las condiciones en que los grupos sociales viven, a veces muchísimo, pero no se han alterado la relaciones racistas entre ellos.

Racismo estructural no significa otra cosa que lo siguiente: La tendencia a que, en cada generación, y en condiciones disímiles, los descendientes blancos cuenten con más ventajas y posibilidades económicas y sociales para sostenerse y prevalecer, y puedan apoyarse en un pasado que presenció su invariable victoria en la lucha por el dominio nacional; mientras que los descendientes indígenas cuenten con menos ventajas y posibilidades, estén limitados por la historia —que no puede deshacerse, aunque sí corregirse— y tengan que desaparecer para poder ser. El racismo estructural es relacional, no depende de la comparación de cada grupo consigo mismo en el pasado, sino de la comparación sincrónica entre grupos.

En estas condiciones, la “meritocracia” resulta una brama de mal gusto, aunque, por supuesto, el mérito de los más diligentes, inteligentes y ahorrativos puede explicar las diferencias individuales dentro de los grupos invariablemente dominantes o subalternos a lo largo de la historia.

 

Fernando Molina es autor de dos libros sobre racismo: “Racismo y poder en Bolivia” y “El racismo en Bolivia”. Este último se presentará en la Feria Internacional del Libro de La Paz, el sábado 6 de agosto a la 20 horas.


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