Sama, detrás de la foto

En agosto un voraz incendio arrasó gran parte de la zona baja de la Reserva de Sama y sus alrededores, en total se calculan unas 13.000 hectáreas arrasadas en cuatro días largos e intensos. Hasta la fecha todavía se sigue analizando el impacto causado en la flora y fauna, como para empezar a...

En agosto un voraz incendio arrasó gran parte de la zona baja de la Reserva de Sama y sus alrededores, en total se calculan unas 13.000 hectáreas arrasadas en cuatro días largos e intensos. Hasta la fecha todavía se sigue analizando el impacto causado en la flora y fauna, como para empezar a pensar en planes y proyectos a mediano y largo plazo para una zona que ya ha escuchado de todo.Los comunarios son bien conscientes de ello; ayer El País hizo un nuevo recorrido por la zona donde todavía se puede apreciar con nitidez los efectos del incendio. El negro predomina en el paisaje desde donde van brotando nuevas yemas, tallos, vida al fin. Las cenizas se acumulan en las riberas de lo que tal vez vuelvan a ser arroyos cuando lleguen las lluvias y los restos de la tala masiva dan una imagen de desangelada precipitación.El incendio se aprecia sobre todo en los rostros de los campesinos, descreídos de todos, que se afanan en sus labores sin más charla intrascendente. El incendio arrasó con mucho, pero no con todo, pues queda lo más valioso: Con determinación y sin descanso, sin esperar nada de nadie, los comunarios tratan de volver a poner en pie lo que en algún momento fue el entorno de la reserva.De entre las muchas promesas, unas con más bombo, otras con menos, apenas les ha llegado un buen cargamento de forraje para el ganado que al final no resultó ser tanto y que algunos dejaron sin recoger porque más era el afán de llegar hasta el depósito que la cura. Los comunarios tampoco esperan mucho del futuro, no quieren ser un parque temático ni una especie de reserva reconstruida con interés antropológico. Simplemente quieren poder volver a hacer sus labores, cuidar sus tierras, sus animales, sus casas en convivencia siempre respetuosa con la naturaleza.El incendio de agosto despertó muchos ímpetus en los tarijeños. De los mejores y de los peores. El voluntariado se llevó la flor, la manera en la que miles de ciudadanos se calaron las botas de montaña y se plantaron en la fila para saber que podían y que no podían hacer. Desde el que preparó una canastita con dulces hasta el que se puso cara a cara rama en mano con el fuego, contribuyeron a ganar una batalla que quedará en el recuerdo de varias generaciones. Evidentemente, también levantó algunas de las peores pulsiones en el marco de la política luego de un pulso tonto por saber quién ponía más y quien menos, y quién manejaba más helicópteros o hablaba primero en la conferencia de prensa. Cosas que hartaron de nuevo a los tarijeños salvo contadas excepciones, como aquella fatídica caricatura de un medio paceño afín al Gobierno que trató de ridiculizar al chapaco, pintado bailando mientras se quemaban los pañuelos y que no dejó indiferente a nadie.Sama no es la reserva más amenazada de Tarija; en sus últimas estribaciones, lo que se conoce como el bosque seco interandino, todavía se ha encontrado presencia del Jucumari según la investigadora Ximena Velez Liendo, lo que demuestra la calidad del ecosistema. Nada que ver con la Reserva de Tariquía amenazada por los poderosos intereses de las empresas petroleras y los no menos jugosos intereses de las eléctricas. A poco que el Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap) haga su trabajo puede acabar con la principal amenaza que sobrevuela la zona, que no son los chaqueos, ni el agua turbia mezclada con ceniza, que también, sino el voraz apetito de los intereses turísticos e inmobiliarios.


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