El amor en manos de la tiranía



El tirano nos quiere, nos ama. Nos lo dice a menudo. La palabra amor condimenta sus discursos y, así, él, el líder radical, nacionalpopulista, de la derecha extrema, abre los brazos y nos dice que nunca dejará de querernos. “¿Por qué?”, le preguntan los creyentes. “Porque vosotros siempre me habéis amado”, responde magnánimo.
Este es un diálogo que Donald Trump ha interpretado decenas de veces. Lo ha interpretado en sus mítines, en los agradecimientos a sus seguidores y en los encuentros con dictadores. Ha declarado su amor a los saudíes y a los asaltantes del Capitolio, a Kim Jong Un y a la Unión Soviética, “un país donde había mucho amor”.
El tirano necesita ser amado como si fuera un mesías, el padre de una gran familia, a veces severo, pero siempre justo. Rodrigo Duterte, por ejemplo, ordenó en Filipinas el asesinato extrajudicial de los drogadictos y pequeños consumidores, crímenes contra la humanidad que lo han llevado a la cárcel de la Corte Penal Internacional, pero también a los altares de millones de filipinos.
La ultraderecha considera que hay una prioridad moral en declarar la guerra a quien sea, a los indocumentados, a los estudiantes, a los disidentes y a las minorías sociales. Si esta persecución acaba con la vida de personas inocentes se justifica desde la salvaguarda del orden y la patria, la perseverancia de una sociedad que lucha por sobrevivir. Así mueren los palestinos en Gaza y los reos en los corredores de la muerte de las prisiones estadounidenses.
El amor del tirano es el de Dios en el Antiguo Testamento, un amor estremecedor y nihilista capaz de amedrentar al más piadoso. Todos debemos sentirnos protegidos, pero, al mismo tiempo, nadie debe sentirse a salvo.
Cuando los jueces traicionan el espíritu de las leyes para complacer al poder antidemocrático, comprendemos que todo es arbitrario. El despotismo es característico de las dictaduras y de las democracias bajo dominio de la ultraderecha.
La política, en este contexto de parlamentarismo decadente, es solo teatro, puro espectáculo, sordidez y grandilocuencia. A través de ella, nada se consigue. No es útil para gobernar, pero sí para remover conciencias y movilizar masas.
Necesitamos un relato utópico y esperanzador sobre la verdad, compasión y la empatía
El líder nos habla desde el corazón y nos pone en movimiento. No solo siente nuestro dolor, no solo promete que no nos dejará atrás, sino que nos declara su amor y lo más trágico de todo es que, incluso cuando sabemos que no puede ser cierto, que es imposible que nos ame, su confesión nos consuela. En su declaración de amor no pronuncia nuestro nombre, pero nosotros lo escuchamos. Cuando dice que debemos amar a nuestro país y defenderlo con nuestras vidas es como si escucháramos una canción de amor. Nos sentimos felices de pertenecer a la nación, nuestra nación, nuestra secta y hermandad.
La simplificación del lenguaje político en manos del nacionalpopulismo convierte cada frase del líder en el estribillo de una balada hortera. Todo parece lovely y beautiful en labios de Trump.
Es un amor kitsch y repugnante, perverso, pero magnético. La izquierda lo ridiculiza y al ridiculizarlo comete uno de sus errores más graves.
Si el poder del odio y la mentira es sobrecogedor, también lo es el del amor tiránico. Los progresistas y las elites intelectuales deploran su cursilería, pero a su alrededor más y más entusiastas aplauden sus melodías folklóricas y pegajosas.
La izquierda no tiene una alternativa para este entusiasmo idiota. Sus argumentos de justicia social, de igualdad, inclusión y diversidad, no seducen como antes. Parece que solo los ingenuos aún creen en ellos.
Mis amigos en Israel y Estados Unidos, avergonzados por las políticas abominables que sus gobiernos ejecutan en su nombre, se refugian en la Constitución. Veneran el texto como si fuera sagrado y encuentran una luz en los valores que proclama y defiende. Saben que no hay gobierno democrático capaz de vivir de acuerdo a los principios constitucionales que lo rigen, pero se consuelan en la creencia de que algunos, al menos, lo han intentado y de que otros, tal vez, volverán a intentarlo.
Frente a la ambigüedad moral, frente al relativismo epistemológico que nos hace dudar incluso de las transgresiones y las mentiras más obvias, frente a la violencia que la ultraderecha vierte sobre todos nosotros y frente al falso amor redentor de sus líderes mesiánicos, necesitamos una narrativa esperanzadora del amor verdadero, de la compasión y la empatía, un relato utópico y antiautoritario, escrito con verdades concisas, claras y absolutas sobre la necesaria e inevitable fuerza del mestizaje y del saber.
La ultraderecha considera que hay una prioridad moral en hacer la guerra a quien sea
Quien dé este paso será vilipendiado por inocente y acusado de ser un peligro por defender una verdad que no es cierta. Parece imposible combatir al amor nihilista del nacionalpopulismo desde la búsqueda honesta de la verdad. La honestidad nos obliga a dudar y reconocer errores, debilidades que serán utilizadas en contra de nuestro empeño. Es verdad que la estructura comunicativa favorece el pensamiento despótico, pero también es verdad que, tarde o temprano, el amor kitsch, tan melifluo y apocado como celoso y vengativo, alentará la rebeldía de una vanguardia valiente y justa.